Hablamos con el escritor puertorriqueño sobre su obra, textos mutantes que combinan relatos, imágenes, dibujos y fotografías, y cómo es su método de escritura.
Por Juan Carrique
“Escribir. ¿Me queda otra opción en este mundo en que tanto estará siempre lejos de mí? Pero aun así sigo vivo y soy incontenible y no importa que esté condenado a las esquinas, a las gavetas, a la inexistencia.” Así comienza Simone (Corregidor, 2011), la extraordinaria novela de Eduardo Lalo que en 2013 recibió el Premio Internacional Rómulo Gallegos y colocó al autor como una de las voces más relevantes y menos complacientes de la literatura de habla hispana. Poeta, narrador, ensayista, profesor universitario y artista plástico, la figura de Lalo es todavía un secreto a voces en nuestro país.
Aunque nació en La Habana en 1960, Lalo se reconoce puertorriqueño. Salvo sus años de estudio, donde residió en Nueva York y París, ha vivido desde la infancia en San Juan, la capital de la isla. Una ciudad que lo obsesiona, lo atrae y lo expulsa. Una ciudad a la que permanentemente hace objeto de su escritura y de su trabajo como artista visual, como en los maravillosos mediometrajes donde y La ciudad perdida. Una ciudad a la que, obra tras obra, busca rescatar de la inexistencia.
Con más de una decena de títulos publicados –entre los que se destacan Los países invisibles, Intemperie, La inutilidad e Historia de Yuké, todos editados por Corregidor– los libros de Eduardo Lalo son de difícil clasificación genérica. En ellos se combinan relatos, imágenes, dibujos y fotografías. El resultado son textos mutantes que desacomodan la lectura y fijan nuevos parámetros desde donde ser leídos. De esto habla en la entrevista que le concedió a ArteZeta, donde también da detalles de su peculiar método de composición, defiende al ensayo como “el género con más posibilidades creativas” y asume que no le molestaría perder “ciertas partes de su pasado”.
AZ: Hay un pasaje de Simone que dice: “Escribir fragmentos, escribir notas en una libreta al vuelo de los días, es lo que más se acerca a una escritura que no sabe que miente” ¿De qué manera te vinculás con ese tipo de escritura?
EL: Todo lo que es Simone, la novela completa, y fue algo muy buscado, es un cuaderno. El cuaderno en el que el escritor anota cosas, no necesariamente con la intención de escribir un texto, sino de registrar lo que ve, lo que le pasa, lo que piensa, lo que lee. Yo soy un escritor de cuadernos. Escribo todo a mano en primer momento. Y así ando, siempre con mi mochila porque allí llevo mis instrumentos: una libreta, una pluma y alguna cosa más, algún libro. Siempre me acompañan, tengo necesidad de ellos para escribir. Entonces, Simone, en esas primeras páginas sobre todo, es nada más que ese cuaderno del autor.
AZ: ¿Solés leer esa clase de libros?
EL: Siempre me ha gustado leer esos cuadernos de escritores. En el jurado que le dio el Rómulo Gallegos a esta novela estaba Ricardo Piglia y luego me enteré, por los otros jurados, que él fue como el “campeón de la novela”, el que insistió para que se le diera el premio. Me resultó enigmático. Había leído novelas suyas y me gustaban, pero más que las novelas me gustaban sus escritos ensayísticos. Este año, cuando comencé a leer los Diarios de Emilio Renzi, fue cuando me di cuenta perfectamente por qué le gustó Simone. Tiene que haberle resultado casi ominoso lo cercano que era a lo que él estaba haciendo en esos diarios. Y así me ha pasado con otros escritores que no son necesariamente de ficción, como Emile Ciorán. Los cuadernos de Ciorán son un laboratorio de escritura. O Bataille, Nietzsche…
AZ: En Simone también se menciona a Benjamin, que escribió Diario de Moscú, un libro que es el reverso del Benjamin que conocemos todos.
EL: Y hasta más interesante. Te soy franco, a veces me gusta y aprecio más como literatura, o como pensamiento filosófico, estos trabajos de más bajo perfil que no pretenden ser el gran ensayo. Ahí veo el pensamiento funcionando. Y como en el pasaje de Simone al que aludes tú ahora, me parece que están más cercanos a la vida. Es decir, si uno quiere buscar lo más cercano entre el arte, la literatura y la vida, tiene que ir al cuaderno.
AZ: Justamente, de ese pasaje a mí me llama la atención que dice “una literatura que no sabe que miente”. ¿Crees que toda literatura miente?
