Sarlo y el futuro
Por Pablo Díaz Marenghi /// Fotos de Jorge Noro

Beatriz Sarlo fue una de las intelectuales más importante de Argentina. La recordamos con una carta abierta de uno de los nuestros.  

Por Pablo Díaz Marenghi
Fotos de Jorge Nor


No recuerdo con precisión mi primer contacto con la obra de Beatriz Sarlo. Pudo haber sido en alguno de los textos que escribía para Revista Viva, perdido entre el pilón de diarios y crucigramas que se acumulaba en la casa de mis abuelos. Quizás me la pude haber cruzado en alguna intervención televisiva. Lo que sí recuerdo, con fuerza, fue que para el año 2010, siendo un joven estudiante universitario advenedizo de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA, sus textos circulaban con cierto reparo. En aquella facultad, hiper politizada, en aquel año aún más, mencionar a Sarlo solía estar acompañado de un calificativo: gorila.

Sarlo escribía columnas de opinión en el diario La Nación, Clarín y en Perfil. Fue célebre su participación en el programa 678 que se convirtió en meme. “Conmigo no, Barone”. (tiempo después descubriría también su incursión en Los Siete Locos abandonando el estudio ante una interpelación furibunda de David Viñas y también me fascinaría). Algo de dicho gesto, de poner el freno casi como un compadrito, me llamó la atención. Me atrajo. Me invitó a curiosear más.

¿Qué había escrito Sarlo además de sus columnas de opinión? Muy pronto llegué a sus ensayos, su crítica literaria, la revista Punto de vista y un libro que en la carrera que estudié sería clave: Escenas de la vida posmoderna. Allí sus textos sobre los shoppings, la cultura del consumo y los videojuegos serían proféticos de un pulso de época que después no hizo más que profundizarse. En el seminario de Pablo Alabarces también la leímos. Tiempo después, escribiendo un artículo para su cumpleaños número 80, lo entrevisté a Pablo, quien había sido alumno de ella y la recordaba con mucho afecto: “Llevo treinta y ocho años bajo ese influjo, desde su primer curso de Literatura Argentina II en 1984. Fue también mi profesora de Posgrado, en un seminario sobre Culturas Populares en 1996 que me dio vuelta la cabeza y por el que terminé discutiendo con otros de mis grandes maestros, Aníbal Ford o Eduardo Romano. Me enseñó a leer a contrapelo, me reorganizó la biblioteca, me cambió el estilo de escritura; y lo peor es que ni siquiera supo que había hecho todo esto hasta hoy, en que lo escribo. En 1985, tuve la fortuna de hacer la corrección tipográfica –una changa de joven estudiante– de su Imperio de los sentimientos. Desde entonces, no le falté a un libro ni a un artículo; y supe que estaba en una buena senda cuando gané un concurso en su cátedra y también cuando publiqué un artículo en Punto de Vista”.

Alabarces y su Seminario, como tantos otros espacios en la carrera de la Comunicación de la UBA, son un ejemplo de las enseñanzas que nos legó Beatriz en las Ciencias Sociales. Ella no tenía ningún prurito (aunque tiempo después se arrepentiría, y con justa razón, de haber eliminado gran parte de las lenguas clásicas) en indagar en los intersticios entre teoría literaria y análisis cultural, entre Adorno y Raymond Williams, Roland Barthes y Walter Benjamin. En el cruce y la hibridación radicaba su potencia. Por supuesto que para hacerle justicia a su legado no deberíamos descansar allí. Habría que seguir pensando, discutiendo, escribiendo, tal como lo hizo ella hasta el último de sus días.

Pero el libro que sería un parteaguas en mi formación cultural, intelectual y ciudadana sería La ciudad vista. Publicado en 2009, me deslumbró como Sarlo, cual cronista, describe los márgenes de la ciudad para narrar como nadie. Lo urbano era un tema que en sí me fascinaba. Sarlo escribe: “No hay ciudad sin discurso sobre la ciudad”. Tiempo después, en 2019, después de varios intentos, tuve la suerte de entrevistarla y conocerla personalmente. Tuvo la generosidad de conversar conmigo en su estudio, en el microcentro. Hablamos una hora y media. Me mostró libros clave en su formación intelectual, primeras ediciones y traducciones de Herbert Marcuse, Walter Benjamin y Roland Barthes. Así como ella nos había formado a todos nosotros y su pensamiento había atravesado generaciones, nos compartía con la misma pasión las lecturas que la habían transformado en quien era. Con mucha timidez y admiración le pedí que me firmara ese mismo ejemplar, subrayado y ajetreado, de La ciudad vista. Escribió: “para Pablo, gracias por la extensa y perspicaz entrevista. Con amistad de Beatriz”. Ese adjetivo que me regaló vale más para mí que cualquier título universitario.

