Esta nota pretende rescatar la discusión que desató la tragedia de Time Warp sobre la función del Estado en relación al consumo de drogas, la reducción de daños y la soberanía de los individuos sobre su propio cuerpo. ¿Qué libertad nos queda tras ese manto de hipocresía que impone el concepto de “salud”?

Por Alan Ojeda

[Link a Time Warp: ¿Qué pasó?]

La información sobre lo sucedido en la Time Warp es cada vez más caótica: entraron más de veinte mil personas, cortaron el agua y/o rellenaron botellas con agua corriente, desapareció una bolsa de drogas incautada en manos de Prefectura, la organización fue defectuosa en varios ámbitos. Los medios no tardaron en compararlo con un nuevo Cromañón. Los empresarios Conci, Gontad y Stinfale están en la mira, pero ahora cubiertos por el mediático abogado Burlando.

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Por otro lado, está lo que respecta a las acciones legales que están llevando a cabo el juez Sebastián Casanello y el fiscal Federico Delgado, junto a la repercusión que ha tenido en los medios, con sus pros y sus contras. El viejo cáncer del doñarosismo -Eduardo Feinmann, Pablo Vilouta, Alfredo Leuco o su lamentable hijo, Luis Majul e infinidad de personajes mediáticos más a los que les pagan para hablar como oyente de radio enojada- insiste con ese discurso estereotipado y sin argumentos que poco ha aportado en estas últimas décadas: “La droga mata” / “Viejo, hay que hacer algo” / “Esto es un viva la pepa” (sic), “Hay que prohibir los boliches” / “Hay que poner más seguridad”, etcétera. Hay noticias, como señalaba Bill Hicks en los 90s, que nunca escucharemos en TV. Cuando los escucho, no puedo evitar que venga a mi mente ese joven Andy Chango que, acostado en el estudio de América durante un programa de chimentos, le pregunta a Mauro Viale: “¿Alguna vez leíste un libro? Porque este programa es espantoso. En serio te lo digo”. Por otro lado, algo en la sociedad ha cambiado. Hay un grupo de gente capaz de discutir del tema como nunca se ha hecho en el país, solo que los medios difícilmente habilitan esa discusión de forma seria. No obstante esto implica algo: la Argentina está apta para dar el necesario paso adelante hacia el debate sobre consumo de drogas y reducción de daños, con o sin el Estado.  De hecho, Rosario ya ha tomado una primera medida de avanzada (aunque no suficiente): pondrá puestos de reducción de daños en las fiestas, donde los asistentes podrán testear sus drogas antes de consumirlas.

No hay más vuelta que darle: lo que más odian estos personajes es la inteligencia, y hasta diría que es lo que más temen. Los medios -más responsables que nunca de este momento- están en éxtasis por las noticias que circulan y el lucro que el tema produce. No se han cansado de repetir lugares comunes e introducir en la sociedad (ya decadente, ya arruinada, ya cómoda en su ignorancia) una buena cantidad de mentiras e información tergiversada: llamaron “la droga superman” a una pastilla que resultó no ser otra cosa que 94% éxtasis, droga de toxicidad relativamente baja; convocaron jóvenes que apenas pueden hilar tres palabras a hablar sobre el tema en vivo y usarlos como justificación para denigrar una cultura musical; dieron lugar a la opinión sin fundamento de cualquiera que quisiera cartonear algunos minutos de fama satisfaciendo la moralina pública. Desde Mauro Viale hasta aquí cabe hacer la misma pregunta: “¿Alguna vez leyeron algún libro?”. Será necesario profundizar este tema para poder discutir la reducción de daños y el regulacionismo sin caer bajo la lupa de aquellos a los que cualquier visión les parece apologética.

La canciller Susana Malcorra, en la sesión especial sobre Drogas en la ONU, dijo que es posible que el tema de la despenalización comience a tener carácter público y nacional en breve. ¿Es suficiente? El estado mantiene su posición de ponerle curitas a un mundo enfermo sin plantear lo que se debe, lo inevitable, lo que la sociedad merece: legalización, regulación y educación. En un texto que publicó el escritor y crítico Daniel Link en su blog Linkillo se puede leer: “En varios países el consumo de marihuana es ya legal. Es un primer paso. Pero no se trata sólo de vender productos aprobados legalmente y con controles de calidad eficaces, sino de una educación para el placer: una dietética de los placeres. Así como no es recomendable que los muy jóvenes anden cogiendo descontroladamente, tampoco lo es que consuman cualquier cosa sin supervisión alguna. En cuanto a las fiestas, no hay que prohibirlas, hay que liberarlas: liberarlas de la miserabilidad del negocio febril, recuperarlas como un espacio de felicidad común, comunitaria, ritual. Algarabía. Que pase algo diferente de la muerte a la que la sociedad, deliberadamente, nos condena”.

