Hablamos con una de las intelectuales más importantes de Argentina. Repasamos su carrera como ensayista y crítica, sus influencias, sus reflexiones sobre la política, sus opiniones sobre el feminismo y el lenguaje, sus lecturas y cómo está atravesando la cuarentena por el COVID-19. 

Por Pablo Díaz Marenghi
Fotos de Jorge Noro

Podría describirse a Beatriz Sarlo (1942) a partir del título de uno de sus ensayos: La máquina cultural. Su rutina consiste en trabajar de lunes a viernes de 10AM a 9 PM. “Los sábados y domingos no atiendo el teléfono ni aunque me llame la BBC” afirma, sonriente mientras conversa con ArteZeta en su estudio ubicado en el centro porteño. Puede estar releyendo un libro, escribiendo sobre política o cine (pronto publicará algo sobre Joker, revela). Formada en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, es una de las más destacadas ensayistas y críticas literarias de Iberoamérica. Ganadora de los Premio Pluma de Honor de la Academia Nacional de Periodismo de la Argentina y del Premio Internacional Pedro Henríquez Ureña 2015. Mientras conversa, mueve sus manos y responde con decisión y punto de vista (así se llamó la revista que dirigió durante treinta años junto a Carlos Altamirano). Se declara enemiga de la nostalgia a la vez que reflexiona sobre la cultura del aquí y ahora. Prueba de ello es su último ensayo, La intimidad pública (Seix Barrial, 2018), donde analizó los nuevos modos de comunicación en torno a las redes sociales, la inmediatez, las selfies, los escándalos mediáticos y los límites difusos entre lo público y lo privado. Otro tema de actualidad sobre el cual trabajó fue el lenguaje inclusivo: participó de un debate con el lingüista Santiago Kalinowski que se publicó como libro (La lengua en disputa, Godot, 2019). Sobre ello, expresa: “Es difícil que el voluntarismo lingüístico se imponga sobre los usos lingüísticos, muy ligados a los grupos en los cuales se expanden”.

Es una férrea analista política y escribe asiduas columnas que, confiesa, ya la abruman un poco. Se lleva bien con la tecnología (“Podría decir que no tuve ningún obstáculo con ningún cambio tecnológico”) aunque rechaza el teléfono celular y los mensajes de corta duración (“Una frase ingeniosa hacemos todos; la cuestión es si hacemos un párrafo con muchas subordinadas”). No extraña su labor docente, a la vez que explica conceptos y cita autores que la formaron (Walter Benjamin, Roland Barthes, Pierre Bourdieu) mientras busca sus títulos en su biblioteca. Algunos no los encuentra: “Mis bibliotecas se dividieron entre bastantes personas hace bastante tiempo”. La manera de reflexionar de Sarlo, cargada de erudición y memoria, impacta de forma tal que la indiferencia ante sus juicios críticos se vuelve imposible. Esta entrevista surge a partir de diversos encuentros: primero, de manera presencial (en la vieja normalidad) luego via telefónica e, incluso, via Zoom en donde Beatriz afirma que se está tomando todo esto con tranquilidad: “Pasé la dictadura militar en la Argentina. No hubo nunca nada peor que eso. Eso fue una cuarentena donde, además, si me agarraba el virus de la Dictadura me mataban seguro”.

AZ: En La intimidad pública, reflexionás acerca de las redes sociales, la farándula y observás un cruce entre ambos mundos: la posibilidad de que una persona anónima se sienta una celebrity a través de las redes sociales.

Beatriz Sarlo: Me interesa como fenómeno de extensión de la posibilidad de convertirse en famoso. Mientras que la posibilidad de convertirse en famoso en los años cuarenta era ser partícipe de una gran película u obra de teatro o ser un cantante exitoso, hoy hay una posibilidad de convertirse en famoso sostenida por la fama misma. Por eso me llama mucho la atención que fuera difícil descubrir qué hacían en aquel entonces aquellos que eran muy conocidos. Si uno piensa en las celebrities del pasado, que son de muchísima más larga duración, sus cualidades parecen ser evidentes según las normas que definían cualidades. No es difícil pensar que María Felix, Mirtha Legrand, Hugo del Carril o Libertad Lamarque fueran grandes estrellas. Cualquiera que fuera fan de Libertad Lamarque sabía que cantaba tangos, era muy entonada y tenía una voz de soprano de coloratura muy interesante.

