En su último libro publicado en Argentina, meses después de su muerte, el crítico inglés escarba en sus peleas personales para pensar en el pasado, el futuro y su peso anímico. 

Por Alan Ojeda

“¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará, pues nada hay nuevo debajo del sol”. Este versículo del libro del Eclesiastes parece ser particularmente oportuno para comenzar a hablar de Los fantasmas de mi vida (2018), el último libro de Mark Fisher publicado por Caja Negra. Nada nuevo bajo el sol. ¿No hemos sentido esa sensación, en los últimos diez años al menos, reiteradas veces? Miramos hacia el pasado y vemos la historia. Apenas podemos imaginar lo que es sentir la adrenalina de lo nuevo. Tampoco podemos imaginar lo que pudo haber sido que una banda influyera en un proyecto de vida, cambiando de manera drástica la moda, el pensamiento, la sexualidad y las costumbres de una sociedad. Para decirlo de otra manera: miramos con tristeza los tiempos en los que el arte era capaz de formular un futuro.  Como señaló Fisher en su libro anterior, Realismo capitalista (Caja Negra, 2016), parece no haber otra alternativa que este presente fatal que nos envuelve, y es más fácil imaginarse el fin del mundo que la caída del capitalismo. Esta premisa es un camino de ida hacia el más absoluto cinismo. Sin embargo, nada más lejos de la necesidad de Fisher de plantear una salida. Para atormentarnos por lo no hecho o para alentarnos a construir lo que todavía hay por hacer, están los fantasmas.

El capitalismo parece funcionar como una sesión de hipnosis. Nos programa para pensar que ya no hay nada más. Nuestro imaginario parece estar en ruinas. Construimos con escombros del pasado un presente con muros cada vez más altos. El pasado no nos deja ver el futuro, pero porque nos han obligado a desaprender nuestra capacidad de leerlo. Es decir, el pasado vuelve como una mercancía que nos brinda la comodidad de la variación mínima. Escuchamos música y no encontramos ningún destello de ruptura, de novedad. Las bandas producen con efecto vintage, agregan ruido digital a sus sesiones pulidas y graban sus voces como si fueran Billie Holiday, entonces el pasado viene a nuestros oídos no como un canto de sirenas que nos obliga a seguir su rastro sino como un arrullo que nos calma. Pero no hablamos solo del pasado lejano, de aquel que podríamos mirar con nostalgia, sino también el más cercano. Incluso la fiebre de la rave ha sido transmutada en productos comerciales que parecen suplir la necesidad del ritmo, pero olvidando que detrás de esos sonidos hubo (y hay) un proyecto: “[…]las apropiaciones de Black Eyed Peas no funcionan tanto como revivals de la música rave, sino como negaciones de que el género hubiera existido en primer lugar.  Si el rave todavía no ha ocurrido, entonces no hay necesidad de llorarlo. Podemos actuar como si estuviéramos experimentando todo esto por primera vez, como si el futuro todavía estuviera por delante de nosotros. La tristeza deja de ser algo que sentimos; al contrario, consiste en nuestro mismo predicamento temporal. Somos Jack en el Salón Dorado del Hotel Overlook, estamos bailando canciones fantasmales mientras tratamos de convencernos nosotros mismos que la música de antaño es realmente la música de hoy.” Hay fantasmas que, como a Jack, parecen querer convencernos de que estamos viviendo realmente la ilusión, mientras otros nos llaman con un gesto con el dedo y nos piden que indaguemos en aquello que han querido ser, su proyecto para transformar al mundo, sus deseos y promesas. Hay cosas por hacer.

El presente en el que vivimos es resultado de múltiples formas de coacción, algunas más sutiles que otras. Desde la absoluta medicalización de cualquier condición que se salga de la norma (aunque la norma parece ser la proliferación de esos padecimientos) hasta la hipnosis de la gran máquina de deseos que es la industria cultural. Sin embargo, para Fisher la industria cultural no es el mismo demonio que concibieron Theodor Adorno y Max Horkheimer en Dialéctica del iluminismo (1944). Las cosas no son tan lineales. La cultura que Fisher denomina “modernismo popular” y que está relacionada, en gran parte, con una democratización del acceso a las nuevas tecnologías, no fue solamente una nueva etapa de la dominación del capitalismo y la sociedad industrial (como declaró el “Unabomber” en su publicación). El “modernismo popular” fue, también, la explosión de nuevos proyectos de la imaginación y de organización de lo social. ¿Qué nos susurran Joy Division, Tricky, las raves de los ‘90, Cronenberg y Kubrick? La respuesta está en la exploración hauntológica. Fisher, como crítico, se transforma en un médium que indaga en las voces del pasado, obviando los fracasos (el ya no) para enfocarse en las promesas incumplidas (el aún no). “Donde está el peligro, crece también lo que salva”, dijo el poeta alemán  Friedrich Hölderlin. En este camino hacia el pasado fantasmal, es posible invertir el problema de la dominación anímica y la clausura del futuro. En esta idea Mark Fisher parece coincidir con otro de los críticos contemporáneos, Boris Groys. En dos de sus libros aparece la figura, aunque de manera lateral, del fantasma. En La Posdata comunista (2015) señala que, gracias a que el proyecto de la URSS terminó, es posible volver a pensarlo, mientras en Obra de arte total Stalin (2008) hace hincapié en el cuerpo expuesto de Lenin como estrategia para decretar la muerte total de Lenin y todo lo que representa. En ambos casos algo queda claro: ninguna ausencia es total, y toda ausencia es necesaria para volver productivo el pensamiento. La forma en la que el sistema nos impide producir el duelo, aprender a convivir con el pasado y adueñárnoslo, al exhibirlo continuamente como mercancía en cada aspecto de nuestras vidas, es difícil de combatir, pero no imposible.

Cuando Fisher hace carne la idea de “Lo personal es político” y luego de eso deduce “Lo personal es impersonal”, nos obliga a dar un giro (casi hermético): como es adentro, es afuera. ¿Qué hay afuera que no esté ya adentro de nosotros? ¿No somo el laboratorio del sistema? ¿No somos nosotros la rata en el laberinto de la cultura industrial?  En nuestros cuerpos están grabado los sueños perdidos. En nuestros síntomas están grabadas las cicatrices de cada shock sufrido. En nuestras palabras están las suturas del poder que nos atraviesa. ¿Por qué no desandar esos pasos y caminar, sin temor, en la nostalgia? Los fantasmas vienen a señalarnos el lugar de esas cicatrices.

La muerte de Fisher fue un golpe duro para la cultura. Nadie era ajeno a sus peleas con la depresión. Los artículos del libro son, en parte, una respuesta a la necesidad de escapar de ese pozo. Él no lo logró, pero quizá su fantasma nos susurre al oído las palabras que necesitamos para continuar. //∆z

Los fantasmas de mi vida, de Mark Fisher (1968 – 2017)

Prólogo: Pablo Schanton

Caja Negra Editora, 2018

288 páginas.