Hablamos con una de las más destacadas cuentistas argentinas. Su obra, sus obsesiones, sus miedos y su forma de entender la literatura aparecen en esta charla.
Por Pablo Díaz Marenghi y Joel Vargas
Fotos de Florencia Alborcen
Liliana nos recibe en su casa, nos acomodamos en su estudio. Estamos rodeados de libros. Una gran biblioteca ocupa toda la pared. En un rincón se encuentra la máquina de escribir donde escribió su primer cuento, “Los juegos”. Arriba de su escritorio hay más estantes, se vislumbran algunas obras de sus amigos, Abelardo Castillo por ejemplo; de sus alumnos, Samanta Schweblin y Pablo Ramos, por citar algunos. También hay ejemplares de sus libros y de las revistas emblemáticas: El grillo de papel, El escarabajo de Oro y El Ornitorrinco. Proyectos de los cuales formó parte junto con Castillo, entre otros célebres. Al momento de realizar la entrevista él aún estaba vivo, le preguntamos a ella qué lugar ocupaba en su vida y en su obra. “Lo considero mi maestro. No sólo en cuanto a lo que es un cuento sino en lo que es la ética de un escritor.”
La obra de Heker es inmensa. Su manera única de retratar la crueldad de la vida, el pulso de las relaciones personales, los vínculos entre madres e hijas, figuras como el boxeo, la ruralidad, el miedo al fracaso, el amor o el suicidio son tropos que pueblan su universo literario. ¿Por dónde empezar a leerla? Quizás un buen comienzo sea sus Cuentos Reunidos, editados por Alfaguara el año pasado. Una gran muestra de su poderoso universo narrativo. Para charlar con ella usamos como excusa esa última edición.
AZ: Para empezar, ¿cuál es la pregunta que más te hicieron o que más te cansa responder?
Liliana Heker: He comentado con amigos y con mi pareja, Ernesto, que en este caso (NdE: la salida del nuevo libro) las entrevistas me terminaron cansando menos que otras que me hicieron. Por ejemplo, cuando uno publica una novela todas las preguntas o todas las entrevistas terminan conteniendo las mismas preguntas. Al principio uno está muy entusiasmado porque en una entrevista y a través de unas preguntas que te hacen, y la obligación de contestar, uno reflexiona en algunas cuestiones en las que no había reflexionado. Pero cuando esas preguntas se reiteran a lo largo de un mes de varias entrevistas uno termina cansado. Siente que se está repitiendo. Como este libro reúne cinco libros, más cuentos inéditos, y representa, de alguna manera, mi historia literaria, que abarca muchos años -más de medio siglo- las preguntas fueron más diversas. Entonces creo que no alcanzaron a cansarme. Tal vez las que menos me entusiasmaron son las que yo misma había explicado en el libro, en la nota preliminar. Una era la razón por la cual no había querido que los cuentos siguieran un orden cronológico, que fueran por libro. Me cansó porque en realidad lo había explicado.
AZ: Igualmente ya habías hecho este orden similar en Los bordes de lo real. O sea tampoco se fijaron que es un modo que ya hiciste antes.
LH: Exactamente. En Los bordes de lo real había decidido no publicar los cuentos por libro y hacer un orden nuevo. Tomé para este libro los items que había elegido para Los bordes de lo real. Por supuesto, cada ítem (“La fiesta ajena”, “Vida de familia” y “Arte Poética”) ahora tenían más cuentos porque ahora había otros libros más, más cuentos inéditos. Además elegí separar cada una de estas secciones por una nouvelle. Vale decir que el orden de alguna manera se parece pero no era igual. Pero el criterio sí, solo que tal vez acá estaba más fundamentado. En realidad, cuando publiqué Los bordes de lo real, nadie me preguntó por qué no los había ordenado según libro. En este caso, como se trataba de cuentos reunidos, seguramente lo que parecía mandar era que estuvieran todos mis libros ordenados. Además, en este caso yo me planteé de manera muy particular esa elección. No quería que se los leyera por libro, como una reconstrucción histórica de mi vida literaria sino que se eligiera cada cuento, como uno lee en general los libros de cuentos. Cuando leo un libro de cuentos a veces no sigo un orden. Elijo un cuento. Valoro el cuento en sí. No me interesa como dato histórico.
AZ: En tus cuentos aparecen ciertos temas que se vuelven recurrentes. Por ejemplo la niñez, figura que soles utilizar. Aparece por ejemplo en un cuento emblemático tuyo, “La fiesta ajena”. ¿Qué es para vos la niñez o el niño en tu literatura?
