En una nueva columna, el escritor uruguayo analiza la serie Watchmen, explica cómo funciona a nivel conceptual y por qué fue uno de los acontecimientos audiovisuales de 2019.

Por Ramiro Sanchiz

Es tentador comparar la versión de “I am the walrus” (a cargo de Spooky Tooth) que sonó al final del último episodio de Watchmen con la propia Watchmen, y a partir de ahí preguntarnos cómo es posible que alguien se las arregle para hacer sonar aburrida, deslucida y pobre una canción de The Beatles, del mismo modo que el final de la serie se las arregló para que tantas premisas interesantes fueran desarrolladas hasta un desenlace tan inane, trivial y reaccionario. Es tentador, pero quizá sea una opción tan facilista como despachar Watchmen (“nada termina nunca”) en un final más o menos abierto. Después de todo, no es difícil pensar en términos de huevos y promesas, de nacimientos y finales, de easter eggs dispersos a lo largo de la serie, y reparar en que la letra de “I am the walrus” habla de volar y también de policías. Es tentador, pero también está claro que juzgar una serie ante todo por lo logrado o malogrado en su último episodio es arriesgado en el mal sentido del término y, en última instancia, comporta un modo bastante conservador de pensar la narrativa (basta con recordar esa suerte de consenso irreflexivo sobre la mala calidad del final de Lost y, “por tanto”, de toda Lost); que Watchmen tiene sus virtudes y pasa fácilmente por uno de los tres o cuatro acontecimientos del 2019 a nivel de cultura pop cinematográfica y televisiva (junto con The Mandalorian, Joker, el final de GoT, Once upon a time in Hollywood, Midsommar y alguna cosa más) es una afirmación que no vale la pena discutir. Si dejamos de lado valoraciones de tipo artesanal (y después de todo, ¿no son las mayores virtudes de The Irishman más bien extracinematográficas, por más que esto parezca a contrapelo de la postura pro-artesanado de su director, que hace unos meses se entretuvo dejando entender lo limitado de su postura ante el cine y el pop?), quizá sea más interesante preguntarse por cómo funciona Watchmen a nivel conceptual. ¿Qué se nos dice, entonces, con este final?

Retrocedamos apenas un poco. El proceso que hemos llamado “civilización” ha llegado hasta nosotros en oleadas, a lo largo de los últimos diez mil años: la revolución neolítica, la división del trabajo, la ciencia, el capitalismo, la modernidad, la revolución industrial (nota: la penúltima, la antepenúltima y la anterior a esa son sinónimas). En el mundo ficcional de Watchmen, ese proceso desemboca en la creación de un “dios” (parece cómodo llamarlo así), el Doctor Manhattan: el proceso científico establece las condiciones de posibilidad de un experimento de “substracción del campo intrínseco” y, en virtud de estar en el lugar correcto (o equivocado) en el momento correcto (o equivocado), Jon Osterman se convierte en Dios (podemos intercalar el uso de mayúsculas y minúsculas y estaríamos diciendo algo). En otros relatos, ese “dios” se llama “Singularidad Tecnológica”, o “Skynet”, pero la idea es la misma: la inteligencia se autoperfecciona en herramientas de eficiencia creciente. Finalmente, esas herramientas (sean el proletariado, la mano de obra robot, el capital, las computadoras) ya no sirven al propósito de quien las diseñó, porque ha obrado lo que Nick Land llama “teleoplexia”: una inversión de fines y medios. Lo que antes era un medio de producción se vuelve un fin en sí mismo, y por tanto la economía de medios y posibilidades es reescrita, y con ella el sujeto “de la historia” que ella misma produce. El proletariado, en tanto medio de producción, hace la revolución para dejar de ser instrumental al fin o los fines dispuestos por la burguesía capitalista: de ahí en más la instrumentalidad queda reescrita y los fines son otros, fines “propios” al proletariado por decirlo así (en principio; lo que pasó en realidad en el territorio soviético, sabemos, fue que los fines consagrados fueron los de una nueva clase burocrática dominante, un proceso agudizado por el estalinismo y desplegado en su potencial máximo por la cleptocracia de la Rusia bajo Putin). En el caso del Doctor Manhattan, las condiciones que lo hicieron posible potencian la ciencia que las generó, ya que al producir al Doctor Manhattan producen también una aceleración en su avance: Manhattan, con su percepción ultrafina del espacio y el tiempo, investiga, trabaja, hace progresar la física, y esto parece equivaler a una curva exponencial (aunque, por supuesto, el sujeto de ese avance, como en el caso de Skynet o, en general, de los mercados que producen inteligencia, ya no es humano). De hecho, la primera vez que lo vemos en Watchmen (me refiero ahora a la novela gráfica) está ocupado con máquinas en un laboratorio, aislando quarks o quién sabe qué cosa todavía más profundamente enterrada en la trama del cosmos. Además, la ciencia que hizo posible al Doctor Manhattan se vuelve pronto la que permite la teleportación de la criatura alienígena falsa diseñada por Veidt y su equipo, entre otras cosas. Pero en este esquema, la herramienta (es decir Manhattan) parece seguir orientada en su teleología pre-revolucionaria, en tanto (aparentemente al menos) trabaja para el gobierno; buena parte de lo que cuentan los primeros capítulos de la novela gráfica, en última instancia, es la revolución, que culmina cuando el Doctor Manhattan se desgaja por completo de la humanidad (o casi por completo: el resto de la novela gráfica expandirá el residuo) y resuelve perseguir sus propios intereses.

