Quince años después de su inicio, la banda que fue faro de buena parte de la escena post Cromañón y que encaró otra forma de plantarse frente al rock, tuvo su primera gran convocatoria, en el lugar que la vio nacer. Cobertura de una noche especial para El Mató y la música independiente. 

Por Pablo Díaz Marenghi y Matías Roveta
Fotos de Oquio Estudio

Las calles platenses estaban oscuras. Reflejaban el tempo cansino de una ciudad con pulso de pueblo. Los focos débiles y algunos pocos comercios abiertos adornaban el paisaje de un sábado húmedo. Nada parecía fuera de lo normal hasta el momento de acercarse a la Avenida 13 y la 58, las inmediaciones del microestadio del Club Atenas de La Plata. Un operativo policial organizaba a los cientos de fanáticos que llegaban para vivir un momento crucial para la escena independiente del rock argentino: El mató a un policía motorizado, el mascarón de proa de un torrente de bandas que emergieron luego de la tragedia de Cromañón, daba su primer show en un estadio. Su camino fue atravesando diferentes hitos que los consolidaron como referentes: participación en festivales internacionales (Vive Latino en México DF, Primavera Fauna en Barcelona, South by Southwest y Viva Pomona en EE.UU), conciertos agotados en Niceto y Vorterix, un lugar mucho más central en la prensa especializada y un crecimiento en cuanto a lo sonoro, que quedó demostrado en su último disco, La Síntesis O´Konor (2017).

¿Por qué el primer estadio siempre es importante para una banda de rock? En primer lugar, por lo más obvio: significa un crecimiento en cuanto a la convocatoria y, por ende, una mayor repercusión del mensaje que los músicos intentan proponer. Pero en el caso de El Mató hay algo más. El hecho de haber sido autogestionados a lo largo de sus quince años de historia, con su personalísimo sello Laptra, le aporta un valor agregado al hecho de haber consolidado una propuesta estética y artística. El Mató representa, además, y como síntoma de época, una manera de cómo llevar adelante una carrera en la música. Ya no es imprescindible la firma con un sello discográfico para grabar un disco o producir un show. La autogestión crece a pasos agigantados y la banda es hija de esa manera de encarnar el arte. Por eso es que también, al saber que no contaron con grandes recursos económicos y que construyeron todo casi desde cero, su crecimiento se vuelve más valedero. Entre grabar su primer disco (El mató a un policía motorizado, de 2004), en Sun King Records de La Plata, y registrar el último en los míticos estudios Sonic Ranch del desierto de Texas, hay en el medio un camino apasionante de tenacidad, frescura y autenticidad que se cristalizó en la noche del sábado 7 de abril.

El Mató logró captar la fibra de una generación a partir de su irrupción, a mediados de la década del 2000. Se nutrieron de ritmos musicales alternativos no tan explorados en el rock argentino de aquel entonces, como Guided by Voices, Pavement o Sonic Youth, y le sumaron su propia impronta: la facultad de Bellas Artes de la Plata, las bandas punks que escuchaban en la adolescencia (con Embajada Boliviana al frente) y una estética innovadora y kitsch, que se materializa en los flyers y el arte de tapa de los discos, a cargo de Santiago Barrionuevo (voz y bajo). También forman parte de un proceso que tuvo sus puntos más altos de ebullición en los ochenta y principios de los noventa. Las exploraciones de Daniel Melero, el post punk corrosivo de Peligrosos Gorriones, el arrabal de Don Cornelio y la Zona/Los Visitantes, la locura de Los Brujos, el noise de Suárez, el power pop de Menos Que Cero, los primeros tres discos de Babasónicos y el empuje de Dynamo (1992) de Soda Stereo construyeron la plataforma de despegue para las bandas que vendrían luego, con El Mató a la cabeza.

Al igual que otra banda platense como Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, El Mató supo construir en sus letras sus propios grafittis, que proliferan en redes sociales: “Más o menos bien”, “En la fiesta que te prometí”, “Nuevos discos, nuevas drogas”, “Todo lo que ves será nuestro, nena” o la más reciente: “Quiero enfrentarme a todos y no me importa”. Con simpleza, sin metáforas grandilocuentes y evidenciando un ADN punk, la banda le dio voz y poesía a una juventud que encontró el soundtrack de su “depresión sin épica”. Un rock más introspectivo y tímido, alejado de las declaraciones rimbombantes a la prensa, y amante del cine clase B. Parte de ese público fue el que se entregó, el sábado, a capturar sus frases preferidas en sus historias de Instagram mientras disfrutaban del recital. Santiago Motorizado reflexionaba sobre esto en una entrevista con ArteZeta: “Toda esta nueva generación escapa un poco a la épica clásica del rock. De chico odiaba un montón de cosas del rock en general, no me sentía identificado para nada. Era medio un outsider. Y ahora no, más allá de que nos seguimos sintiendo un poco outsiders de la gran masa. Creció un montón todo lo que tiene que ver con la cultura alternativa, algo que cuando empezamos casi no existía: no había ni la cantidad de sellos ni de medios, tampoco los ciclos o festivales independientes que hay ahora. Eso está buenísimo”.