LH: El primer cuento que escribí, “Los juegos”, tiene como protagonista a una nena y está escrito desde la voz de una nena. Ese cuento, que lo escribí a los 17 años, y otro que escribí después a los 19, “Retrato de un genio”, sin dudar y visto a la distancia tienen una significación muy especial porque yo estaba mostrando una manera muy particular de contar. Incluso de mostrar al personaje. Hay una explicación bastante sencilla de esa predilección al principio por los temas de la niñez. Cuando yo empecé a escribir cuentos tenía 17, 18 años. Únicamente respecto de la niñez podía tomar distancia. Esa es una explicación. Otra es que empecé a profundizar, sin habérmelo propuesto, en todo lo que me angustiaba en mi infancia. Creo que cuando uno de muy chico es demasiado reflexivo sufre bastante. Está continuamente preguntándose cosas y no tiene los elementos culturales para resolverlas. A través de la escritura empecé a transformar ese conflicto en un conflicto literario. Poder blanquear esa parte oscura e incomunicable de mi infancia fue algo muy fuerte. No lo vi en ese momento pero puedo analizarlo después. Por eso a mí “Retrato de un genio” es un cuento que, de alguna manera, me produce cierta perplejidad. Cómo lo encontré, cómo empecé a contar eso de los golpes en la ventana que era algo reiterativo en mí y cómo arranqué a partir de ahí con el sistema de pensamiento de esa chica, que de alguna manera se parece a la que yo fui. Esos son ciertos misterios de la creación que uno se pregunta y no tiene por qué responderse. Ocurrió así. El descubrimiento de la creación tal vez se da de manera muy fuerte en mi caso a través de “Retrato de un genio”. A partir de ahí ese mundo me resultó atractivo. Siempre sostuve y sigo sosteniendo que la infancia de ninguna manera es una edad de oro ni feliz. Los chicos tienen mucha angustia porque no tienen elementos para entender todas las contradicciones que viven y que ven a su alrededor. Los conflictos se dan en crudo. Se dan con una intensidad que no tiene atenuantes. Además creo que en el mundo de la infancia se dan todos los conflictos. Los chicos pueden ser egoístas, crueles, tremendamente generosos, sufrir injusticias con una intensidad que tal vez no van a sentir más adelante. Es decir que todas las contradicciones y las pasiones humanas se dan en la infancia. Eso a mí me fascina, por un lado y por otro lado siempre me atrajo mucho el mundo familiar. Las contradicciones que se dan y los secretos que se ocultan detrás de eso tan venerado, normal, sano y tan base de la sociedad. Es un mundo lleno de pasiones y de contradicciones. También por ese lado aparece el mundo de la infancia y, además, en muchos de mis cuentos de adultos también aparece una situación en que el conflicto se inicia o aparece reflejado. Varios de mis cuentos tienen un regreso a la infancia en un punto, en que vuelven a una situación de la infancia. Supongo que viene de que me fascinan los chicos y que además tengo todavía mucha memoria entonces tengo muy presentes ciertas situaciones de la infancia. No me resulta muy trabajoso recrearlas.
AZ: A lo mejor también se puede relacionar con otro tema que aparece o, no se si se puede llamar obsesión, que es la cuestión del paso del tiempo, que se presenta en varios de tus cuentos o en diferentes momentos. Pienso, por ejemplo, en el cuento “El visitante” que la protagonista es una mujer de mediana edad, joven.