EL: Por supuesto. Bueno, el término es problemático. Uno puede estar absolutamente seguro de algo, de que está diciendo la verdad, como pasa la mayor parte de las veces, y luego descubre que estaba equivocado. Nos damos cuenta de que nuestra perspectiva en un momento dado era parcial. Ese es el caso de cada momento de la vida. Nunca se está en la certeza total. La experiencia sigue creciendo y vive en el cambio constante. Por otro lado, la escritura, en su origen, no era para hacer grandes obras literarias. No hacía falta. Había una literatura oral que proveía eso ya desde hacía milenios. La escritura era para establecer la verdad absoluta del Estado o de la religión, que vendrían a ser lo mismo. Era la ley. Y la ley dice: “esto es La Verdad”. La escritura siempre miente por eso. El texto no expresa la verdad, el texto expresa un estado de percepción. En el caso de la ley, un estado que puede ser altísimamente injusto.
AZ: Recién nombrabas a Nietzsche y, si bien nunca escribió una novela, uno de sus planteos tiene que ver con esto: la afirmación de verdades que se saben contingentes. ¿De dónde vienen esas lecturas?
EL: A mí me interesa el pensamiento. Yo pienso que la literatura es una forma de conocimiento. La literatura piensa, puede pensar. Esa es la literatura que a mí me interesa, tanto consumir como producir. Evidentemente, la mayor parte de lo que asumimos como “literario” no es así. Vamos a una librería y los libros que están como novedad repiten una fórmula trillada. Un autor puede hacer una novela tras otra sin cuestionar el género, sin cuestionar nada fundamental de lo que cuenta. No hay nada malo en eso, pero a mí me interesa algo más. Con la filosofía pura y dura tengo muy poco comercio y no me atrae particularmente. Pero sí el pensar en la página. La página es un escenario. La página es un espacio. Un texto es lo que puede aguantar una página. Yo también soy artista visual y en mis textos a veces hay imágenes fotográficas, dibujos, escritura a mano. Todos son elementos para escribir. A mí no me interesa hacer novela tras novela donde necesariamente se cuenten historias. Eso es genuino, no lo estoy censurando, pero a mí me gustaría más explorar los límites de lo textual. Y algunos de los filósofos que mencionamos en esos textos son exploradores de ese territorio. Georges Bataille, Ciorán, Nietzsche mismo: están explorando un territorio con el aire enrarecido, donde no se respira bien; un territorio peligroso, sobre todo, porque se está ante el fracaso en tanto que escritor. Es fácil hacer la nueva novela de Vargas Llosa. Ahí no hay ninguna exploración ni riesgo, por más que esté hecha con muchísimo arte o ninguno. En otras áreas sí hay riesgo.
AZ: A propósito de esto, el poeta peruano Mario Montalbetti dice que en el último siglo la novela se fascinó con la visualidad y que desde entonces su mayor pasión ha sido contar historias que sean lo más visuales posibles. El poema, en cambio, aparece como el mejor espacio para experimentar el lenguaje porque ahí es donde el lenguaje es ciego, donde no pretende ver nada sino explorar sus límites.
EL: Muy lúcido eso. Yo añadiría, aunque suene sorprendente a veces, que el género con más posibilidades creativas es el ensayo, si uno entiende ensayo en el sentido original de “ensayar”. El ensayo es una exploración en una página, en un texto. Para mí el ensayo no tiene nada que ver con un ensayo académico, histórico y esos subgéneros. El ensayo es pura experimentación textual. Como el poema. Es asumir el ensayo como una construcción con la misma libertad y las mismas posibilidades expresivas que la poesía.
AZ: En tu caso, ¿cómo se combina el lenguaje textual con las fotografías, los dibujos y los demás elementos visuales que incorporás a tus libros?
EL: Los libros visuales no se han publicado aquí todavía, excepto Necrópolis, que es poesía pero tiene también una serie de dibujos y una sección completa de poesía visual. Ahora Corregidor está haciendo una versión de donde, que es lo que yo considero el libro mío que más me interesa, y que a lo mejor saldrá para el año que viene. Allí, por ejemplo, hay un ensayo fotográfico. Pero el texto nunca comenta la imagen y la imagen nunca ilustra el texto. Son dos canales que se sobreponen, que conviven uno al lado del otro. Suman significado, no se subalternan. A mí no me interesa ilustrar, a mí me interesa introducir elementos visuales que signifiquen por cuenta propia. En ese sentido, el ensayo fotográfico podría funcionar perfectamente sin texto, podría ser la exposición, un libro fotográfico puro. De la misma manera que el texto podría funcionar sin las imágenes. Podría ser un libro tradicional, normal, de texto y más nada. A esos dos canales añado un tercer elemento que es el diseño del libro, que tiene sus particularidades y también están ahí para significar. La unión de esos tres elementos crea una suerte de nueva textualidad. En el sentido de que es una textualidad no puramente de imprenta. Lo que nosotros vemos y vivimos, en muchos sentidos, es una grabación: estamos escuchando un disco. No estamos viendo el texto como un concierto en vivo. El manuscrito es el concierto en vivo. Algunos de mis libros lo que están tratando de hacer es volver al manuscrito. Volver a un texto donde lo visual no es tan anodino como las letras de imprenta, que son una higienización del texto.