AZ: Cuando analizás algunos escándalos mediáticos observa, por un lado, una marca de época y, a la vez, lo fugaz de su duración. Muchos famosos del momento son olvidados con rapidez.

BS: Seguro, porque sus peripecias son muy repetidas, muy conocidas (“nos miramos y nos enamoramos inmediatamente”) y, por tanto, tienen una duración argumental muy corta. Mientras que las peripecias sentimentales de algunas de las actrices del pasado tenían una duración muy larga. Era necesario saber si Hugo del Carril alguna vez volvía a encontrarse con una estrella que había conocido en México. Era necesario esperar esa peripecia. Esas peripecias son, no quisiera decir insustanciales, pero con poco contenido argumental y, además, muy cortas; todo se resuelve de manera muy breve. Por tanto, tienen que ir variando, porque sino sería más aburrido de lo que es.

AZ: Uniendo el tema de la exposición mediática y las imágenes con algunas teorías como la “Sociedad del espectáculo” de Guy Debord, analizás bastante la selfie en su libro. ¿Cómo la caracterizás?

BS: La selfie es parte de los avances tecnológicos que permite el celular y sus lentes. Son sencillamente extraordinarios. ¡Incluso comparados con los que tenía cuando usaba una Nikon y creía que con esos lentes iba a la luna! Por otra parte, los teléfonos celulares producen otro fenómeno, también muy presente en mi libro, que es que todo pasa a un registro de abundantes fotografías. El cambio de tener que ir a comprar el rollo, revelar las fotos, hacer las cuentas para ver cuantas hacías sobre papel. Esas deliberaciones hacían que el rollo fuera tratado como un producto caro. La foto se pensaba mucho. Aún para aficionados. Por otra parte, muchas de las máquinas no tenían fotómetro incorporado. Había que medir la luz sin haber estudiado fotografía o sin entender la relación entre foco y diafragma. Una fotografía no era una instantánea en el sentido que hoy hablamos de lo que la tecnología permite llamar instantánea: hacer trácate (sic) y sacar la foto. Ese desarrollo tecnológico produce la posibilidad de una abundancia infinita de fotos.

AZ: Mientras analizaba la fotografía, se me vino a la mente el nombre de Walter Benjamin, a partir de su célebre texto donde analiza la fotografía, quien fuera un referente para vos. ¿Cómo te marcó su obra?

BS: Lo primero que me impactó en Benjamin, antes de que conociera bien la Escuela de Frankfurt, fue su capacidad de ver lo que significa la reproductibilidad técnica en una cultura. De alguna manera, me permitía pensar algo que siempre me había fascinado que era el impacto de la tecnología en el arte. Algo que me había fascinado desde Roberto Arlt, otro enamorado de los cambios tecnológicos e, incluso, un fracasado inventor. Podía pensar el impacto de la tecnología en escritores como Arlt o (Horacio) Quiroga. Fue la primera perspectiva filosóficamente reflexiva que leí.

AZ: Sobre tu escritorio se encuentra apoyado un libro de Roland Barthes (El grado cero de la escritura), otra gran influencia.

BS: Son las tres “B”: Borges, Barthes y Benjamin. Barthes llega a mi vida antes que Benjamin. Porque Benjamin fue traducido en España, en traducciones pésimas, fue un esfuerzo de los españoles pero no sé qué leíamos en ese momento. Mientras que Barthes fue muy bien tratado editorialmente en la Argentina y, por otra parte, escribió en francés, o sea que yo no tenía problema en leerlo. Fue traducido por uno de los mejores críticos literarios que tuvo la Argentina: Nicolás Rosa, quien fue, también, un amigo. Aunque el primer libro de Barthes que leo es anterior a las traducciones, Mythologies, y hay allí un mito final, “El mito hoy”, que es de esos textos que uno dice de joven “yo quisiera, alguna vez, escribir algo así”. Comienza por la descripción de una foto. De un negro de la zona del Magreb, de la zona francesa del norte de África, saludando a la bandera francesa. Comienza por ahí y luego extrae una serie de reflexiones, significantes y significados de la imagen. Ese texto me impacta metodológicamente. Y es muy temprano porque lo leo (N.de.R: se pone de pie, revisa en los estantes de su biblioteca y busca el ejemplar, primera edición). 1967. Esa es la primera edición que yo puedo ir y comprar, en un momento en el que había en Buenos Aires una gran librería francesa llamada Galatea. Y no te cortaban la cabeza. Uno podía, siendo estudiante, comprarlo. Mi primer impacto teórico fue Barthes, no Benjamin. Benjamin tuvo que esperar hasta avanzados los setenta. O yo tuve que esperar.