LH: Siempre me resultó muy inquietante la cuestión de las edades. Incluso tengo un texto de no ficción que se llama “Mis edades y yo”. En este momento tengo 74 años y el paso del tiempo es un tema que me resulta muy movilizador y que, sin dudas, no hay ninguna posibilidad de que iba a aparecer en mi ficción. La posibilidad del deterioro. Pero, lo curioso es que ya se da en Zona de clivaje. La primera idea de esa novela apareció cuando yo todavía no había terminado mi primer libro de cuentos. Es decir, yo tenía 21 años y ya aparecía como conflicto el hecho de ese vínculo de una mujer con un tipo que es un Don Juan, un seductor, que conoce a una adolescente. Lo curioso es que en esa primera versión que yo imaginé como cuento la protagonista tenía 27 años y para mí los 27 (yo tenía 21) ya eran una edad alarmante (risas) en que ciertos objetivos no se cumplen y en que ya se debe aceptar de manera rotunda la pérdida de la adolescencia y eso era un conflicto. El paso del tiempo siempre fue un conflicto y años después, ya pasados los 27 me parecía que no era tan conflictivo. Entonces elegí una edad que creo realmente que para las mujeres es conflictiva: los 30 años. Una especie de aceptación, por lo menos simbólica, de que ya no se es más adolescente. Supongo que tiene que ver con que yo trabajé muchos años de adolescente. Empecé muy tempranamente a escribir. Fui la menor en mi casa, en el colegio desde primer grado hasta último años de la secundaria. Fui la menor de mi generación. Y un día me di cuenta de que me venían a ver adolescentes a consultarme y que yo no era más la menor. De pronto aparecían otros menores. Eso fue un descubrimiento fuerte. Por eso me interesó que Irene (la protagonista de Zona de clivaje) tenga 30. Tal vez esa edad en que una mujer se plantea de manera realista el paso del tiempo. Digo una mujer porque creo que para el hombre la edad conflictiva es a los 40. También aparece muy tempranamente el paso del tiempo en relación al fracaso, a los deseos no cumplidos en “Georgina Requeni o la elegida”. Ese cuento lo empecé a escribir apenas terminé mi primer libro. Me costó mucho. Es un cuento muy complejo en donde aparece, también, el paso del tiempo. Le encuentro un vínculo con el último cuento que publiqué, que está en este libro, “Giro en el aire”. La visión es muy distinta porque sin dudas cuando uno escribe los 70 y pico y año desde los 70 y pico de años tiene otra idea de lo que puede ser el fracaso. El fracaso visto desde mis 25 años tal vez era más dramático, más ruidoso. El fracaso a los 70 y pico se vincula más con la impotencia. Con ya no poder. Georgina Requeni, escrita a mis 25, era no haber podido llegar. Cuando uno tiene 70 y pico piensa “¿A dónde? ¿Llegar a dónde? ¿Qué es llegar?”. Uno nunca llega. A los 25 uno está buscando algo que no consiguió y que seguramente no va a conseguir nunca.
AZ: Con respecto a “Giro en el aire”, con este coqueteo con la idea de morir, decir “hasta acá llegué”, en una entrevista decís que uno de tus cuentos preferidos es “Un día perfecto para el pez banana” de J.D. Salinger en donde justamente Seymour Glass, el protagonista, decide matarse. ¿Qué te atrae de la idea del suicidio? ¿Por qué te gusta tanto este cuento?
LH: A mí me fascina la ambiguedad de ese cuento. Creo que uno lo puede leer cien veces y nunca va a saber categóricamente por qué se mató. En el cuento hay muchas razones. Pero eso nunca está definido, que es, creo lo que tiene el misterio de un hombre o una mujer que se mata. ¿Qué es exactamente lo que le llevó a ese suicidio? Eso es, creo, esa ambigüedad es algo que me fascina. Creo que es magistral en muchos sentidos porque en realidad uno, a través de esa primera conversación entre Muriel y su madre va acercándose al personaje que es Seymour Glass sin que le digan nada preciso. A mí me encanta escuchar conversaciones en los colectivos, en los cafés y uno con fragmentos puede armar una historia. Creo que en ese cuento uno se acerca a esa conversación, aparentemente muy frívola,y va entendiendo cosas extrañas e incompletas sobre un tal Seymour. Eso de los árboles, ¿qué pasó con los árboles?, el sillón de la abuela. Pequeños datos. Después uno lo ve a Seymour y uno sabe cosas ambiguas de él. Y él tiene un diálogo fascinante con la nena y también es muy ambiguo, porque por momentos uno piensa que bromea o que habla en serio. Esa ambigüedad que remata de una manera escalofriante porque hasta un renglón antes de que termine uno piensa algo distinto de lo que va a pasar.
Ayer justamente en el taller les hablaba de un cuento que cuando Alfaguara hizo una antología en donde quince escritores elegíamos nuestro cuento favorito elegí uno de James Purdy, “Por qué no pueden decirte el porqué”, otro cuento extraordinario. Podría hablar interminablemente de cuentos extraordinarios. De cualquier modo, volviendo a “Giro en el aire”, en realidad las razones del suicidio no son misteriosas. Están planteadas casi desde el principio por su protagonista. Lo que me interesaba era ese giro en el aire. Creo que la idea del suicidio siempre es seductora y misteriosa. Creo que es inevitable. “Georgina Requeni…” también. La protagonista está ante la instancia de matarse. Solo que las razones por las que no se mata no son iguales a las de la protagonista de “Giro en el aire”. También hay un suicido en “Los que vieron la zarza” y ahí creo que también se entiende por qué. Y hay una instancia de suicidio no resuelta en “La llave”. Hay gente que me afirma categóricamente que la protagonista se mata. Y yo digo que nunca escribí eso. No se si se mata o no se mata. Me gusta, como tema literario, la instancia de la muerte. El suicidio es algo que ocurre. Entonces nos compromete menos. Nosotros no nos hemos suicidado. La instancia del suicidio nos pone ante una situación inquietante. Creo que nadie al menos por tres segundos no habrá tenido la fantasía del suicidio. Por eso me interesaba. A través de esta pregunta me doy cuenta que hay varios suicidios en mi literatura.
