Una reflexión sobre la vida del escritor y la importancia de su obra en la escena literaria moderna.

Por Cristian Franco

Lo esperábamos, pero no tan pronto. Seguía trabajando, la esclerosis lateral amiotrófica le había inmovilizado el cuerpo pero no la inteligencia: escribía, corregía, publicaba. Con el mismo estoicismo del Borges ciego, Ricardo Piglia insistía en ser lo que siempre fue para nosotros: un escritor. Pero sabía (sabíamos) que ya el tiempo era hostil. A contrarreloj, publicó en los últimos dos años tres libros de crítica (La forma inicial, Las tres vanguardias, Escritores norteamericanos) y terminó de darle forma al proyecto que, bromeaba, era lo único que había justificado la publicación de sus novelas y ensayos: Los diarios de Emilio Renzi, tres volúmenes (el tercero saldría este año) donde, atribuidos a su alter ego, vuelca el contenido de los 327 cuadernos que empezó a escribir en 1957, a los 16 años.

De ahora en adelante vamos a escuchar las palabras legado, herencia, influencia. Es la retórica habitual con la que supuestamente legitimamos la importancia de un escritor muerto. Lo cierto es que no somos todavía capaces de calibrar el “efecto Piglia”. Pero es indudable que si la literatura argentina tiene un autor obligado, un escritor sin el cual nuestra literatura no tendría la misma forma, ese es Ricardo Piglia.

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Novelista, cuentista, ensayista, crítico, docente, editor. Piglia es la complejidad de los cruces que podamos imaginar con esas figuras. Cruces y retroalimentaciones y contaminaciones: de eso está hecho su trabajo literario. Asomarse a sus libros no es meramente ingresar en una “obra”, sino irrumpir en un hirviente e impuro laboratorio del lenguaje y la narración. Por esos sus libros son siempre, sea cual sea el género, una experiencia narrativa. Piglia es ante todo un contador de historias y la palabra que mejor lo define es narrador. Lo que hila subterráneamente toda su producción desde La invasión, su primer libro de cuentos, es su interés por la narración y sus formas, sus magias y recovecos y trampas, sus implicancias políticas y sociales.

Para Ricardo Piglia narrar es, ni más ni menos, lo que nos hace humanos. “Todo se puede narrar”, era su lema. Quizás sea esa concepción la que le permitió fundir en una las figuras de narrador y crítico, asumiendo la crítica literaria como una forma desplazada, tímida y desconfiada de la autobiografía. De ahí que haya sido un académico no academicista, negado a cultivar las jergas oscurantistas  y vacuas de la retórica posmoderna. Las intervenciones del Piglia crítico literario conservaron siempre un afán docente y comunicativo: no le interesaba escribir ni enseñar para alimentar las reyertas microscópicas de un reducto hermético de iniciados. Quería pensar y discutir la literatura en un lenguaje que fuera accesible a cualquiera con ganas de atrevérsele. ¿Crítica literaria para todos? Pregunta ingenua que nos recuerda que pensar y abordar la crítica no como “meta-algo”, sino como otra forma de narrar y narrarse, fue lo que le permitió a Piglia abrir sus hipótesis sobre la literatura argentina a públicos más amplios. Los dos ciclos que lo tuvieron como docente-conductor en la Televisión Pública (Escenas de la novela argentina y Borges por Piglia) quedan como testimonio de esa voluntad de democratizar la crítica literaria.

Fue con Respiración artificial donde su capacidad de transformar los problemas de la narración en material narrativo (una tradición de la novelística que Piglia supo leer tan bien en Borges y que se remonta por lo menos a El Quijote, publicado, recordemos, hace 400 años y monedas) produjo esa novela híbrida, silenciosa, irónica y profundamente política. Con esa novela Piglia nos mostró una forma de escribir, una narración política que escapara a los ineficaces mecanismos del panfleto, la denuncia o la representación realista de la realidad social o política (todos legítimos intentos destinados al fracaso). ¿Dónde está la política en Respiración artificial, o en La ciudad ausente, o en Plata quemada? Está —y esto es lo que Piglia leyó en Borges y Arlt— en la capacidad de la novela para mostrar y subvertir en la ficción las lógicas perversas que legitiman y perpetúan a los poderes políticos y económicos.

Claro que su programa estético (y ya sabemos, en gran medida gracias a Piglia, que es redundante hablar de la política de lo estético, porque no existe estética sin política) su programa estético, decíamos, implica, necesariamente, un estilo, o sea una manera de enfrentarse con el lenguaje y el material narrativo. En sus faenas con la lengua, en narraciones o ensayos, Piglia siempre persiguió dos cosas: economía e intensidad. Y el combustible imprescindible que alimentó esa búsqueda —su sintaxis, su puntuación, su entonación y melodía— fue la oralidad del español rioplatense. Su escritura está definida por la cuidadosa construcción de ese fraseo que tanto recuerda al de los narradores orales (no hay mejor evidencia de eso que escucharlo leer sus propios relatos). Como le gustaba decir: “un buen narrador no es solamente el que ha vivido la experiencia, el sentimiento de la experiencia, sino aquel que es capaz de transmitir esa emoción”. Y ese desafío en su obra se convierte en una intrincada red de relatos, un laberinto no de espejos sino de ecos y murmullos, de voces que se cruzan, se repiten, se contradicen, se deforman.

Eso es, en definitiva, lo que nos queda: el intenso y extraño placer de entrar en ese laberinto. Un laberinto del que somos también un efecto. Y es esta la imposibilidad última para que calibremos el legado, la herencia, la influencia: nosotros somos el “efecto Piglia”, nuestra manera de entender la literatura argentina está ya indeleblemente impregnada de sus ideas (Borges y sus linajes, Arlt y la ficción paranoica, las tesis sobre el cuento, Walsh, Saer y Puig en la cultura de masas). Nos guste o no, admiradores o parricidas, con o contra él, ya no podemos pensar, no podemos leer, no podemos escribir sin Ricardo Piglia.//z