AZ: ¿Cómo es el trabajo para lograr eso?
EL: A la hora de diseñar, yo trabajo con un diseñador porque no soy diestro en la cuestión esta de la computadora. Yo diseño el libro y veo de qué tamaño va a ser, qué papel podemos usar, y diseñamos las páginas pero lo monta este diseñador. Ya hemos trabajado juntos y, evidentemente, él ya conoce mi estética y mi proceso y me sugiere cosas y, a veces, las usamos y tal. Para El deseo del lápiz, un libro mío que tiene un ensayo fotográfico de los graffitis de las celdas de la antigua penitenciaría de San Juan, usé como modelo una de esas libretas escolares marca Rivadavia que había comprado en un viaje anterior a Argentina. Esas de tapa dura y papel barato pero bueno. Le llevé la libretita y le dije: “Mira, vamos a hacer un libro de este tamaño”. Entonces lo fuimos construyendo a partir de ahí. En el libro hay también páginas manuscritas, literalmente de puño y letra. Es imposible reproducir el manuscrito, no tendría ningún sentido, pero la visualidad es más compleja, como lo que tú decías de la ceguera. No es una novela que mira y solamente reporta lo que ve, sino que esto es la visualidad de la lectura. De lo que se lee, no de lo que se ve. Además, usamos tipografías que no son las habituales y hay textos sucios, manchados.
AZ: Dijiste que donde es de tus libros el que más interesa, ¿por qué?
EL: Porque por primera vez ahí escribí con una libertad que no había tenido. Yo sé que ahí pasó algo. Desde entonces no le tengo miedo a nada en términos de escritura. No lo digo de manera pretenciosa, sino que es un hecho objetivo para mí. No hay tradición prestigiosa, no hay nombres rimbombantes. Ahí yo, dentro de lo posible, me desoccidentalicé. No es que antes estuviera aferrado a algo, pero no tenía esa libertad. Yo no tengo que hacer genuflexiones ante la Antigua Grecia, ante Europa o ante lo que sea. Asumo mi lugar en el mundo como un lugar que tiene igual pertinencia que la Atenas del Siglo IV antes de Cristo o el Paris de los años veinte. Yo no me he perdido ninguna fiesta. Soy tan partícipe de la vida y por lo tanto de la vida de la escritura como cualquiera. Puedo hacer cosas que estén bien, que estén regular, que sean totalmente banales, pero eso es otro asunto, porque las hago con libertad. Yo no estoy tratando de ser el no-se-quién de Puerto Rico, el Caribe o América Latina. Yo solamente hago. Escribo. Esa libertad la adquirí escribiendo donde y desde entonces estoy en el mundo con mayor lucidez y con mayor dolor. La lucidez es también una manera de sufrir y de saber que hay cosas que no se van a dar; cosas que por más que uno se empeñe en lograr no van a transformarse o nunca va a ver logradas. Cosas relativas al país de uno, a distintos aspectos de la vida, de los pueblos y de los individuos. Uno se libera de la ilusión lo más posible.
AZ: Cuando hablás de “desoccidentalizarte”, entiendo que no te referís sólo a Europa sino también a Latinoamérica y el Caribe. ¿Hay algo de eso o, por el contrario, te asumís dentro un territorio, un tiempo, que tiene que ver con el Puerto Rico de ahora, con la América Latina de ahora?
EL: Bueno, con todo eso, pero las opresiones son como las muñecas rusas que caben una dentro de otra. Hay una gran opresión pero dentro de esa hay otra más pequeña y así hasta opresiones microscópicas. Si yo aceptara el lugar que se me asigna en la historia de la literatura por la región que habito y el país al que pertenezco, fíjate tú, no estaría aquí hablando contigo en Buenos Aires. Hay que no aceptar eso, hay que enfrentarse a ello. Todos nosotros nacemos de la conquista. Somos cuerpos conquistados. Pienso en la situación del aborto en Argentina. ¿Por qué el aborto es ilegal en Argentina? Porque hubo una conquista y un legado de eso es que una mujer no puede tener decisión sobre su propio cuerpo. Porque es territorio conquistado por el Estado. El Estado es el conquistador. Entonces, no hubo liberación. Todos los señores que están con un sable al aire en las plazas son ficciones. Lo que hicieron fue sustituir al conquistador, no liberaron a las poblaciones que sufrieron con la conquista, fueran los indígenas, los africanos o los que fueran. Sencillamente los re-esclavizaron. Y así hasta el día de hoy.