AZ: Incluso en “Los que vieron la zarza” está también esta idea del fracaso, que se puede rastrear en tu obra.
LH: Ese es otro de mis temas, sin duda, recurrentes. Ese está de modo bastante nítido en “Los que vieron la zarza” y en “Georgina Requeni…”. Es un tema que me obsesionaba. Sobre todo cuando era muy joven, hablaba mucho y era bastante temprana en las cosas que hacía y me planteaba metas que tenía mucho miedo de no llegar a cumplir. Entonces la idea del fracaso, de querer algo muy alto, que es lo que le pasa a Néstor Parini en “Los que vieron la sarza” y a “Georgina Requeni…”.
AZ: Hablando de esto de llegar, que hace un rato dijiste “a los 70 años, ¿qué es llegar?”, ¿cuándo comenzaste en tu carrera literaria te imaginabas todo lo que vino después?
LH: No. Sí le temía al fracaso. Pero no me planteaba un destino literario. Creo que uno cuando escribe no se plantea eso. En realidad la lucha siempre es con el texto que uno está escribiendo. Siempre son cosas concretas. Cuando yo tuve la idea, por ejemplo, de Zona de clivaje, que me costó mucho porque era mi primera novela y había un mundo muy complejo que quería plantear. La lucha la tenía con la escritura de esa obra. Cuando me planteé El fin de la historia la lucha era con esa novela. Ciertos cuentos que me dieron mucho trabajo. Nunca me tracé la figura de ese destino en la literatura.
AZ: Respecto a esto que contabas del proceso de la escritura, decías en una entrevista que cuando uno lee una novela no quiere que se termine nunca y cuando uno lee un cuento quiere llegar al final a toda costa. ¿Cómo trabajas esta diferencia a la hora de escribir?
LH: El proceso de escritura es muy diferente. En general, cuando tengo la idea de un cuento tengo el final. Toda idea de cuento viene con el final incorporado. Tengo el conflicto. Sé lo que pasa, muy someramente por supuesto, después vienen muchos problemas. En la escritura de un cuento siempre es mucho más problemático encontrar el principio que el final. El final, por lo menos el anecdótico, lo tengo. No tengo las palabras del final, que son mucho más difíciles y decisivas. Cuando uno encuentra el principio sí tiene el cuento, porque uno tiene el punto de vista, la respiración, sabe donde va a arrancar para contar porque no está decidido. Uno puede tener la situación, el final pero no tiene decidido desde dónde arrancar. Pero una vez que tengo eso, que a veces me da mucho trabajo, sé que ya soy capaz de escribir una primera versión. Lo que llamo el mal necesario. Después empiezo a trabajar sobre eso. Es problemática pero es eso.
En una novela, en general lo que yo tengo es un conflicto y un personaje. No tengo una historia. En general no tengo el final. Cuando yo concebí como cuento Zona de clivaje, el final era muy distinto al que resultó después. Se lo cambié a mitad de camino porque el final que había pensado a los 20 años ya no me interesaba. La protagonista se quedaba esperándolo a él. Quería un final en el que ella asume la soledad y la libertad. Significaba más ideológicamente para mí. A partir de ese conflicto y ese personaje la sensación que tengo es la de un caos. Y empiezo a tomar notas, anotar capítulos, cambios de punto de vista, paso de la primera a la tercera, no encuentro la estructura. En general el primer capítulo es uno de los últimos que puedo escribir. Empiezo un primer capítulo tentativo que después no es el primero. Me lleva mucho tiempo y mucho trabajo llegar al mal necesario. A más o menos una versión completa. También se da eso que digo de la lectura de una novela: uno convive mucho tiempo con la escritura, por lo menos en mi caso. A lo mejor hay novelistas que son novelista genuinos y no cuentistas que empiezan por el primer capítulo y escriben una novela como uno la lee. No es mi caso. Yo tengo que llegar a esa totalidad para después sí empezar a trabajar las partes y componer la novela. Convivo con la novela. Hay que tener cuidado cuando uno dice “estoy escribiendo una novela” porque suele ser una coartada para un escritor. Uno siempre está escribiendo una novela (risas). Puede no terminarla nunca. A lo largo de mi vida varias veces dije que estaba escribiendo una novela y bueno algunas existen y otras no. Y no se si las voy a escribir. Ahora en este mismo momento yo podría decir “estoy escribiendo una novela” pero no sé. Todavía estoy en una etapa muy preliminar en que todavía lo ignoro casi todo.