La fiesta que te prometí

“Amigos, formemos una banda de rock and roll, guitarras guardadas en el placard / Ahora somos nuevos creadores de rock and roll, tranquilos todo va a estar más o menos bien”, cantó al promediar la noche Santiago Motorizado sobre ese mid tempo sentido y con riff de sintetizador que se llama “Más o menos bien”. Fue uno de los momentos más emotivos del recital: la frase sirvió como testimonio de esos sueños lejanos que se volvieron presente y llevan la carga melancólica del pasado. Justo ahí, en La Plata y en el primer show en un estadio (el Microestadio Atenas, repleto y con entradas agotadas) que dieron en su carrera. Hay un largo camino desde la formación del grupo hace más de una década en ese mismo lugar. Desde las grabaciones caseras en algún rincón de la ciudad de las diagonales hasta convertirse en la banda insignia de la escena emergente post Cromañón y un grupo con peso definitivo en la historia del rock argentino.

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La otra declaración importante llegó también de boca del cantante de El Mató, pero no en forma de melodía sino en uno de los pocos (fiel a su costumbre de perfil bajo) momentos en los que le habló al público. “Vamos a estar siempre del lado de cualquier piba que esté sufriendo, de cualquier persona que la esté pasando mal. Es el lugar que elegimos. Gracias por el amor y por estar en estos quince años. Estamos muy contentos de estar acá”, dijo. La frase tiene relación con la polémica que envolvió a la banda en la previa de este show y que se centra en la denuncia anónima que recibió el baterista Guillermo Ruiz Díaz (alias “Doctora Muerte”). El grupo ya se había pronunciado en defensa del músico en un comunicado oficial, pero las palabras sobre el escenario tuvieron su peso. En el contexto de un clima que estaba preparado para la fiesta, Santiago Motorizado eligió bajar un par de cambios con una postura centrada y respetuosa.

El show funcionó como un poderoso muestrario de los distintos caminos que El Mató ha recorrido a lo largo de estos años. En su repaso por todos los discos de la banda, “Sábado” sonó con su habitual potencia y el recuerdo de esos años primales en los que el punk era una influencia clara; en la misma sintonía siguió “Terrorismo en la copa del mundo” como fiel reflejo de una época marcada por el revival guitarrero (2004) y la posible referencia a los Strokes. “Navidad de los Santos” tuvo esa gran intro de guitarras que remite a Sonic Youth y su característica dinámica loud/quiet deudora de los Pixies: en esa línea es posible situar además toda una saga de himnos como “Mi próximo movimiento” o “Chica rutera”, canciones emblemáticas con ese clásico nerviosismo de guitarras distorsionadas a cada lado del canal y apuntaladas por el minimalismo machacante del bajo, que le deben tanto al krautrock de Neu! como a toda la escena del rock alternativo de Estados Unidos de fines de los ´80 y principios de los ’90.

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“Día de los muertos” fue un punto alto a partir de su melodía alla Lou Reed y su explosión en el estribillo a pura distorsión, y canciones como “La celebración del fuego” o “El fuego que hemos construido” (tracks que comparten dos cosas: la obsesión por el fuego en la obra de la banda y el hecho de estar entre lo mejor de todo su catálogo) desnudaron un poco de oscuridad. La primera, con su rasgueo encendido en la guitarra eléctrica, y la segunda, con su veta progresiva y el in crescendo que va sumando guitarras hasta desencadenar en un solo memorable de El Niño Elefante, que mueve su instrumento como una antena sónica y es el arma secreta de la banda, un domador de ruidos y del feedback de su amplificador.

Pero los platenses han ido evolucionando en cada disco y esa apertura al riesgo posicionó el año pasado a La Síntesis O’Konor como el mejor álbum nacional de 2017. Como parte de alejarse de las zonas de confort, la banda se permitió versionar viejos clásicos (“Amigo piedra” sonó con otro tempo, guitarras más abrasivas y una batería con mayor pesadez que la habitual) y dar rienda suelta a un presente musical lleno de matices y nuevos sonidos. “El tesoro” (la frase “la depresión sin épica”, que define a toda una generación que buscó evitar la épica clásica del rock) con sus arpegios cristalinos de guitarra junto a alguna veta pop; la batería electrónica y las bases programadas de “Madre”; el sintetizador como base en lugar del bajo junto con los fraseos etéreos del guitarrista Pantro Puto en “Fuego” o las guitarras frágiles que enmarcan la vulnerabilidad emocional de la letra en “La noche eterna” fueron buenos ejemplos. Pero el momento definitivo de esta actualidad musical de El Mató llegó con “Destrucción”: sobre el extenso solo con slide de El Niño Elefante se fueron sumando los distintos colores (las percusiones sutiles y el vapor de los sintetizadores) para construir un rock bailable con tintes de electrónica con tracción a sangre.

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“Ahora imagino cosas” sonó cerca de otros bises poderosos (“Yoni B” o “Chica de oro”, justo antes del final con las mencionadas “Mi próximo movimiento” y “Chica rutera”) y trazó un puente entre el pasado y el presente. Es el viejo El Mató (un riff de El Niño Elefante con cosas de Albert Hammond Jr., un bajo penetrante y una batería continuada) con cosas del nuevo, palpables en una letra combativa que habla de enfrentarse a todos y de dar pelea (tal vez una linda metáfora de cómo afrontar un cambio artístico sin miedo a las consecuencias). Y lo mismo puede decirse de otra manera: la noche de la consagración con el mayor número de convocatoria para la banda tenía que ser en La Plata, la ciudad donde empezó todo. //∆z

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