AZ: Esa idea de que cuando uno analiza una obra siempre debe tener en cuenta su contexto se relaciona con otro autor que citas como referente: Pierre Bourdieu.

BS: Con Bourdieu tengo una anécdota ridícula y extraordinaria. En 1973, Argentina hirviendo, Pancho Aricó, de Ediciones Siglo XXI, me dice: “Tengo un libro para que me traduzcas. Es de Bourdieu”. Entonces yo lo miro, miro el tamaño del libro (El oficio del sociólogo) y le digo –¡A Pancho Aricó! No sé como no me dio una cachetada–: “Mirá Pancho, están pasando demasiadas cosas para que yo me siente a traducirte este libro así que sacame de la lista”. Qué bruta, ¿no?

AZ: La política atraviesa su vida y obra. Empezó militando, muy joven, en un espacio maoista.

BS: Antes del espacio maoista estuve en un espacio peronista. Mi experiencia militante en el peronismo fue de completa omnipotencia. No tenía trabajo y me había conseguido dar cursos pero viviendo en un hotelito en Trelew (Chubut), en los setenta. Fundé un grupo, una JP (Juventud Peronista) de Trelew. Algunos hicieron su camino y terminaron muertos. Al último lo vi hace dos años. O sea que la huella que quedó fue de larga duración. Cuando volví a Buenos Aires fui a verlo a (Rodolfo) Puiggrós y le dije: “Fundé la JP de Chubut”. Esa frase, aunque parezca absurda, se podía decir con seriedad. Pero ese era el momento en que cualquier cosa que se llamara JP viraba hacia la guerrilla y si hay algo con lo que yo no tuve nunca un punto de acuerdo ideológico fue con la guerrilla. Me parecía un gesto de pequeña burguesía aristocrática. Y nunca me sentí eso. Quizás por hiper populismo. No digo que haya sido por razones morales. Ahí pasé al marxismo-leninismo-pensamiento Mao Tse Tung (se decía todo junto) porque ahí la guerra era popular y prolongada pero no guerrilla.

AZ: ¿Fue cambiando su mirada sobre el peronismo?

BS: Como dice un amigo mío, la mayoría de los intelectuales de este país se han pasado la vida tratando de entender al peronismo. No soy una excepción. Desde mi primer contacto con el peronismo en adelante. Quizás haber estado, aunque sea fugazmente, en el peronismo me impidió todo rasgo antiperonista furibundo o gorila. Pero me impidió toda ilusión en el populismo al mismo tiempo. El peronismo no es un territorio desconocido para mí del cual tengo que enamorarme para enamorarme del pueblo. Para mi es un territorio conocido con una enorme cantidad de falencias y algunas cualidades. Ya no me tienta en absoluto. El kirchnerismo no me tentó nunca.

AZ: ¿Cómo analiza el regreso del peronismo unido?

BS: Es una asociación política muy difícil. Escribió (Jean Paul) Sartre en El ser y la nada: “Se puede curar una neurosis pero no se puede cambiar un temperamento”. Estamos viendo que el temperamento de Cristina (Fernández de Kirchner) se puede manejar pero sigue tal como lo dejamos en la última coyuntura. Creo que no depende de ella, depende de (Alberto) Fernández. Es decir, Fernández depende en un alto grado de si prevalece el temperamento de Cristina. Pero para que prevalezca el temperamento de Cristina también él tiene responsabilidad. Un gran golpe sobre la mesa quizás pueda evitar esa coyuntura donde prevalece el temperamento autoritario, centralista, narcisista de Cristina. Pero no lo sé. Creo que Fernández es un hombre muy inteligente pero quizás, como sucede con las personas inteligentes, demasiado confiado en su inteligencia.