AZ: Hablaste hace un rato del taller. En una entrevista dijiste que en una época le dedicaste mucha energía al taller y no escribiste mucho en ese tiempo.
LH: Yo doy talleres desde 1978, de la época de la Dictadura Militar. Siempre me fascinó el taller y desde el primer grupo salieron escritores (de ese primer grupo salió Silvia Schujer, una escritora excelente). Me fascina dar taller. Le encuentro un sentido y me da una enorme alegría la cantidad de escritores que hay que hoy son mis colegas. El último, el Premio Fundación El Libro –Máximo Cheín– también se formó en mi taller. El penúltimo Premio Casa de las Américas, Ariel Urquiza, también. Es decir, más Pablo Ramos, Samanta Schweblin, Romina Doval, Guillermo Martínez. Muchísimos. Empecé en el 78 y esto que ustedes señalan me pasó en el 2008. Me di cuenta que era un periodo bastante bravo para mí porque había publicado mi último libro de ficción, La crueldad de la vida en el 2001. Y no sólo no había publicado, eso es lo de menos. No había terminado cuentos. No podía escribir ficción. Tal vez no es la única razón, pero me planteé que convivir continuamente con 20 o 30 cuentos o proyecto de novela de otros, en los que realmente me comprometo mucho, me chupaba mucha energía creadora. Además eso había ocurrido durante 30 años. Hubo otro período en el que dejé, en 1994. Sabía concretamente para qué: quería trabajar y terminar El fin de la historia y no podía. Ahí yo tenía una novela que quería escribir. La razón fue distinta. En el 2008 sentí que no podía escribir. Entonces decidí tomarme un año y medio sabático. Para mí es un modo de ganarme la vida. Le veo mucho sentido y es un privilegio poder ganarse la vida con algo que a uno le gusta. Me habían invitado de la Universidad de Virginia para dar un seminario. Me pagaban bien y con eso me pude becar. Fue bueno para mí porque pude largarme a escribir y de ese poder soltarme otra vez y descubrir la creación salieron los cuentos de La muerte de dios (2011). Pero después volví a dar taller. Más allá de que además lo necesito para vivir me fascina el contacto con jóvenes escritores que se están formando. Le pongo mucho entusiasmo y mucha pasión. Soy muy amiga de casi todos los que pasaron por mis talleres y es un vínculo único y entrañable.
AZ: Habías comentado que tenías pensado publicar un libro acerca de tu experiencia dando talleres, recomendaciones de escritura…
LH: Estoy trabajando en ese libro porque a principio de año me planteé que tenía que dejar de prometerlo y empezar a hacerlo. Eterna no voy a ser. Se va a llamar La trastienda de la escritura, donde voy a tomar la cuestión de la creación desde distintos ángulos.
AZ: Vos tenés también tenés tu libro de ensayos, Las hermanas de Shakespeare, que además, dentro de lo que sería la no ficción o el ensayo has trabajado muchísimo en las revistas literarias donde estuviste. Pensaba que vos comentabas por ejemplo que no veías la situación actual de la crítica literaria o de las revistas literarias con tanto apogeo como años atrás. ¿Cómo ves hoy la crítica literaria en comparación a épocas anteriores?
