En su nuevo libro, la consagrada cuentista y novelista hace un repaso por el trasfondo de los talleres literarios y por los mecanismos de escritura de sus contemporáneos y de sus influencias.
Por Enzo Maqueira
Van quedando pocos maestros y quizás Liliana Heker sea la última. Heredera de la tradición de los grandes cuentistas rioplatenses, su literatura funciona como el mecanismo de relojería que supieron construir Borges o Cortázar, y casi parece la síntesis entre los dos: tiene algo de la pureza narrativa de Georgie y también del extrañamiento ante lo cotidiano de Julio. Sin embargo es todavía un poco más matemática que Borges y mucho más realista que Cortázar. El resultado es un círculo tan perfecto como humano.
Hablamos de su escritura porque cada uno de sus cuentos es una lección de literatura. Brillante “Don Juan de la casa blanca”, que narra las peripecias de una mujer detrás de su marido alcohólico (y que incluye un final que rompe y reconstruye, en esa última línea, una práctica aceitada sobre el punto de vista); desgarrador “La fiesta ajena”, un clásico de la literatura argentina hecho con la carne de las diferencias de clase; y “La noche del cometa”, que nos lleva de la mano hacia el descubrimiento más doloroso. O “La muerte de Dios”, tan fresco y contundente.
Y por supuesto que “Los que vieron la zarza”, “Contestador”, la novela Zona de clivaje (1987), un largo etcétera que abarca prácticamente todo lo que salió de su máquina de escribir primero y de su computadora después. Ahí está la literatura de Liliana Heker, sus obras maestras, reunidas en un tomo que pueden ser sus Cuentos reunidos (Alfaguara, 2016) o dispersas en sus muchos, buenos, fascinantes libros. Recién entonces, después de haber leído su obra, será el momento ideal de encarar La trastienda de la escritura (Alfaguara, 2019) que acaba de publicar.
¿Por qué “recién entonces”? Porque el estilo de esta suerte de manual de escritura que tiene poco de manual y mucho de intercambio generoso de ideas, herramientas y disgresiones, no puede funcionar si no es a través de la literatura. Al igual que en sus talleres: no hay espacio para contar anécdotas personales, llorar inseguridades ni explicar qué quisimos decir. Ni hablar de tomar mate, comer bizcochitos o embarcarse en anécdotas personales. A los talleres de Heker, igual que a su libro, se llega a hacer lo que uno vino a hacer. El texto se escribe, se lee, se critica y se corrige. Y la última etapa es la más importante de todas. Corregir es escribir. El verdadero acto creativo, dice, es la corrección.
Heker representa así una tradición que dio los mejores frutos de nuestras letras, pero que desde los años 90 y hasta no hace mucho tiempo atrás fue opacada por una vertiente supuestamente experimental, menos comprometida (en sentido político pero también artístico), más parecida al delirio de un creativo publicitario que a la artesanía del lenguaje y la profundización del pensamiento. Una literatura hecha de presuntas genialidades que muchas veces orillan el ridículo (una “vanguardia retrógrada” anquilosada en ciertos claustros y en no pocos críticos) versus otra confeccionada con trabajo, compromiso y paciencia, más anclada en lo clásico, por eso mismo vigente más allá de las modas y las alucinaciones de algunos trasnochados. En el fondo mismo de La trastienda de la escritura se encuentran, entonces, las bases de una ética alrededor de la creación literaria y una toma de posición con respecto a modas pasajeras, tendencias, gestualidades postmodernas que parecen haber quedado tan viejas como las presunciones de Fukuyama sobre el fin de la historia. La historia nunca termina, parece decirnos Heker. Igual que la corrección.
Liliana Heker: “Lo que uno escribe tiene que ser mejor que el silencio”
Pero no sólo se trata de consejos o reflexiones sobre el punto de vista, los tipos de narrador, la búsqueda de la voz propia, la construcción de diálogos o el uso de las palabras. En sus páginas también hay espacio para conocer cómo escribió sus relatos más memorables y cómo fueron escritos los de algunos de sus maestros, referentes y contemporáneos; un análisis rápido pero contundente sobre piezas de Abelardo Castillo, Isidoro Blaisten, Hebe Uhart, Clarice Lispector o Flannery O’Connor; también un espacio para los nuevos narradores que ella misma formó, esos que hoy reciben los aplausos del mundo.
Los talleres literarios son fundamentales en la escena de la literatura argentina contemporánea. Constituyen una etapa de formación que, según postula en su libro, reemplaza lo que alguna vez fueron las tertulias en los cafés de una Buenos Aires que ya no existe. Allí, rodeada de grandes hombres de un tiempo hecho por y para los varones, sobresalía la figurita inquieta de una jovencísima Liliana Heker. Hoy, nuevo siglo después, la figura es pequeña en volumen pero enorme en significados. Heker es la memoria viva de una época gloriosa para nuestras letras y también es la representante en pie de los grandes talleres, semilleros de nuevos narradores, espacios dispuestos para imaginar, crear y trabajar hasta la satisfacción más plena. Un poderoso faro que nos ilumina con su arte y también con su conocimiento. Una generosa maestra de la palabra que merece su lugar en el panteón de los más grandes escritores de nuestra lengua. //∆z