AZ: La crítica literaria ¿le aportó herramientas para analizar y entender la política?

BS: Todo. El tipo de análisis que puede hacer Roland Barthes o el tipo de lectura en profundidad que hace un Clifford Geertz (que no hacía crítica literaria pero influyó mucho) es mi forma de pensar la política. No es que ignore las relaciones políticas, más bien las conozco bastante. Pero mi forma de pensar la política está en una relación muy cercana con el texto, ya sea de palabras o acciones. No he dejado de pensar como crítica literaria. Aunque, a veces, me saquen del campo de la crítica porque hay que escribir de política todo el tiempo. Ahí no tengo dudas. Me puedo equivocar en mi gusto crítico pero me siento absolutamente en mi terreno.

AZ: ¿Cuáles fueron las lecturas argentinas recientes que te impactaron?

BS: Quemar el cielo, de Mariana Dimópulos (Adriana Hidalgo). Otra que me pareció notable: Era tan oscuro el monte, de Natalia Rodríguez Simón (Mardulce). De una violencia que, a veces, no encuentro en la literatura de las mujeres. Y la última novela de Iosi Havilio, Vuelta y Vuelta (Literatura Random House), un escritor que sigo desde sus comienzos.

AZ: ¿Encontrás rasgos comunes en la literatura argentina contemporánea?

BS: No podría decirlo. Para responder esa pregunta tenés que tener una perspectiva de veinte años. Porque sino corrés el riesgo de hacer generalizaciones que, verdaderamente, no sirvan. Tengo cierta idea de que hay una literatura de mujeres que está demasiado encerrada en su mundo pero a lo mejor no es cierto. Porque Mariana Enríquez no tiene ese encierro. ¿Sobre cuál sería el último periodo que puedo decir: así es la literatura? Los 80/90 hasta Martín Kohan, Alan (Pauls). Lo que hay que hacer es leer esos libros y escribir sobre ellos. Después ver cómo uno organiza ese sistema. Porque uno está demasiado cerca para organizar el sistema. Si vos estás en el medio de la montaña no podés ver el perfil de la montaña.

AZ: ¿Cómo fue tu relación con la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires?

BS: Me gradué en 1966, año del Golpe de Estado. Del 66 al 83 no tuve nada que ver con la facultad. No volví en el 73 porque era marxista-leninista-pensamiento Mao Tse Tung y ahí estaba el peronismo. Fueron diecisiete años fuera de la facultad. En el 2003, me di cuenta que había pasado veinte años en la facultad. Entonces, dije: ¿Veinte años? Nunca estuve veinte años en ninguna parte. Ni siquiera en mi propio cuerpo. En ese momento decidí que me iba. Porque, como muchos de mi edad, somos de temporalidades cortas. Hubo demasiadas dictaduras militares para pensar que nuestra temporalidad es larga. Entonces, cuando descubro que estaba entrando en el año veinte dije: me tengo que ir ya o alguien me va a asesinar en un baño. No extrañé la facultad un solo día.

AZ: ¿Tenés alguna crítica hacia la carrera de Letras?

BS: Creo que cometimos un error grande en el 83, donde todo parecía posible, cuando volvimos Enrique Pezzoni y yo. Estábamos en el departamento de Letras y había que hacer el nuevo plan de estudios. Como representante de los alumnos estaba Carlos Gamerro. Y volamos gran parte de las lenguas clásicas. Creo que fue un error y que cuando lleguemos, a la puertas de lo que sea que nos espere, nos van a decir: “Ustedes, al infierno directo”. Eso fue un error muy grande. Por supuesto estoy segura que Gamerro hoy lo comparte. Porque Gamerro hoy, para leer el Ulises, no baja del sánscrito. Fue un error muy grande y nos empezamos a dar cuenta por lo mejor preparados que estaban para estudiar literatura argentina quienes llegaban tomando literatura argentina como opcional desde las lenguas clásicas. Porque podían leer (Héctor) Tizón y no preguntarse qué hacía Ulises viéndola a la madre en el canto once o donde fuere. Podían trabajar con más material literario, metafórico y figuras que las que habían cursado un griego y un latín que no te sirven para nada. Fue un error populista, como era inevitable tener en ese momento. Hoy es imposible restituirlas. Imaginate vos la revolución social que produciría restituir tres latines y tres griegos a la carrera de Letras. Los disturbios en Chile serían nada al lado de lo que sucedería en Puán.

