Se fue uno de los últimos grandes escritores argentinos de todos los tiempos. Eximio cuentista, escribió novelas inmortales, marcó generaciones con su taller literario y fue coherente hasta sus últimos días con lo que pensaba. Así lo recordamos.
Por Pablo Díaz Marenghi
El espejo que tiembla
“Buen día, miserables”. Así arranca el diálogo de “Also sprach el Sr Nuñez”, cuento de Abelardo Castillo. Siempre me pareció uno de los comienzos más extraordinarios de la literatura argentina. En ese relato se condensa una mirada sobre el mundo. El Sr. Nuñez es el arquetipo del hombre gris, del bicho de oficina. Da un discurso angustioso a sus compañeros de trabajo y los incita al suicidio. Les hace ver que son unos pobres tipos. La tensión de la narración es impresionante y el final es tan sorprendente que lo deja a uno como lector maravillado. Son esos grandes cuentos que incitan a escribir los propios. A intentar acercarse aunque sea un poquito a esa manera de narrar. De hecho, Abelardo fue un enorme maestro de escritores. Aunque opinaba que no se podía enseñar a escribir y que los talleres literarios, que dio hasta el fin de sus días, eran “un invento argentino”. Dice Pablo Ramos, uno de sus discípulos, que “hoy se fue una de las personas mayores de la cuales aprendí algo importante, que la literatura debe ser una aventura moral porque la vida es una aventura moral. Que uno no corrige un texto si no se corrige a sí mismo. Que los dedos tipean y la mente organiza pero el espíritu dicta, que nadie debería siquiera intentar ser escritor si no tiene sed, y sin que esa sea la sed verdadera.”.
Abelardo era, sin dudas, un escritor moral y uno de los más grandes cuentistas de todos los tiempos. El que ose cuestionar esta afirmación, le recomendaría que lea “Los ritos” o “El candelabro de plata” y que luego me cuente. Abelardo narraba con la potencia del lenguaje heredada de la literatura rusa que tanto admiraba (Dostoyevsky, Tolstói) y con el pulso del realismo norteamericano de otro escritor que solía citar: John Cheever. La bebida, al igual que en el escritor norteamericano, aparece de manera recurrente en sus relatos (sobre todo el whisky) y le dedicó una novela maravillosa: El que tiene sed (1985). Aquí el protagonista es un escritor alcohólico, en gran parte inspirado por el alcoholismo del autor entre los 20 y los 40 años. En el medio, mientras dirigía revistas literarias que marcaron a fuego las letras argentinas (El grillo de papel, El escarabajo de oro y El Ornitorrinco) Abelardo escribió su novela total: Crónica de un iniciado (1991), durante más de veinte años. Allí cuenta la historia de Esteban Espósito (una especie de alter ego literario) en donde un viaje a Córdoba lo enfrenta a un gran amor y a la posibilidad de pactar con el Demonio, en un homenaje a la histórica figura del Fausto.
Me quedo con su pulso existencialista (heredero de su amor por Sartre) para narrar las vicisitudes de la vida de hombres normales con problemas normales y, por esto, tan terrenales y mundanos que asustaban de tan cerca que uno los sentía al leerlos. Abelardo también narró el amor con la complejidad que se merecía, sin caer en lo rosa o lo chabacano. Supo ahondar en la profundidad de su espíritu (si hay algo que lo caracteriza es que fue un escritor espiritual. Metafísico y a la vez terrenal) para contar la complejidad de la existencia. Guillermo Martínez, otro de sus aprendices, decía que “había algo del orden de lo vital, de lo erótico, en su literatura, que dan la sensación de que hubiera vivido varias vidas”. En su obra se rastrea de manera clara la tradición de Arlt, del cross a la mandíbula, y la de Hemingway, la teoría del iceberg. El lector completa sus relatos o novelas. Espía por una rendija y se introduce, de a poco, en el universo literario de Castillo.
Uno de sus cuentos más formidables es, sin dudas, “La madre de Ernesto”. Aquí con pocos recursos, construye personajes entrañables y vívidos. Su prosa era como un hacha que arremetía contra el roble más robusto sin dejar ni una astilla. Es una situación bien de pueblo, en donde se evidencia el influjo del San Pedro que tomó como su lugar de origen por adopción. Al mismo tiempo, relata el universo masculino de su época (los pibes que iban al bulo del pueblo a debutar). La identidad de la prostituta codiciada por todos, que se deja intuir por el título del relato, es algo que sacude hondo al lector y dispara una polisemia irrefrenable. Eso es leer a Abelardo Castillo: dejarse llevar por un hilo conductor macizo, visual, con olor a tierra, azufre, sangre, whisky y humo de cigarrillo. También es, por supuesto, una reflexión hacia el horror más insondable de la existencia humana.
