Algunas miradas sobre una película de la que se habló (y se habla) demasiado.

Por Ignacio Barragan, Candela Cebrero, Pablo Díaz Marenghi y Juan Rapacioli

 

La carcajada es el dolor – Por Juan Rapacioli

El Joker de Todd Phillips toma distancia de las anteriores versiones cinematográficas del villano de Batman (el lisérgico Cesar Romero, el divertido Jack Nicholson, el caótico Heath Ledger, el olvidable Jared Leto) para centrarse en la historia de Arthur Fleck, un hombre solitario que vive con su madre y padece una enfermedad mental: no puede evitar largar una risa compulsiva cuando se pone nervioso. Fleck sueña con ser comediante pero trabaja como payaso en condiciones precarias. La ciudad donde intenta sobrevivir se parece menos a Gotham que a la New York de los 70. Un escenario decadente marcado por la desigualdad, la violencia y la fragmentación. Ese clima se impone desde el comienzo de la película provocando una presión sobre Fleck que lo lleva al extremo de su frágil cordura. Después de un derrumbe personal, el protagonista entiende su destino criminal.

La película de Phillips está inspirada en cierto tipo de cine hollywoodense de los 70 y los 80, específicamente en dos obras de Martin Scorsese: Taxi Driver (1976) y The King of Comedy (1983), pero también se pueden ver referencias a The French Connection (1971), de William Friedkin, y Dog Day Afternoon (1975), de Sidney Lumet. En esas películas, la ciudad es la zona de transformación de personajes al límite. El director de Joker intenta una proeza épica a través de un intencionado realismo que, en algún punto, falla por su ambición de ser una obra maestra. La película funciona gracias a la extraordinaria actuación de Joaquin Phoenix, que sostiene el peso de una historia asfixiante. Paradójicamente, no hay lugar para la risa en Joker. La carcajada es de dolor.  


Un brindis por Pierrot – Por Ignacio Barragán

El Joker generó muchísimas expectativas gracias al León de Oro de la bienal de Venecia y no solo estuvo a la altura sino que superó ese hype fomentado por productoras y redes sociales. La complejidad de la obra de Phillips hace que los fanáticos del universo DC la odien y que los señores serios de la crítica cinematográfica de autor la detesten. Joker se coloca en ese lugar incómodo que solo puede producir fascinación, una incomodidad agradable (si se permite el oxímoron) que coloca al espectador entre la duda y la emoción.

La película se asemeja más a un Pierrot tradicional que al villano de Batman. El personaje deja de ser este payaso compuesto de violencia sin sentido para terminar siendo un comediante triste y lleno de heridas emocionales. El Pierrot es una tradicional figura arquetípica que simboliza al clown triste, necesitado de amor. La cara blanca, los rombos en los ojos, la mirada caída: así es como se lo representa en la pintura y el cine. El acierto de esta versión del Joker es su humanización, el hecho de convertir al villano en un ser mortal con belleza y defectos.

Resulta curiosa cierta influencia de la obra de Albert Camus en algunos tramos de la película. Más allá de que el filme ya contenga intrínsecamente algunos elementos del existencialismo, hay dos momentos que parecen sacados de las páginas del escritor argelino. En primera instancia: la peste. Ciudad Gótica sufre de una epidemia de ratas, los recolectores de basura están en huelga y las calles están terriblemente sucias. Al igual que en La peste, de Camus, esta plaga que se va devorando el decorado también contamina la moral de los hombres. No solo la ciudad es la que está sucia, sus habitantes también.

En segundo lugar se encuentra El mito de Sísifo representado tal cual se lo imagina Camus. El Joker tiene que subir una y otra vez esas escaleras infinitas que lo llevan a su departamento al igual que Sísifo está condenado a transportar una roca hasta la cima de una montaña desde donde, inevitablemente, caerá. Este trabajo tedioso y sin sentido representa lo absurdo de la vida misma. ¿Qué hacer frente a esa angustia existencial? Camus plantea que hay que imaginárselo al Sísifo sonriendo al bajar la colina, feliz de volver a emprender su tarea sin sentido. Lo mismo hace el Joker cuando lo vemos bajar de esas escalinatas. Está contento, baila y salta sobre charcos como diciendo “Siempre que llovió, paro”.