AZ: ¿Cómo es su relación con la tecnología?

BS: Contemporánea a los progresos. Soy de la generación que escribía en máquinas Olivetti de seis kilos de peso. En Estados Unidos, en los ochenta, compré una computadora portátil japonesa que fue vista con veneración. Nunca me gustó hablar por teléfono, por eso lo evito. No tengo Facebook ni Twitter. No me interesan mucho los mensajes de corta duración. Una frase ingeniosa hacemos todos; la cuestión es si hacemos un párrafo con muchas subordinadas.

AZ: ¿Nunca pensó en escribir ficción?

BS: No. Nunca. Lo mío empezó siendo un ideal universitario. Investigar. En mi tesis de licenciatura aprendí a trabajar en archivo. Es interesantísimo. Aprendí la palabra ensayista mucho más tarde. Creo que a la palabra ensayista hay que ganarla. No me hubiese parecido mal ser traductora. Pero no escritora. Me daban a leer Shakespeare y Jean Austen en el colegio a los diez años, ¡no se te puede ocurrir ser escritor después!

AZ: Sí usar recursos literarios para escribir…

BS: No perder nunca la literatura. En una serie de crónicas breves que publiqué durante cinco años en la revista Viva toqué a un público que creí que no iba a tocar nunca. Volvería a escribir eso en vez de estas porquerías sobre política (N.de.R: señala sus papeles sobre el escritorio).

AZ: No por nada la revista que dirigió durante tanto tiempo se llamó Punto de vista.

BS: Se llamó así por una frase que dijimos con Carlos (Altamirano) casi al unísono: frente a la Dictadura, vamos a reivindicar nuestro derecho al punto de vista.

AZ: ¿Qué análisis hace del crecimiento del feminismo en la Argentina?

BS: Estuve cuando las chicas del pañuelo verde se pasaron toda la noche en el Congreso. Era un movimiento social poderosísimo, con muy baja organización política (lo cual le va a marcar dificultades en el futuro). El 90% no estaba pidiendo para ellas sino para otros. Te dabas cuenta que si alguna necesitaba abortar lo iba a conseguir. Estaban pidiendo para quienes podrían morir en un aborto con perejil. La idea de pedir para otros me pareció extraordinaria. Digo otros porque para mí, el masculino es universal. Sino tendría que decir: piden para otras.

AZ: Teniendo en cuenta esa aclaración ¿Qué opina sobre el lenguaje inclusivo?

BS: Es difícil que el voluntarismo se imponga sobre el uso lingüístico. La escuela primaria argentina en lo años veinte le pedía a las maestras que usaran el tú en el aula. Y lo usaban. Cuando salían al recreo les decían a los chicos “vos no corrás, vos portate bien”. Fue un fracaso. Los usos lingüísticos están ligados a los grupos en los cuales se expanden. No tengo dudas de que en los colegios de élite porteños se usa les chiques. ¿Qué pasa en las periferias? Son procesos de larga duración.

AZ: ¿Se le ocurre algún ejemplo?

BS: Durante el siglo XIX, la palabra “gaucho” significó vago y mal entretenido. Así figuraba en los documentos que controlaban su circulación por el territorio nacional. De repente, esa palabra empezó a resemantizarse positivamente. En mi hipótesis, cuando la inmigración empezó a ser un factor lingüístico, cultural, demográfico y sociológico importante comenzó a significar “buena persona”, alguien que “hace gauchadas” –en español rioplatense quiere decir favores–.

AZ: ¿Qué estuviste escribiendo actualmente?

BS: Tengo que explicar algunos de mis recorridos. Uno es el cine y otro la música. Desde que salió la Revista de Cine (dirigida por su pareja, Rafael Filippelli) escribí un artículo por número. En el próximo número sale uno sobre el Joker. La tuve que ver tres veces.

AZ: ¿Te gustó?

BS: No, pero es muy significativa de cómo serán las películas. Escribí mucho sobre cine. Encontré algunas zonas de mis escritos donde falta reflexión. Estoy acostumbrada a pensar mis relaciones. Si no las pienso, las voy a estar haciendo como un zombie.