Las otras puertas
En un par de meses la crueldad de la vida barrió con los más grandes escritores argentinos que aún vivían: Ricardo Piglia, Andrés Rivera, Alberto Laiseca y hoy Abelardo. Quizás no haya sido debidamente reconocido como su obra lo merece. Tanto como cuentista, en donde se lució, como con sus novelas, ensayos, obras de teatro (es célebre Israfel (1964), sobre la vida de otra de sus grandes influencias: Edgar Allan Poe) y con su tarea en las revistas que supo dirigir. Abelardo siempre rescató, hasta sus últimos días, el valor de la polémica y la disputa intelectual (rememorando las cruzadas entre Sartre y Albert Camus).Quizás haya sido, junto con su amigo Julio Cortázar, el más grande escritor de izquierda argentino. Coherente hasta sus últimos días. Decía que hoy en día se discutían pavadas y que los escritores no ocupaban el lugar destacado que tenían en la década del 60 como intelectuales. Castillo fue, como lo definió recientemente en Twitter Jorge Asís, “un escritor superior”.
Es interesante su relación con la religión católica. En su novela El evangelio según Van Hutten (1999) explora su visión sobre el asunto. Luego de haber tenido un pasado con enseñanza religiosa ortodoxa, en el colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles en Ramos Mejía, Castillo abandona la fe de manera estricta pero no se cansa de repetir en entrevistas o conferencias que para él el cristianismo es una ética, una forma de entender el mundo y de relacionarse con los otros. Pasa a definirse como agnóstico pero mantiene esa forma de entender la vida mediante el respeto, la tolerancia y la comprensión hacia las penurias ajenas. Quienes lo conocieron de cerca destacan su lucidez para analizar el pulso de la época, tal como lo volcó en ensayos y en las revistas que dirigió, durante sus 82 años.
Ser escritor
El pasado miércoles 26 de abril tuve la oportunidad, junto con Joel Vargas, de charlar con Liliana Heker, una de sus más grandes discípulas literarias, en una entrevista de próxima aparición en ArteZeta decía esto sobre su relación con Abelardo: “Lo considero mi maestro. No sólo en cuanto a lo que es un cuento sino en lo que es la ética de un escritor. Lo que para Abelardo significa la literatura y el trabajar un texto hasta sus últimas consecuencias. Ese compromiso con la escritura y su coherencia. Es una de las personas más coherentes que conozco. Su vida es coherente con su ideología. Eso para mí es admirable. En lo personal, además, durante 26 años compartimos una aventura maravillosa que fue la de sacar la revista, que fue algo que nos involucró en todo sentido. Implicaba mucho trabajo. Poner mucha energía. Mucho divertirnos. Porque si uno no se divierte haciendo una revista no va a poder cumplir con todo el trabajo que implica sacarla. Esas son cuestiones que a uno lo marcan. Abelardo sigue siendo para mí mi mejor amigo y sigo teniendo con él un vínculo entrañable. Es un vínculo muy fuerte que se ha sostenido y que yo agradezco”.
La literatura y la vida, para Abelardo, eran materia inseparable. Tal como lo demostró en su paso por este mundo hasta la madrugada del martes 2 de mayo de 2017. En su última entrevista, realizada por Luciano Lamberti opinaba: “La literatura no es lo que yo hago, es lo que yo soy. Te cuento una anécdota que la conté miles de veces. Cuando juegan el match por el campeonato del mundo Boby Fisher y Spassky, yo era fanático de este último, me parecía un jugador más completo, desde sus aperturas hasta el medio juego hasta su capacidad para resolver finales complejos. Y Fisher era en ese sentido más precario. Le hicieron una entrevista a los dos, y entre las preguntas había una que era “qué es el ajedrez para usted”. Spassky contestó “el ajedrez es como la vida” y Fisher contestó: “el ajedrez es la vida”. Ahí sentí que ganaba Fisher. Un hombre que siente que el ajedrez no es como la vida, sino “la vida”, seguro gana. La literatura no es como nada, es lo que el hombre es. Referirla a algo es quitarle el sentido. Para un artista el arte es lo que él es, no algo que viene de afuera. Mi mano sin el yo que la constituye no existe. La literatura es más bien como la mano, la cabeza, la pierna, etcétera. Es mi ser, no los puedo separar de mí”. Abelardo Castillo fue, es, será, un escritor voraz con una sed inacabable por la vida y por la literatura.//∆z