LH: No me voy a meter mucho en el territorio de la crítica literaria porque pese a que yo hice crítica en El Escarabajo y en El Ornitorrinco, siempre lo hice en un lugar muy particular, de crítica de creador. Creo que es un tipo de crítica que siempre hicimos nosotros en las revistas, desde nuestra propia posición de creadores. No es lo que se considera crítica literaria y de hecho hay críticos brillantes, formados como críticos. De cualquier manera, reivindico ese lugar de libertad porque hablar libremente sobre un texto literario es, también, estar postulando una posición. Es decir, planteando una posición respecto de la literatura y de la ideología. Lo que yo entiendo como crítica, la crítica que me interesa hacer es aquella en que opino libremente a través de un libro. Es decir uno opina, se expresa a través del libro que critica. Sí lo planteo y no estoy diciendo nada novedoso, creo que en los últimos años no hay revistas literarias y culturales como había en los años sesenta o a principios de los setenta. Publicaciones que tomaban posición tanto en lo ideológico como en lo estético. Fue una época en que muchos de los escritores considerábamos además, ya que teníamos la herramienta de la palabra, que debíamos fijar nuestra posición y opinar no sólo respecto de la literatura sino respecto de cuestiones políticas, ideológicas y sociales. Creo que era un rol del escritor o un rol del intelectual que tenía mucho peso en los años sesenta. No sólo los intelectuales del país. Sino que un intelectual como Jean Paul Sartre, por ejemplo, también hablaba del compromiso que el intelectual tenía. Por ejemplo, una polémica entre Sartre y Albert Camus tenía peso para nosotros. Tenía peso en los escritores jóvenes y no tan jóvenes en países como el nuestro. Es decir el rol del intelectual era otro y el rol del escritor, en tanto se le cuestionaba su compromiso, se ponía en cuestión lo que hacía, también era distinto. Las revistas literarias de ese entonces eran la expresión de todo ese movimiento. Creo que en este momento hay escritores excelentes pero el interrogarse respecto del sentido del oficio y el plantearse hasta qué punto se es o no responsable de lo que está pasando en el país y en el mundo no parecen marcar, de manera general, a los escritores y a los intelectuales de esta época. En este momento creo que la palabra intelectual está bastante desprestigiada.
AZ: Sí, vinculada también a lo que puede ser una política partidaria, o los medios demonizando intelectuales.
LH: Creo que lamentablemente los medios están reemplazando a los intelectuales. Entonces, esas opiniones dichas en función de ciertos datos y ciertos intereses, porque esa es la verdad, están reemplazando esas polémicas, menos ruidosas, pero que dejaban un rastro real y valedero en cada época. Cada época va a encontrar su propia expresión y se situará en el mundo o se sitúa en el mundo que le tocó en suerte y supongo que no es que haya desaparecido la polémica o la posibilidad de polémica. Yo no veo en la época actual ese peso que tenían los intelectuales, que tenía la discusión, que tenía la polémica en los años sesenta.
AZ: Sin ir más lejos, son muy pocos conocidos los escritores que van a la televisión y los invitan a opinar de un tema. Tenemos a Jorge Asís que está hablando todo el tiempo de política pero habla más de un punto de vista del análisis político.
LH: Sí, es un personaje para atender porque siempre habla desde un lugar muy singular y a veces resulta interesante realmente escucharlo pero bueno…también estuvo entusiasmadisimo con Menem, es un personaje muy particular (risas). Su escritura, sobre todo sus primeras obras de ficción, creo que son realmente excelentes. Su libro Abdel Zalim que es poco conocido es una novela notable. Los reventados es una novela muy buena. Es decir, realmente… su primer libro también es muy bueno. Después tuvo otras novelas que para mí no son tan buenas. No puedo decir que no me interese escucharlo. Me interesa más que un discurso lavado que trata de ser muy amable con todo el mundo. Por lo menos es más movilizador que algunas opiniones demasiado previsibles.
AZ: Otro ejemplo es Martín Kohan y pensaba hace poco como a Pablo Ramos lo achacaron cuando le dedicó el Martín Fierro a Cristina. Lo atacaron por posicionarse políticamente. Parecería que no se puede decir.
LH: Igual Pablo es un tipo que dice lo que quiere y es movilizador. Además de un escritor notable. A mí a veces me interesa más la reflexión y el tocar fondo, siempre la realidad es mucho más compleja que una adhesión así rotunda, pero en ese momento y en ese contexto en que él lo dijo me parece que fue un hecho político fuerte.
AZ: Tenemos también a, para poner a otro de la otra vereda, Federico Andahazi que sale a decir cosas como “guerra sucia”, a instalar otra vez la teoría de los dos demonios.
LH: La gente que sale a decir cosas para llamar la atención no me interesa. Tampoco me interesa una especie de intercambio actual que tiene más que ver con el agravio. Creo que no conduce a nada. Sí me interesa un intelectual en la medida en que puede acercar ciertas contradicciones. No me interesa los que piensan en bloque. Creo que para un militante muchas veces es necesario no cuestionarse sino actuar de acuerdo a lineamientos. Yo lo veo como que es parte de la militancia. A mí me interesa más un intelectual que puede ver contradicciones y señalar ciertas contradicciones incluso dentro de su propia ideología.
