Michael Keaton y el notable director de fotografía Emmanuel Lubezki son el principal sostén de Birdman, el quinto largo del siempre pretencioso González Iñárritu.
Por Martín Escribano
En un cruce que mantiene con su hija, Riggan (Michael Keaton), estrella en declive que supo triunfar en Hollywood cuando filmó la trilogía Birdman y actual perdedor que intenta ser buen padre, enuncia: “Escuchame… estoy tratando de hacer algo importante”. Las palabras de Riggan esconden (y al hacerlo revelan) la posición de Iñárritu que, ya desde el título (¿por qué llamar a su película Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia y no simplemente Birdman?), anticipa el que será, más para mal que para bien, uno de los temas centrales de su quinto largo: el ego.
Riggan y Keaton, Birdman y Batman, el pájaro y el murciélago. Ambos sufren el dolor de ya no ser. Riggan ha trocado el cine por el teatro y busca algo de la gloria perdida en Broadway que, según Iñárritu, comparte todas las desdichas de Hollywood: los críticos son arpías, el público aplaude cualquier cosa, los periodistas escriben boludeces y los actores son, todos, miserables. Su obra se llama De qué hablamos cuando hablamos de amor, pero delante o detrás de cámara, arriba o abajo del escenario, al amor se lo fagocita el ego.
El ida y vuelta con el teatro es constante y una de las principales revelaciones de Riggan se da sobre las tablas. Inárritu busca desmarcarse de lo teatral a partir de un plano secuencia falso pero eficaz, prodigio del siempre admirable Emmanuel Lubezki, director de fotografía de joyas como Children of Men y Gravity, que durará toda la película. El abuso de este recurso, antiteatral por naturaleza, redunda en un agobio potenciado por otro que sí es característico del teatro: el diálogo. Las interpretaciones de Keaton, Emma Stone, Edward Norton, Naomi Watts y el resto de la compañía se apoyan demasiado en una palabra que termina matando al gesto. Al parecer los guionistas argentinos Nicolás Giacobone y Armando Bo, coautores junto con Iñárritu y Alexander Dinelaris, candidatos al Oscar luego de haber ganado el Globo de Oro, se han preocupado en exceso por que las cosas queden claras: nada se sugiere, todo se dice. Tal es así que pasada la mitad de la película, un borracho se cruza con Riggan gritando una conocida frase de Macbeth que indica que “la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada”. En su exasperada búsqueda por ser cool (¿a qué viene el beso lésbico entre Watts y Riseborough?, ¿y ese final a todas luces efectista?) Birdman termina pareciéndose demasiado a la vida según Macbeth.
Uno se pregunta por qué el opus cinco de Iñárritu no cuenta con la sensibilidad de The Wrestler (Aronofsky, 2008), otra película que marca el comeback de su protagonista; o con la agudeza de Maps to the Stars (Cronenberg, 2014), que se sumerge de cabeza en la psicosis que resulta de formar parte de la industria hollywoodense. En ambas circula el tema del cuerpo herido o fragmentado, como el de Riggan. Pero, si la psicosis siempre fragmenta, ¿por qué narrar la historia de un psicótico desde la continuidad de un plano secuencia interminable? ¿Originalidad? ¿Capricho? ¿O es que, otra vez, solo se trata de ser cool?
La diferencia entre las obras de Aronofsky y Cronenberg y Birdman es que en ellas sus directores han sabido dejar su marca con seguridad, profesando una preocupación sincera por sus criaturas, sin necesidad de esconderse tras un plano secuencia. Lejos de darle alas a su arte, Iñárritu la confina a un ego desbocado que, por temor al olvido, pretende expresarse a cualquier costo.//∆z
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