Mas allá de las referencias cinematográficas obvias de la película, habría que señalar el paralelismo entre el profesor de Irrational Man de Woody Allen y este Joker interpretado por el mismo actor, Joaquin Phoenix. Si bien sendos personajes provienen de ámbitos sociales distintos, es el asesinato lo que le otorga sentido a sus vidas. El profesor universitario de Allen vive deprimido hasta que entiende que asesinar a un juez será impartir justicia y entonces su vida cambia, es feliz. Lo mismo pasa con el Joker: lleva una vida miserable hasta que mata a unos chetos. A partir de allí su vida cobra otro sentido. Por primera vez se reconoce como persona. Es consciente de que su vida no es una comedia sino una tragedia.

También es posible una lectura política. Si la pena extraordinaria de Martin Fierro es por culpa de los excesos del Estado, las fatalidades del Joker se ven acentuadas por la falta de este. La trama muestra cómo el recorte de subsidios y planes sociales afecta a las clases populares y a sus eslabones más vulnerables como los pacientes con diversas enfermedades. El monólogo final explicita esta idea: la carencia de políticas públicas afectan de una manera irreversible a los  marginados.


Una patada en la cara de los abusivos – Por Candela Cebrero

Si un desconocido preguntara a la salida del cine “¿cómo es Joker?”, la respuesta sin dudarlo sería “incómoda”. Vino a patear el tablero de las producciones cinematográficas de superhéroes y antihéroes, distanciándose de esta simple carátula bajo la cual se suelen colocar películas como Suicide Squad y Avengers. Joker está más allá de eso. Es una declaración política.

¿Por qué es incómoda? Basta con ver la primer escena: Joaquin Phoenix, en la piel de Arthur Fleck, ríe frenéticamente. Ríe con fuerza, a carcajadas. De un segundo al otro la risa suena extraña, sufrida, y sólo ahí el espectador se da cuenta de que se volvió un llanto desconsolado y desesperado por dejar de reír. Empieza a toser. La risa lo está ahogando.

La película es incómoda porque se ve desde los ojos de Arthur, un hombre que sufre cada instante. Cuando parece que está por llegar un momento en el que su risa será real, la vida lo noquea nuevamente y las garras de la depresión lo arrastran de vuelta a la miseria. El espectador presencia las desgracias de un buen hombre que, desamparado, termina encerrado en un vórtice de furia que lo vuelve completamente loco. Pero también es incómoda por los límites tan borrosos entre el bien y el mal, bandos enemigos que suelen distinguirse con claridad en el cine de superhéroes, y son separados al punto de no cruzarse. En Joker, la historia es otra: el mal no es un Thanos ni un Bane sino un sistema envenenado por la falta de empatía, la necesidad constante de violencia y los medios de comunicación como maestros de ceremonias de este circo. Pero el payaso se convierte en un demente y, sin darse cuenta, el público avala los delitos que este comete. Entonces, ¿dónde quedó el bien? No existe, ha sido reemplazado por la sed de justicia social.

Y acá es donde aparece la declaración política: los desvalidos y los diferentes recurren a la violencia, de la cual fueron víctimas, para reclamar que Ciudad Gótica deje de reírse de ellos en sus narices. Lo que nos resulta gracioso nos define como personas y, por ende, como sociedad. Joker logra convertirse en una patada en la cara de los abusivos, esos que se aprovechan del que no puede defenderse, del que está sobreviviendo. ¿Y qué mejor forma de escarmiento que mostrar el asesinato de cada uno de ellos? Desde los bullies subiendo hasta los verdaderos poderosos del sistema, la película de Phillips nos enseña que toda acción tiene sus consecuencias y que quien ríe último, ríe mejor.

El timing es excelente: nunca antes se necesitó de un cachetazo tan fuerte del cine como ahora, cuando se pide violencia contra los vulnerables, se mira de reojo a lo diferente, y se escapa del loco y el humilde porque incomoda reconocer que se está cada vez peor. La dirección de Phillips, quien exprimió hasta la última gota del potencial de Phoenix, demuestra que la valentía abunda en esta producción, y sus repercusiones, tanto negativas como positivas, no hacen más que marcar de qué lado de la mecha está cada quien.