Quizá ahí esté una de las fallas posibles de la novela de Moore y Gibbons, ya que el proceso “revolucionario” del Doctor Manhattan, apoyado en la premisa de su percepción del tiempo y del espacio y su omnipotencia lo alejan irremediablemente de la humanidad no deja de darse desde una muy humana pataleta. No queda claro, de hecho, qué tan “inhumano” ha llegado a ser Manhattan: quizá se trate de un proceso en curso, que tiene en su partida a Marte (donde no hace otra cosa que construir un reloj gigantesco, como el hijo de relojero que ha sido) una fase crucial. En cualquier caso, podríamos pensar que si nos interesa el cuidado y mantenimiento de cierta verosimilitud, lo cual no tiene por qué ser así, una percepción del tiempo y el espacio como la del Doctor Manhattan debería impulsar esa partida hacia lo inhumano de una manera mucho más drástica, y, en última instancia, la pregunta de por qué Doctor Manhattan no abolió la pobreza y la carencia queda respondida a medias. No lo hizo porque no le interesa la humanidad. Y no le interesa la humanidad porque él mismo ya es inhumano. Excepto, claro, que no lo es del todo, al menos durante buena parte de la novela. Incluso, la apelación final a los “milagros termodinámicos”, con su hiperhumanista premisa de que todos somos irrepetibles y únicos (en base a una comprensión errónea de la probabilidad por parte de Moore) y por tanto debemos ser salvados, parece contradecir el desinterés original de Manhattan, excepto bajo la noción de que esa cosa irrepetible y rara que somos ha de ser preservada por curiosidad o por una suerte de respeto a todo lo que sea único e irrepetible. Una lectura apresurada sería el Doctor Manhattan recuperó su humanidad, pero la otra, que parece más compleja (desde su posthumanidad o inhumanidad se interesa por los seres humanos a un nivel que éstos en última instancia no pueden comprender, pero no por ello deja de estar presente), parece una solución narrativa algo apresurada, ya que presupone que un ser humano cualquiera puede hacerle entender al Doctor Manhattan algo que éste había sido incapaz de ver anteriormente y por sus propios medios, lo cual, dado lo que sabemos del personaje, es como mínimo problemático: nos devuelve a la percepción del tiempo del Doctor y al problema más amplio de su libre albedrío.

Pero quedémosnos con esta idea: el Doctor Manhattan habría sido capaz de inaugurar una era post-económica en la que la carencia ha sido abolida. Esto es así porque Manhattan puede sintetizar lo que sea y, por tanto, podría diseñar una máquina al mejor estilo Star Trek, con la que cualquier elemento (y después cualquier compuesto) pueda ser sintetizado a partir del hidrógeno por procesos de fusión nuclear. Anulada la carencia queda anulada la economía como la conocemos, y por tanto nociones de dinero, pobreza y capital (en su sentido más básico) desaparecen. Es una idea familiar: la encontramos por ahí como la utopía de la singularidad tecnológica, que puede ser planteada en términos aceleracionistas: quizá el capitalismo está arruinando el mundo, pero dar marcha atrás a su proceso sólo resolvería problemas aun no suscitados, de modo que acelerarlo, y ocasionar así que los mercados, en su afán expansionista desenfrenado y su impulso cibernético a la auto-optimización terminen por manufacturar inteligencia más allá de lo humano, podría desembocar en la creación de máquinas sí capaces de resolver los problemas ambientales. En otras palabras, las máquinas que diseñan máquinas aceleran el proceso intelogénico y, cuando menos lo esperamos, ahí está la IA todopoderosa, o sea Dios, que sabe como sanear tanto nuestra economía como la biósfera (porque, en rigor, no son cosas distintas).