AZ: Retomando estas cuestiones que hablábamos del compromiso, del tomar una posición, lo relaciono un poco con tu literatura y con esta novela que nombramos antes El fin de la historia. ¿Cómo estos temas te atravesaron para llegar a escribir una novela como esta, cuando se ha escrito tanto sobre los setenta?
LH: El fin de la historia lo terminé exactamente 20 años después del último Golpe Militar (24 de marzo de 1996). Creo que la literatura que da testimonio de una época es muy difícil que pueda hacerlo inmersa en una época. Uno puede opinar de esa época. Publicar documentos. Pero para una novela es necesario tomar cierta distancia. En esa novela me movilizaron dos cuestiones. Sin duda la Dictadura Militar, con toda su ferocidad, los muertos, los desaparecidos, la destrucción total de un tejido cultural, económico que seguimos padeciendo, nos impactó a todos los que lo hemos vivido. Entonces no es azaroso que eso aparezca en nuestras ficciones. En este caso, hubo dos motivaciones: una era una historia puntual que conocía muy bien y que me sacudió profundamente. La cual yo sentí la necesidad de escribir sobre eso. Lo otro fue el tomar consciencia de que a los de mi generación nos habían pasado demasiadas cosas muy fuertes en un período muy corto. Porque en realidad fuimos chicos en una época donde más allá de que había guerra en Europa, era en Europa, valga la redundancia. Para los que éramos chicos era muy lejano. Jugábamos en la calle. Era un mundo muy pacífico, del barrio. Tuvimos la Revolución Cubana. Algo muy fuerte. Porque ya los que habíamos elegido, de alguna manera ideológicamente la izquierda, teníamos la Revolución Rusa, que había ocurrido en un lugar muy lejano y en 1917. Ahora ocurría una Revolución Socialista en Latinoamérica. Eso fue un hecho muy fuerte que nos llenó de esperanza y le dio un sentido a todo lo que hacíamos. Cada una de nuestras palabras parecían tener un sentido dentro de un proyecto de cambio social. Desembocamos, en muy pocos años, en un tiempo de muerte y de destrucción realmente que nunca habíamos concebido antes. Siempre me impactó esa cantidad de hechos tan opuestos y tan fuertes que habíamos vivido en pocos años. Sí sentí que quería escribir sobre eso y en algún momento me di cuenta que en realidad estos dos conflictos constituían una única novela. De ahí viene mi necesidad concreta de escribir El fin de la historia.
AZ: En una entrevista hablás de cómo eras vos, que eras la única mujer que había de tu generación.
LH: Por lo menos, más o menos visible, de una generación que era muy visible en general.
AZ: También decís que vos no creés en eso de la “Literatura Femenina”. Hace poco se instaló por redes sociales una tendencia que decía #LeamosAutoras. ¿Cómo te atraviesa eso a vos?
LH: Me parece un gesto autoritario e insensato como todos los gestos autoritarios. ¡Hay que leer! ¡Hay que leer literatura! Hay que saber elegir lo que uno quiere. He leído una cantidad de imbecilidades escritas por mujeres y una cantidad de imbecilidades escritas por hombres. He leído libros extraordinarios escritos por mujeres y por hombres. Hay que saber leer. Saber leer significa saber discernir, saber lo que uno quiere. Descubrir todas las capas de significación de un texto. Saber leer entre líneas. Es decir, el que sabe realmente leer y leer es un acto reflexivo, es un acto total. Uno lee la realidad. Hay que saber leer la realidad. Hay que saber leer los discursos de los políticos. Saber qué hay detrás. Qué hay entre líneas. Entonces yo lo que diría es que hay que saber leer. Cuando uno sabe leer, se da cuenta por ejemplo que no significa nada leer autoras ni leer autores hombres. Hay que saber qué es lo que uno quiere leer y por qué está leyendo lo que lee. Lo otro me parece una frase totalmente demagógica y totalmente equivocada. Quiere instalar por la fuerza a las mujeres en la literatura cuando yo creo que las mujeres se instalan por sí mismas, por su propio talento y por su propio trabajo en la literatura. No se necesita que un hashtag las imponga. Cada uno se impone sólo con lo que hace. Hay grandes escritores y escritoras. Sería estúpido no leer a Tolstoi o a Borges o a Cortázar o a Abelardo Castillo porque son hombres. Me parece estúpido. Tampoco leería una cantidad de pavadas que no conducen a nada y que escribieron mujeres.
AZ: O sea, por el simple hecho de ser mujer no quiere decir que sea bueno.