El poeta y crítico mexicano Octavio Paz ya había señalado que toda cruzada contra las drogas tiene un tinte inquisitorial, como si lo que se estuviera persiguiendo fuera una herejía. Es sorprendente el esfuerzo que ha hecho la cultura occidental por establecer una “utopía de la sobriedad” a medias, cargada de hipocresía y lobotomías legales. La historia es ejemplo suficiente para saber que la humanidad ha convivido con las drogas o –una palabra todavía más horrible por su carga ideológica- estupefacientes, desde el comienzo de los tiempos: ayahuasca, amanita muscaria, hongos psilocibiles, los cócteles mágicos de los rituales eleusinos, salvia divinorum y marihuana. Incluso podemos encontrar registros antiquísimos en la cultura hindú, donde los dioses consumen ese elixir divino que llaman soma. Los químicos capaces de alterar la consciencia conviven con la humanidad hace miles de años e incluso la preexisten. Acá está el quid de la cuestión. ¿Por qué hemos abandonado todo eso? ¿Por qué la cuestión sobre su uso ha sido zanjada tan fácilmente? ¿De qué tenemos miedo? No son las drogas las que se han vuelto malas, sino nosotros, que desconociéndolas, ignorándolas, demonizándolas y prohibiéndolas (mientras permitimos en nuestra alimentación diaria una buena cuota de cáncer, diabetes y enfermedades coronarias) hemos dejado a una humanidad a la deriva, ajena al conocimiento de cómo experimentar con su cuerpo. Aún hoy estas plantas forman parte de los rituales tradicionales de varias tribus originarias que todavía pueblan el planeta. Cómo serán de útiles (bien usadas) para un mundo enfermo como el nuestro, que cada vez más especialistas encuentran en la ayahuasca una forma para rehabilitar presos y curar adicciones; en los hongos una cura para la depresión; y en las plantas visionarias en sí una cura a la ausencia de trascendencia que hoy padecemos y que nos somete a un régimen de narcisismo absoluto. Esto qué tiene que ver con el éxtasis, preguntarán. Mucho, pero necesito que esperen, la idea es más grande.

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Las drogas, en cada época, han ido de la mano con una necesidad, con una determinada visión de la vida: el desarreglo razonado de los sentidos de Rimbaud y la necesidad de acceder a lo real; el LSD y la “apertura de la consciencia” durante los años 60s y 70s; la cocaína y la ambición de éxitos en una sociedad de perdedores materialistas durante los 80s y parte de los 90s. El éxtasis, como fenómeno de consumo, es el lado B de la cocaína, su contracara. El éxtasis es un empatógeno, funciona como un antidepresivo muy potente. Frente al narcicismo y egocentrismo típico del cocainómano, el éxtasis moldeó una comunidad de individuos desplazados que se reunían (y se reúnen) a sentir, al menos una vez cada tanto, un amor desmedido, exento de miedo. ¿Qué tipo de sociedad estaremos viviendo que aquello que ingieren los jóvenes se llama “la droga del amor” o “la droga de los abrazos”? No creo que sea ajena a esto la elección social de una droga. No se elige de forma azarosa, no se la consume porque sí.  De hecho, cualquiera podría afirmar que la comunidad electrónica es de las menos violentas y más amistosas del mundo. Tal es la potencia del MDMA por la que, tanto antes de su prohibición como desde hace unos años, cuando comenzó a volver a utilizarse en investigaciones médicas para el tratamiento del estrés postraumático, se volvió fundamental.

Entonces, cuando discutimos legalización y regulación de todas estas drogas milenarias e incluso de las sintéticas que fueron creadas a principios y mediados de siglo, no estamos discutiendo sus posibles efectos nocivos. De hecho eso nunca es el verdadero punto de partida para el poder. Lo que está en juego es la educación del sujeto para la soberanía de sí, sobre su cuerpo. Ahí es donde aparece el fascismo que, velado por el discurso de la Salud (cada vez más lejana, cada vez más mentirosa) esa pasión que Nietzsche le endilgó al llamado “último hombre”, intenta decidir sobre el cuerpo del individuo. “De la piel para adentro, mando yo” reza un hermoso lema que pone límites al Estado y a cualquier tipo de intruso biopolítico que decida anular la libertad. Es por eso que los medios, la opinión pública y el Estado velan por encubrir esto. Las mal llamadas drogas no van a ser más nocivas de lo que ya son hoy bajo la ignorancia de quienes las usan y la mal intención de quienes las venden. El paco, la pasta base, la crystal meth, el crack, el cocodrilo y todas las “drogas para pobres” distan mucho de ser como las mencionadas más arriba (salvo la cocaína). Son venenosas consecuencias de haber prohibido y perseguido las primeras, de casi nula toxicidad, pero sumamente respetables por sus potentes efectos en la psiquis humana. El sistema, que hasta ahora nunca ha protegido a quien lo necesita, nunca velará por nosotros sin algún tipo de interés, sin algún tipo de usufructo. Si es así, entonces dudemos de su buena fe paternal al intentar cuidarnos. En alrededor de cincuenta años, lejos de protegernos, ha multiplicado el narcotráfico, los gastos en seguridad, las adicciones, las enfermedades de todo tipo (físicas y psicológicas), las guerras, la cantidad de drogas en circulación, las formas de dominación de la sociedad y la ignorancia.

