En una Pompeya en ruinas, el autor se aleja (un poco) de la novela negra para construir un relato que utiliza la ciencia ficción como excusa para narrar la soledad más asfixiante.

 Por Pablo Díaz Marenghi

¿Qué pasa con el género post apocalíptico en el Siglo XXI? Películas como Soy Leyenda, remakes de clásicos de George Romero, el boom de series como The Walking Dead, los white walkers de Game of Thrones. Parecería ser que este tipo de relatos está gozando de un buen presente y uno podría elucubrar teorías al respecto. El director de cine Alex de la Iglesia arriesga una hipótesis en un artículo de la revista Vanitatis: “Todos nos sentimos un poco zombie, porque la vida es tan estresante que la mejor forma de pasar del mundo es ir babeando y con un cuerpo corrupto, producto de la ingesta brutal de productos que tomamos todos los días (…) También está el fenómeno de ver el mundo como un zombie. Todos tenemos la sensación de que estamos rodeados de zombies, que nadie nos entiende”. Algo de eso hay. Una persona que vive en la ciudad, alienada, que mira más la pantalla de su celular que hacia adelante cuando camina, que babea al compás de Netflix o Spotify, se asemeja bastante a esto. Es un paralelismo interesante para comprender el pulso de la época.

En 2016 Pablo Plotkin publicó Un futuro radiante, gran primera novela en donde construía una Buenos Aires infestada de contaminación y refugiados símil Mad Max. El mes pasado se publicó Los que duermen en el polvo, nueva novela de Horacio Convertini en donde el autor, emparentado con la novela negra y el policial, cuenta una historia de zombies a su manera. El escenario no podía ser otro que su Pompeya natal. El protagonista, además de ser un testimonio del horror y la supervivencia, da cuenta de su propia tragedia: la pérdida de las mujeres que más amó, sus inseguridades y sus miedos.

La estructura de la novela es similar a la planteada por Plotkin, en otro guiño (voluntario o no) hacia esta obra. El relato intercala un capítulo en el tiempo presente, en donde ya se ha desatado una peste que convirtió a la población argentina en zombies y dejó al país en ruinas, y otro en el pasado, en donde Jorge, el protagonista, repasa lo vivido con Érica, su gran amor. Intentará comprender por qué la perdió, qué fue lo que tanto le gustaba de ella. Hasta que punto no está mejor ahora, preso de la soledad más honda, que antes, trabajando como periodista y sintiéndose inferior a su esposa universitaria. En la novela se narran dos derrumbes. Uno general, de Buenos Aires, de un país que ya no existe. El otro, uno personal, íntimo, el de un hombre que lo pierde todo.

El tercero en discordia es el Lele Figueroa, amigo de la juventud de ambos, convertido en interventor de Buenos Aires y encargado de defenderla y reconstruirla. Es un líder obstinado, con el cuerpo destruido por el cigarrillo y el whisky berreta. El será el encargado de linkear esta novela a la novela negra, exponiendo las miserias del entramado social imperante. Por medio de él aparece la rosca política, complots, su relación con el Jefe de Gabinete, responsable de supervisarlo. La mirada de los otros, los discursos públicos, el cómo manejar una población diezmada y refugiada que se convierte en un caballo desbocado en el medio de un apocalipsis. Se dan enormes grescas por minucias. La desesperación es enorme. Mientras tanto, un muro -a la GOT- los separa de los infectados. Pompeya se ha convertido en la nueva capital del nuevo mundo. Un nuevo mundo que, a lo largo de las 170 páginas de la novela, se viene abajo.

Hay un volver permanente a Pompeya en Convertini. En New Pompey (2015), era el escenario de la vuelta de un joven homosexual expulsado de su hogar, luego de una muerte en la familia. En este caso, es el epicentro de la catástrofe. Hay, todo el tiempo, un aura desoladora pero, al mismo tiempo, paródica o humorística. Algo que remite a Osvaldo Soriano, admirado por el autor, en, por ejemplo, No habrá más penas ni olvidos. Por momentos parece que el destino de la patria está en juego y, en otros, todo parece una broma asesina. Es un relato que profundiza en la épica de lo tragicómico. También hay un aire al cuento “La gelatina”, de Mario Levrero, en donde el uruguayo pinta un mundo destrozado en donde se tiene sexo en las cloacas, se come lo que se puede y las calles están desiertas, uno no sabe bien por qué pero imagina que ocurrió un desastre a la Chernóbil o algún tipo de plaga. Hay, por momentos, un aura a policial nórdico (preeminencia de los grises, humo y misterios sin resolver). Algunas escenas son clásicas del género zombie bien Romero. Cuerpos despedazados. Sangre. Mutilaciones.

Aparecen, como siempre, cuestiones propias de Convertini. Como el periodismo (el autor es Director de la Revista Viva y posee una larga trayectoria en gráfica) oficio que desempeña Jorge. Él mismo tiene una interesante discusión sobre ética y que uno relaciona, de manera inevitable, a algún cuestionamiento que pudo haber tenido Convertini o algún colega. Aparece la discusión, implícita, acerca de sí el periodismo es un oficio, si debe o no estudiarse de manera académica, si vale más la formación y el estudio o la experiencia forjada al calor de una redacción.

En pocas páginas, el autor abre el abanico hacia diferentes lecturas. Funciona, por ejemplo, para analizar el valor simbólico de la patria. Qué rol juega este concepto, en tiempos críticos donde cualquier certeza estalla en mil pedazos. También las relaciones familiares son tema de discusión, algo similar a lo que plantea (en un sentido padre-hijo) Stephen King en su novela de zombies Cell. Y, finalmente, lo perturbador de tener a la muerte en primer plano, de frente a uno, venciendo a la imposibilidad más absoluta: todos vamos a terminar en una tumba. Allí radica, en verdad, la potencia y la atracción del zombie y, por ende, de esta novela.//∆z

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