LH: No, en absoluto. Y tampoco quiere decir que sea malo. No quiere decir nada. Significa que una mujer que escribe tiene un mundo propio tan significativo como el del hombre que escribe y todas las posibilidades para trabajar ese texto hasta las últimas consecuencias. No tiene ninguna limitación para escribir una obra excepcional, como no la tiene un hombre. Ahora que un hombre o una mujer lo haga es responsabilidad suya, el talento suyo, valentía suya.
AZ: Recordabas un episodio cuando recién empezabas en la literatura que te fueron a entrevistar del Diario La Razón y te definían como una escritora mujer, te preguntaban que sentía una mujer escritora.
LH: Claro ¿Qué lee una mujer? ¿Qué siente una mujer? ¿Sobre qué escribe una mujer? Yo me sentí un chimpancé (risas). Qué se yo, dije. No puedo dar cuenta de mí misma, ¿Cómo voy a dar cuenta de todas las mujeres? Eso es el origen de la primera versión de Las hermanas de Shakespeare . A mí no me parecía que sea un conflicto ser mujer y escribir. Me parecía natural. Me parecía que nada me lo impedía. Pero a partir de esa entrevista me puse a pensar que no era un conflicto para mí pero parecía que era un conflicto para los otros.
AZ: Cambiando de tema, perdiste a tu papá a los 18. Hay mucha literatura sobre la figura del padre. Sin ir más lejos, uno de tus alumnos, Pablo Ramos, escribió una gran novela sobre el padre: La ley de la ferocidad ¿Cómo aparece esa cuestión en tu obra?
LH: Escribí un poema (no escribo muchos poemas) que no se publicó y en donde aparece mi padre tal como era. Aparece en entrevistas. Mi padre era muy especial, muy divertido y yo tengo varias cosas de él. Por ejemplo la distracción. Era acuariano como yo y como mis sobrinos. Sí aparece en La crueldad de la vida. Es El Rubio. La crueldad de la vida no es absolutamente autobiográfico pero los personajes se basan en mi familia y en mí. Aparece también, aunque menos, en La muerte de Dios. Tardé mucho en poder escribir sobre mi padre. En “Retrato de un genio” aparece también ese padre que la manda a comprar chocolate y ese tipo de cosas. En mi literatura creo que es más fuerte la figura de la madre. Que era un personaje. No me alcanzarían muchos tomos para terminar de contar a mi madre pero aparece de manera muy central en La crueldad de la vida, en La muerte de Dios, en Zona de Clivaje en el personaje de Guirnalda. En varias de las madres que aparecen en mi literatura.
AZ: Porque también cuando hablás de tus padres pensaba en esto que decías, que el acceso a la literatura en general siempre es algo propio de una minoría. No todos saben leer o leen bien.
LH: No sólo no saben leer. Si una persona no tiene para alimentarse, no puede completar aunque sea sus estudios primarios, si está en una condición de pobreza no tiene ninguna posibilidad de acceder al libro. Por eso digo que sólo una minoría puede acceder al libro.
AZ: Y además marcabas que tus padres habían hecho sólo estudios primarios. No venías de una familia de grandes lectores o intelectuales.
LH: No, no, eran pobres y habían hecho sólo la primaria. Eran terriblemente sensibles, muy inteligentes, tenían un enorme sentido del humor y fomentaron siempre el estudio y la lectura en nosotras. Y siempre estuvieron orgullosos de cómo leíamos mi hermana y yo.
AZ: Hace un rato hablabas de cómo aparece la cuestión autobiográfica en tu literatura. Hace poco se empezó a instalar, por lo menos desde los medios especializados, una crítica hacia esa figura de la “Literatura del yo”. Esto de contar todo y que sea ambigua la franja que limita la ficción con la no ficción. ¿Qué reflexión te merece esto?
LH: Una cosa es que uno pueda tomar elementos de su propia historia para contar. Otra cosa es creer que todo lo que a uno le pasó así sin procesar es interesante. Me parece de una vanidad muy cuestionable. Creo que uno elige ciertos episodios, uno los construye y los vuelve hechos significativos. Es decir, que tengan una trascendencia más allá de decir “me pasó a mí”. La frase “me pasó a mi entonces vos tenes que leerlo” realmente me parece lamentable y da lugar a confesiones de estupideces que no me parece que se justifiquen. Si uno se arroga el derecho de escribir y publicar y que los otros lean por lo menos tiene que tratar de que eso que uno escribe sea mejor que el silencio.//∆z