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Esa misma ignorancia ha matado a estos cinco chicos en Costa Salguero y mantiene otros cinco internados graves; es la misma que seguirá matando en tanto el tema no se trate con la seriedad que corresponde. Hoy, más que nunca, son los jóvenes los que se merecen ese debate, esa educación tan necesaria, no solo para evitar la muerte, sino para conocer la vida. Chicos desde catorce años en adelante (edad de mis alumnos), se han mostrado hartos de la mentira de los adultos. ¿Cómo no va a ser cínica la juventud si fue criada con hipocresía? Hay que abandonar el miedo a hablar. Esta crisis que vivimos hoy en día, y que se expresa en el hecho de que una representante del Estado diga, ante la ONU, que estamos cercanos a debatir la despenalización, debe ser aprovechada. Quien se niegue (padre, madre, profesor, director, rector, periodista o político) deberá cargar en la conciencia con cada muerte nueva, que esta podría haber sido evitada, quizá, con la simple presencia de un libro o una buena charla. Ahora ¿puede nacer esa impronta del mismo Estado cómplice de las mafias que organizan los eventos y lucran con el consumo de miles y miles de jóvenes? Me imagino, por ejemplo, en un futuro (lejano o cercano) en el que las drogas sean legales… ¿Se imaginan ustedes quiénes serían los primeros accionistas de esas empresas? Creo que ahí está el problema. Esa es la doble moral que hoy en día pone a la vida a caminar sobre hielo fino. Hoy es nuestro deber, como sociedad, hacernos cargo de esta discusión y de su correcto tratamiento. No se debe permitir la liviandad, no hay que darle ni un centímetro de ventaja a ese periodismo mediocre e ignorante que, con gran libertad e impunidad, opina de lo que no sabe instaurando en la sociedad el miedo y el desconocimiento.

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Cabe preguntarse, en última instancia, por qué se consumen tantas drogas en esta época. Son, sin dudarlo, infinitamente más que las que consumió alguna vez la humanidad. En la antigüedad el estricto uso ritual limitaba perfectamente el consumo. Poco a poco, caminando hacia la modernidad, la secularización y la descontextualización de determinados consumos terminó por romper el equilibrio antes reinante, degenerando su uso en adicciones (existe antes en la historia la palabra borracho que la de adicto).

Como señaló Link en su ensayo, pidamos una educación para la vida, para el placer, y no para la muerte a la que tan acostumbrados estamos. La legalización del comercio y consumo de drogas poco tiene de apologético y mucho de solución directa: adiós narcotráfico, adiós drogas adulteradas, adiós criminalización, adiós ignorancia y, con suerte, adiós muertes evitables. La legalización implicará forzar a la sociedad a informarse y a saber, pero en ningún momento estimulará ni predicará el consumo (cosa que la sociedad actual hace con infinitos productos perjudiciales y, sin embargo, legales). Lo que ocurrirá será lo que Antonio Escohotado llama “normalización”. Legalizar las drogas parece, en perspectiva, como legalizar el sexo, algo absurdo. Es algo que está con la naturaleza del hombre e incluso antes de sus orígenes, solo que Oriente y Occidente han resuelto las cosas con visiones diametralmente opuestas, resultado de visiones metafísicas igual de opuestas. Esta, junto a las luchas por la identidad sexual, por el fin de fascismo (que no es otra cosa que una de las tantas expresiones del miedo y la ignorancia), por la igualdad y la equidad es, sin duda, una lucha por una vida más vivible, menos enferma y menos totalitaria. Todo individuo de la sociedad tiene el derecho de elegir sobre su cuerpo, sobre su consciencia y cómo experimentarla, y por eso hay que proporcionarle las herramientas necesarias para que, cuando lo haga, si es que decide hacerlo, ese momento no derive en una tragedia. Aún en la más totalitaria de las realidades, nadie podrá regular el deseo de todos los individuos que componen el mundo, porque el deseo parece ser, pese a todo, la única fuerza eterna que convive junto a la vida y a la muerte.//∆z