AZ: En términos de conquista, ¿cómo se puede pensar la literatura en Latinoamérica, o en Latinoamérica y el Caribe? Porque también llama la atención esa idea de Latinoamérica por un lado y el Caribe por el otro.
EL: Ese es otro tema. Fíjate que América Latina y el Caribe se dice por una política de inclusión. Parece muy noble pero a la vez hay un listado, un medallero: hay una medalla de oro y una medalla de plata, y eso es totalmente falso. Ahí está la conquista. Todas esas determinaciones con las que llamamos al mundo son ficticias. América Latina y el Caribe se dice, por un lado, en el aspecto más positivo, porque cuando se hablaba de América Latina usualmente se ignoraba al Caribe insular. Y desde la perspectiva de América Latina eso incluía a tres países que hablan y escriben en el mismo idioma: Cuba, la República Dominicana y Puerto Rico. El resto del Caribe, que es muchísimo más, eso ni lo veo, ni me interesa, no existe. Pues bien, por eso se dice “América Latina y el Caribe”. Pero por otro lado, cuando se la ve como listado está la América Latina “de verdad”, que sería la del continente, y luego el puñado ese de islas en ese mar incierto que es la frontera con el imperio. Pero eso esconde otra cosa y es que hay una América Latina que se sueña, y enfatizo el verbo, blanca. Entonces hay un problema con el Caribe, donde hay una presencia africana y negra clarísima. Y ahí hay que bregar con el prejuicio de alguna manera. ¿Qué es América Latina? Pues América Latina es todo eso. Es un nombre, en primer lugar, inadecuado y que es, incluso, reciente. Si uno estaba en el Siglo XVI o XVII por aquí, esto era Las Indias. Luego fue la América española. Luego, a raíz de las guerras de independencia y de la presencia de España, que servía como modelo de lo occidental, empieza a elogiarse la latinidad para poder sacarse de encima el legado español. Pero un americano puede ser un hablante de francés de Haití, que en primer lugar fue quien comenzó todo esto. Y ni siquiera de francés, ¡de creol!, que es una lengua de América. La única lengua nacida en América desde la conquista para acá es el creol del Caribe, que hay como veinte.
AZ: Estaba tratando de pensar esto en términos de la literatura. Hace poco leí un texto del poeta argentino Leónidas Lamborghini donde dice que “la literatura de un país periférico no puede medirse con los mismos criterios de calidad que los productos europeos” y que, por lo tanto, “hay que refundar el ideal de belleza”.
EL: Eso es un texto conquistado. Yo estaría totalmente en desacuerdo. Eso es asumir el discurso de la conquista. Evidentemente esto no quiere decir que uno hace cualquier cosa y vale lo mismo que un gran poeta europeo, pero si uno escribe tiene que pretender escribir sin padres tutelares. Yo soy el primer admirador de la tradición occidental pero soy también su primer crítico. Tengo claro que esa tradición se construyó justamente para dominarnos. Y para dominar a cualquiera que se acerque a ella. Por lo tanto, si yo me ubico en el lugar del dominado, voy a ser dominado. Si me ubico en un lugar diferente, puedo leer exactamente los mismos textos pero no tienen el mismo efecto. Es muy problemático.
AZ: ¿Pero no pensás que hay que repensar este ideal de belleza asociado a la pureza y a la simetría que nos viene heredado?
EL: Claro, por supuesto. Y hay que repensar, incluso, el concepto de lengua. Yo lo digo en Intemperie, que se publicó también en Corregidor. Verdaderamente yo escribo en español. Escribo en esa lengua que llamamos español, pero yo no escribo nada que tenga que ver con lo que representa en los imaginarios la lengua de la península ibérica. En muchos sentidos escribo contra esa lengua. Sin querer decir por eso que voy a pervertirla, usarla mal, lo que fuera. Es que escribo ya otro español. Esa denominación de origen, ese prestigio de origen, es una deformación.
AZ: ¿Y contra qué más escribís?
EL: ¿No te parece que con eso basta? Tampoco quiero dar la impresión de que es una cuestión adversativa. Mis textos no son sobre eso. Al contrario, son textos bastante pacíficos. Pero es un posicionamiento ante el mundo y ante la página.//∆z