Oscilaciones entre lo trágico y lo cómico – Por Pablo Díaz Marenghi

Joker es la película del 2019 debido a un conjunto de factores que podrían ser dignos de un artilugio pergeñado por el mismo personaje que inspiró el filme, creado por Jerry Robinson, Bill Finger y Bob Kane en 1940. El mismo se construye a partir de una madeja de engaños y confusiones. Primero: lo que a priori podría ser entendido como la historia del nacimiento de un villano (némesis de Batman) es, más bien, la crónica del devenir de un antihéroe. Segundo: lo que a simple vista podría confundirse con una película más de superhéroes y comics al estilo espectacular hollywoodense reciente, no lo es. Más bien se nutre de los comics de corte más realista, si se permite el uso del epíteto, tales como The killing joke, de Alan Moore o Batman: The dark night returns, de Frank Miller. Esto tampoco representa una atadura sino, más bien, que se olfatea cierta reminiscencia. Tercera trampa: su director, Todd Phillips, cuya filmografía está mucho más posicionada en la comedia (Viaje Censurado, la trilogía ¿Qué pasó ayer?) pero cuya primera película funciona como pista para enriquecer la lectura de su Joker: con veintitrés años, en 1993, dirigió Hated, un documental biográfico sobre GG Allin, un punk extremo que cobró relevancia por sus shows en vivo mega hardcore donde se desnudaba, se auto flagelaba, orinaba, defecaba y comía sus propias heces, entre otras cosas que solía espantar a propios y ajenos (al respecto, vale la pena leer el análisis de Maia Debowicz).

Último engaño: la película, por su premio en el Festival de Venecia, llegó con auras de obra maestra. Lo cierto es que es un filme notable, mucho mejor que la media a la cual el espectador occidental del siglo XXI promedio está acostumbrado, pero que tampoco cuenta nada que no haya contado Taxi Driver y El Rey de la Comedia, de Martin Scorsese (una influencia más que evidente, y la actuación correcta de Robert De Niro es un guiño más que explícito a ello) o Atrapado sin salida, de Milos Forman, entre tantas otras películas del New Hollywood de los setenta a las que homenajea El Bromas (tal como se la bautizó, de manera viral y –también– falsa en las redes sociales).

¿Cuales son, entonces, sus virtudes? Su estructura narrativa, centrada en el personaje de Arthur Fleck (un magistral Joaquin Phoenix escribiendo sus páginas de oro en el libro gordo de la actuación de método) es notable, con pasajes que se vuelven más lentos para algún ojo embelesado por el vértigo de los fuegos de artificio circa Disney pero que gozan de poesía para el ojo que busque descubrir una raíz artística en el buen cine (las escenas de coreografía que monta en un baño público derruido o, sobre el final, en las escaleras, poseen una belleza que roza lo sublime).

Además de la inteligencia de Phillips a la hora de narrar, del guión (a cargo del mismo Phillips junto con Scott Silver) y del montaje (Jeff Groth), se destaca la banda sonora a cargo de Hildur Guðnadóttir, una chelista de treinta y siete años nacida en Islandia que dota al filme de arreglos de cuerdas que dan el toque preciso, la sutileza necesaria para abordar una historia que abunda en dolor, miseria y desesperación.

Los/as comiqueros/as se enojarán (ya lo expresaron en la web) por el tratamiento de ciertos sucesos del universo del hombre murciélago y por el origen que le construyen al personaje del Joker (algo que, se sabe, es incierto y que Nolan, en su versión en la que un notable Heath Ledger se lució, omitió: simplemente definió al Guasón como “un agente del caos”). Este caos está en el filme, estalla sobre el final y plantea diversas lecturas que no están exentas de spoilers (alerta): muchos lo relacionarán con el contexto actual y encontrarán interpretaciones sociopolíticas (leer a Marcelo Figueras). Ese final, con los miles de habitantes de Gotham City rompiendo todo, no alude  al Joker como “agente del caos” y puede resonar al presente, Trump y demás. Pero lo cierto es que el verdadero valor agregado de esta cinta –que la historia se encargará de juzgar, en un movimiento Cobosiano (sic), como obra maestra o película del montón– radica en haber narrado a partir de elementos válidos en términos retóricos, visuales y estéticos el derrumbe personal de un individuo y las consecuencias extremas a las que puede llevar el abandono (afectivo, familiar, social y hasta estatal).

Engaños, contradicciones, sutilezas y, a la vez, subrayados con resaltador fluorescente: todo convive en esta versión de “El Bromas” y se resume en una frase que dice el personaje de Joaquin Phoenix (que, si les gustó actuando acá, los destrozará en You were never really here, de Lynne Ramsay) sobre el final: “Solía pensar que mi vida era una tragedia. Pero ahora me doy cuenta, es una comedia”.//∆z