Las objeciones no se hacen esperar: son fáciles de ver. Si bien no es este el lugar para debatirlas, vale la pena detenerse en la posibilidad de que lo que se objete es la pérdida de control humano y, por tanto, la idea de que esa “IA todopoderosa” eventualmente tenga objetivos no del todo compatibles con los “nuestros” o, mejor, con la mera presencia de los seres humanos en el planeta. Sin discutir esto, está claro de todas formas que dada una definición posible de esa IA, al menos en términos ficcionales compatibles con la noción de “Doctor Manhattan” en tanto entidad todopoderosa, la posibilidad de sanear los ecosistemas (y de paso de abolir la pobreza y la desigualdad) está presente, sea más o menos improbable en última instancia. Entonces, ¿por qué el Doctor Manhattan no inaugura una nueva historia, ya no guiada por la lucha de clases? La novela gráfica de Alan Moore responde que esto es así porque a Manhattan no le interesa.

La pregunta, en último caso, es pertinente porque resulta finalmente movilizada en Watchmen, la serie. Y es en esa discusión que aparece la idea más significativa propuesta en cualquiera de sus capítulos: que si alguien pretende convertirse en Dios (o un dios), se debe hacer lo posible para evitar que lo logre. Es interesante, por supuesto, que lo diga Adrian Veidt, quien se propuso ser lo más parecido a un dios que sus límites en tanto ser humano le permitieran; no menos interesante es que el hombre más inteligente del mundo termine imponiéndosele a la mujer más inteligente del mundo (su propia hija) para evitar que ésta adquiera los poderes en cuestión.

Ahí está el nudo político más complejo de la serie (el problema de la intervención, es decir: hay un nosotros que se debe imponer ante un yo que reclame para sí ciertos poderes, sin importar los objetivos declarados), y por tanto le debemos a Lady Trieu más atención. Se trata de una mujer que ha clonado a su madre para perpetuarla y, así (asumamos también que va a clonarse a sí misma llegado el momento) deshacer la noción de linaje en un loop cerrado madre-hija. Es decir: la hija engendra tecnológicamente a la madre y luego se perpetúa también a sí misma; después, llegado el momento, volverá a engendrar a la madre y así sucesivamente. Siempre hay una mujer del binomio viva, por lo que se ha alcanzado una forma de inmortalidad. No cuesta nada, además, imaginar una posible transferencia de recuerdos y, por tanto, de “identidad”: un sujeto pos-reproductivo, pos-biológico.

A la vez, la madre literalmente robó la simiente (y las resonancias mitológicas de esto nos llevan a Prometeo, que robó el fuego de los dioses para beneficio de la humanidad: eso que, en última instancia, el Doctor Manhattan no llegó jamás a hacer) para engendrar en ausencia del padre y del nombre del padre, extirpando a su hija del linaje patrilineal y por tanto de la lógica patriarcal. Incluso, llegado el momento, cuando la hija confronta al padre, éste le niega tanto la condición de hija (“no te llamaré hija mía”, dice Veidt) como el nombre: esa garantía de patrilinealidad que hace que las mujeres, en última instancia, carezcan de apellido, ya que el suyo no es sino el del padre (y el de la madre no es otra cosa que el del abuelo materno). Lady Trieu, entonces, crea su propio nombre, que no es el nombre paterno impuesto a su madre (llamada Bian My), para subrayar de alguna manera su substracción del orden patriarcal y la subsiguiente anulación de la reproducción (sancionada simbólicamente por el linaje patriarcal y su lógica familial) en favor de la replicación tecnológica. La lectura ciberfeminista es fácil de hacer: Lady Trieu y su madre forman un sujeto doble, poshumano, pospatriarcal. Como leyeron las ciberfeministas de fines de los noventa en la línea Luce Irigaray-Donna Haraway-Sadie Plant, la noción de la mujer como sujeto humano (de segunda, menor, débil, despojado, desposeído) es, después de todo, una creación nacida de la pretensión del patriarcado de autoperpetuarse. Más que propiciar que la mujer reclame el rol que le ha sido negado en la economía patriarcal, mejor hacer la revolución. Aquí no hablamos de proletariado sino de mujeres: herramientas, computadoras, sujetos no-humanos. ¿No había dicho William Burroughs que las mujeres no son humanas? La lectura fácil, y quizá apoyada en la data biográfica, vuelve a esta afirmación un gran ejemplo de misoginia (también Joyce había dicho que no temía a la mujer, sino que más bien dudaba de su existencia); convengamos, sin embargo, que hay otras lecturas posibles.

¿Qué pretende Lady Trieu, en última instancia? Podemos creerle o no (como podemos desconfiar de la IA todopoderosa), pero lo que enuncia como propósito es hacer aquello que no hizo el Doctor Manhattan, o sea acabar con la escasez, el hambre y la desigualdad. Veidt interviene el proceso por el que Lady Trieu se hará con los poderes del Doctor Manhattan, amparándose en la idea (en última instancia desprendida de un “nosotros” patriarcal) de que quien pretenda ser un dios debe ser detenido siempre. Hay una ironía, por supuesto (Veidt sabe que él no fue detenido en su momento, aunque también quiso ser Dios), pero el contexto se expande si pensamos que ahora la que debe ser detenida es una mujer.