La seguí leyendo, releyendo y pensando. Leí sus últimos libros (sus maravillosas Clases de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y su última compilación de ensayos, Las dos torres). Tuve la suerte de entrevistarla en dos oportunidades más: por teléfono por una nota acerca de la pandemia, en plena cuarentena donde reinaba la incertidumbre y luego en un extenso Zoom donde hablamos acerca de la literatura de Leopoldo Marechal donde tuvo la gentileza de sumarse a participar en un especial que me encontraba escribiendo.

Cada cruce con ella fue un deslumbramiento, una clase magistral, alejado de cualquier prejuicio que pude haber tenido en el pasado que siempre fue más un virus que intentó inocularme cierto sentido común progre más que un ímpetu propio. Siempre me acerqué a ella con respeto y curiosidad. Mientras más la leía, más la admiraba. Cuando no coincidía con ella, como en alguna solicitada que firmó o alguna proclama política, no me enojaba sino, más bien, pensaba. Sarlo era una invitación al debate y al pensamiento constante. Hasta hace poco solía discutir con amigos progresistas que solían encolumnarla dentro de cierta ideología de derecha. En general porque solían juzgarla más por sus columnas de opinión que por sus libros. Les recomendaba, con amabilidad, leer sus libros diciéndoles que se sorprenderían. Me divertía haciéndolos enojar. Ella misma me había contado de su militancia juvenil en el peronismo. Muchas veces las cosas no son ni blancas ni negras sino que hay que examinar los dobleces, los pliegues. Eso también lo aprendí leyendo a Beatriz.

Converso con una amiga, de mi misma edad, treintis, historiadora e investigadora del Conicet, y me cuenta: “Recuerdo que tuve una profesora en el Secundario, egresada de Puán, explicaba las ideas de la posmodernidad y de la máquina cultural de Sarlo. De alguna manera fueron mi primera aproximación a todo ese mundo puanner. Qué loco la trascendencia intelectual que tienen algunas figuras”. Ante la terrible noticia, otro amigo me dice: “Inmediatamente pensé en vos”. Le respondo: “Para mí es un honor que me unan a Beatriz. Pero, indefectiblemente, nos enseñó a todos”.

En aquella primera entrevista, donde me encontraba conmovido observando sus libros, Sarlo me decía: “Ignoro lo qué es la nostalgia” mientras conversábamos acerca de La intimidad pública, uno de sus últimos trabajos. Tuvo computadora casi desde un primer momento. Le interesaban las redes sociales. Su mirada siempre estuvo puesta en el futuro, era una deriva hacia adelante y a toda velocidad. Ella era, tal como tituló uno de sus ensayos más emblemáticos, la verdadera máquina cultural. Sus intervenciones mediáticas recientes (las entrevistas con Tomás Rebord o con Pedro Rosemblat) son prueba de ello. Le interesaba también ocupar esos espacios. Por el mismo motivo, hasta hace poco siempre se la veía en cuanta manifestación hubiese. Esa es una de las principales enseñanzas que me dejó junto con las ideas que supo acercar de ciertos pensadores que en su momento fueron marginales y ahora son canon. Ella no sólo construyó un canon, se volvió ella misma uno propio. Un estilo y un modo de ser y leer.

En esa misma nota que mencionaba antes, escrita para su 80° cumpleaños, escribí: “Sarlo, quien no le teme a la palabra intelectual, quien le enseñó a leer a toda una generación, seguirá siendo, por mucho tiempo más, sinónimo de polémica, reflexión y debate más allá de diversas transformaciones y del tránsito por zonas incómodas”. Hoy Sarlo deja un vacío inmenso en la cultura argentina y, a la vez, millones de pistas de su genialidad desperdigadas en sus textos, entrevistas e hipótesis de lectura. Queda en nosotros la misión tenaz y sagrada de seguirlas.//∆z