AZ: ¿Creés que el periodismo actual está en crisis? Algunas personas sostienen que hoy, en los medios gráficos, se escribe peor que antes.

BS: O sea son expertos en haber leído periodismo de la década del cuarenta. No los veo en la biblioteca leyendo esos diarios. El pensar que todo tiempo pasado fue mejor es una forma del pensamiento que no sólo le agarra a los viejos. ¿Es peor Página 12 que Noticias? No sé. Habría que verlo. Nunca tengo la sensación de vivir procesos de decadencia. No es que sea una optimista histórica. Cuando dicen antes: ¿En qué están pensando? ¿En las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt? ¿En los textos de (Raúl) González Tuñón? Si miras el diario Crítica vas a ver que los textos de González Tuñón estaban acompañados de cada porquería que no leerías. Ignoro lo que es la nostalgia. A lo mejor el periodismo de hoy no es todo lo bueno que debería ser. A lo mejor habría que tener más periodismo de investigación. Yo diría que tendría que haber menos artículos de opinión, comenzando por los míos.

AZ: Lo que sí se puede ver, que un poco lo desarrollás en La intimidad pública es cómo fueron cambiando los modos de leer y escribir

BS:  Y el periodismo responde. ¿Por qué no decir que es la respuesta que hace para el público cuya cultura está armada en la televisión? Una nota de fútbol era más difícil de leer hace cuarenta años. Hemos visto los resultados de las pruebas PISA y no sólo los chicos de los colegios más empobrecidos no pueden leer un texto largo. Me cuentan que en los exámenes de la facultad de Filosofía y Letras no hay subordinadas, que son una forma de organización del pensamiento. El periodismo sigue esas transformaciones porque sigue a sus lectores.

AZ: Has escrito mucho sobre Jorge Luis Borges. De hecho, le dedicaste un libro emblemático (Borges, un escritor en las orillas). ¿Llegaste a conocerlo?

BS: No. Mientras fui joven nunca conocí ni quise conocer a nadie. Nunca lo conocí a Borges. Era profesor en la facultad. No fui a su curso. Cursé con Jaime Rest. Lo veía día por medio caminando por la calle Florida y tampoco me arrimé a él. Está esa famosa anécdota que contaba Alberto Szpunberg, un poeta. Cuenta que una vez lo pararon por la calle y le dijeron: “Borges, Borges, yo soy poeta” y Borges respondió: “Yo también, mire que casualidad” (risas). Antes de recibir una respuesta de esa naturaleza, mejor no arrimarse. Era un hombre de una enorme gentileza por todo lo que me dicen. Nunca conocí a los grandes. Mientras la facultad estuvo en la calle Viamonte yo paraba en el bar Florida a donde íbamos una tercera o cuarta línea más algún gran profesor como Rest. Nunca quise conocer a los grandes.

AZ: ¿Cómo estás atravesando este extenso período de confinamiento debido a la Pandemia del Covid-19? ¿Te imaginabas esto a comienzos de la cuarentena?

BS: Me imaginaba esto y, creo, que va a venir igual por meses. Lo que si llegué a una conclusión: yo pasé la dictadura militar en la Argentina. No hubo nunca nada peor que eso. Eso fue una cuarentena donde, además, si me agarraba el virus de la Dictadura me mataban seguro. Entonces, me preguntaban algunos por qué tengo esta templanza, esta tranquilidad; no puedo ir al club donde iba habitualmente pero me voy al balcón y hago más o menos lo mismo. Esto es lo que a mi me dejó la Dictadura. No hubo nada peor para mí. Me dejó varias cosas. Independizó para siempre que yo fumara y escribiera porque tenía que escribir en bibliotecas, como comentaba antes. La marca de la Dictadura es muy fuerte. Y cuando yo decía: ¿Por qué me lo tomo así? Pensaba: “Bueno, debe ser aburrido no poder salir”. Yo soy muy callejera. Ahora estoy a tres cuadras de Avenida Corrientes en este momento y me iría corriendo. Pero si me encontrara con los libreros y con los bares a los que voy habitualmente. Pero haber pasado la Dictadura ya a uno lo acostumbra mucho.//∆z