Es significativo que Watchmen (la serie) propone un 2019 no tan diferente al “nuestro”, lo cual no parece del todo compatible con la idea de un Doctor Manhattan produciendo tecnología hasta 1984; pero esa tecnología está allí (Lady Trieu puede diseñar una cápsula espacial de rescate capaz de descender en Europa, destino que parece hacer un guiño a tanto 2010 como 2061, de Arthur Clarke), escondida por las manos de ciertas instituciones y ciertos millonarios. El futuro llegó, pero no fue bien distribuido, como dijo en algún momento William Gibson; el proceso mismo del capitalismo, con su pauta emergente de desigualdad, hace que la tecnología de punta no sea en última instancia un bien democratizado, excepto en su versión formateada para el consumo a través de obsolescencia programada y el diseño atractivo o cute. Sólo una megamillonaria podría aspirar a convertirse en Dios, entonces o, dicho de otro modo, para convertirse en Dios hay que ser primero un megamillonario. ¿Pero por qué debería ser detenida Lady Trieu? ¿En nombre de quién o qué? Es significativo que haya sido su padre el que lo hizo: Veidt, que sólo la invoca en tanto hija en el momento de extrema necesidad (“sálvame, hija”). Es el padre quien corta el loop de inmortalidad poshumana femenina (como Alejandro, modelo de Veidt, cortó el nudo gordiano) y da el golpe definitivo a la pretensión deigénica. El proceso en desenfreno (la tecnología que crea un dios) es finalmente frenado: una conspiración humana detiene el advenimiento de lo superhumano, con éxito aparente: la última vez que Veidt había intentado anular a Dios, hacia el final de la novela gráfica, fracasó, porque no reparó en que sustraer el campo intrínseco era inútil, en tanto ya había sucedido antes y al momento de producir a Manhattan; esta vez, en principio, el freno humano a la adquisición de poder operó plenamente: el intento de Lady Trieu de romper las barreras de la finitud humana fue cercenado no por un proceso intrínseco o una pauta inmanente sino por una acción exterior, política. “No se debe querer ser Dios”, sentencia Veidt, en nombre del Aparato de Seguridad Humana. Y a continuación, un palurdo sureño representa un nivel todavía más bajo de esa Seguridad al noquear al hombre más inteligente del mundo para decir a continuación, con ese acento permanentemente al borde de la caricatura, que “hablaba demasiado”. Como chiste acaso valga la pena, pero ya se ha dicho que los chistes ocultan ideología y que toda ideología que prefiere ocultarse debajo de un chiste suele ser una ideología reaccionaria.

Sin embargo, hacia el final de la serie (y de manera más privada) es una mujer la que “recibe” los poderes. Manhattan, que no ha engendrado en términos de reproducción biológica (en su avatar humano ha adoptado tres hijos), se replica a través del huevo imbuido de sus poderes. Angela, en última instancia, se apura a comer el huevo, sabiendo que si todo sale como ella cree, se convertirá en Dios. El deseo de ser más, por decirlo así, está ahí. Resta saber si ella hará lo que Lady Trieu prometió, o si la inhumanidad implícita a la “condición Manhattan” la apartará de ello, como podemos pensar que sucedió con quien fue Jon Osterman (quien, por cierto, nunca deseó, que sepamos, ser Dios).

En última instancia, la serie pone en acción al Aparato Humano de Seguridad, encarnado en Veidt, para prevenir lo que en otros contextos llamaríamos la Singularidad Tecnológica. Esa “seguridad” implica conservar el status quo y, por tanto, mantener en su lugar a la clase dominante, en lugar de movernos hacia esa post-economía que anulará la lucha de clases. Si bien su final abre nuevas posibilidades (“nada termina nunca”), lo representado durante Watchmen es el relato de una revolución sofocada, un poco en la misma línea que el final de Game of Thrones; pero allí donde esta última esbozó con cierta claridad tres salidas de esa pauta iterativa (la “rueda” a la que alude varias veces Danerys), en Watchmen no tenemos otra cosa que el (manido, predecible) recurso de un final abierto en la mejor tradición del trompo que gira o no gira de Inception.  Si me preguntan por la revolución, por poner palabras en la boca del creador de Watchmen, Damon Lindelof, les digo (lennonianamente) tanto que sí como que no. O, mejor, que después. Que todavía falta. Como la llegada de los Grandes Antiguos o el triunfo definitivo de Skynet, postergado película tras película. //∆z