Conocedor de la ciencia ficción y el terror en la literatura de su país y en Latinoamérica, un crítico colombiano traza, a partir de una novela del uruguayo Ramiro Sanchiz, el recorrido de una tradición de los géneros que va desde H.P. Lovecraft hasta nuestros días.
Por Rodrigo Bastidas Pérez
Soy pastuso. Desde pequeño, el lugar en el que nací me fue nutriendo de una serie de íconos de identidad que me hacían ser de ese lugar: el gigante volcán al lado de la urbe, el equipo de la ciudad con su estrella solitaria, las palabras quechuas llevadas al colombiano, la resistencia indígena en contra de los independentistas, la imposibilidad de saber una fecha de fundación, la sensación de frontera mal delineada. Uno de esos íconos es haber sido el lugar en el que nació el poeta colombiano inclasificable, el extraño y el admirable: Aurelio Arturo. En uno de sus más famosos poemas, Arturo habla de su tierra como un lugar “donde el verde es de todos los colores”; y así, mi ciudad tomó ese verso como eslógan. Por ello, para mí el verde se fue convirtiendo en un color que sobrepasaba los límites de las gamas tonales y mudaba en sinónimo de historia, pasado e identidad. Por eso cuando llegó a mis manos el libro Verde de Ramiro Sanchiz me sorprendió comprender que también para otra persona un color se podía convertir en el centro narrativo de un relato, y en el espacio desde el cual es posible entenderse como sujeto.
Como todos los libros de Sanchiz, Verde es una novela que toma los elementos propios de los géneros llamados “de masa” (ciencia ficción, fantasía, policial, terror) y los distorsiona para convertirlos en versiones insólitas de sí mismos (como si se tratara del mundo bizarro de Superman). Pero Verde, en particular, es un libro que se puede adscribir a un tipo de escritura en especial: el New Weird. Para hacer un poco de historia comprimida, el Weird nace como una especie de “género descastado” de los lineamientos editoriales que surgieron con las revistas Pulp a inicios del siglo XX; eran las revistas que nadie sabía dónde ubicar porque eran “raritas”: una mezcla de géneros que nunca lograba establecerse en uno de los apartados creados para la venta.
Uno de los grandes autores que se salía siempre de todos esos lineamientos fue, indudablemente, Howard Philips Lovecraft. A la espalda de Lovecraft siguieron autores que encontraron en esa mixtura monstruosa la fuente para nutrir sus relatos; pero la empresa editorial y académica es feroz y los libros que siguieron el legado lovecraftiano fueron forzados a ser parte de un género establecido. Así, durante mucho tiempo el Weird invernó en la oscuridad hasta que autores como Kelly Link, Michael Chabon, China Miéville y Jeff VanderMeer (e incluso Haruki Murakami) le dieron un nuevo aire, creando lo que ahora se conoce como el New Weird. Este acotado resumen no da cuenta de todo lo que significa la aparición del New Weird (y quiero dejar de lado la gran discusión por si es un género concreto a lo Oscar Steimberg en su libro Semióticas… o si es una movida editorial), pero subraya una especie de “mezcla teratológica” que es el lugar al que quiero llegar.
Dado que esta novela de Sanchiz sigue de cierta manera un legado dejado por Lovecraft, y por lo tanto claramente alineado al lado del New Weird, sorprende que, en varias reseñas, Verde aparece como una novela de terror, pero descrita como un terror extraño, lejos del que le es propio a las películas blockbuster. Yo diría que esa rareza del terror de Sanchiz se evidencia porque el autor logra proponer un centro problemático para la posibilidad de la creación del New Weird en Latinoamérica. Pero vamos paso a paso.
Al igual que sucede con toda la literatura de masas, las estructuras del género no se pueden mantener intactas, sino que evolucionan, se desarrollan, cambian. Uno de los casos emblemáticos es el de la novela policial la cual pasó de una estable estructura detectivesca a convertirse en una novela del crimen y, en los últimos años, ha dado un giro (especialmente en el neo-policial latinoamericano) hacia el proceso de una búsqueda del sentido mismo de la verdad (tema que trabaja de manera específica Ezequiel de Rosso en Retóricas del crimen (2013)). Lo mismo ha ocurrido con el terror: un género que ha estado atado a una serie de elementos prototípicos que describen claramente su evolución. Así, vemos desde un terror de lo místico en el romanticismo a un terror sobrenatural en el gótico, o podríamos pensar en una refundación de lo terrorífico familiar en Stephen King y, últimamente, un paso al terror de lo cotidiano en libros de Mariana Enríquez o Samanta Schweblin, entre otros. A pesar de todas estas variaciones del terror, pareciera que no se ha planteado una renovación del terror de lo místico en momentos en que los armazones del sentido de lo metafísico se han venido abajo. Así, la pérdida de un ancla de sentido que ha develado el post-estructuralismo es quizá una de las pesadillas más importantes a las que nos hemos enfrentado en la actualidad, porque ha traído una serie de derrumbes en la configuración de la verdad y se ha visto representado en movimientos como las fake news y ha hecho revaluar el valor de la memoria histórica. Pero abismos insondables como este no parecieran ser un tema que han nutrido de manera fuerte el terror actual, que se ha visto atrapado entre las fuertes paredes del terror gore del cine y el terror cotidiano que causa la historia reciente del mundo contemporáneo.
Es ahí donde aparece el New Weird como un espacio en el cual lo ontológico toma un papel central. Ya desde los primeros libros de China Miéville, por ejemplo: La ciudad y la ciudad (2009), la forma en la cual se construía una verdad se problematizaba al mostrar cómo la realidad podía tener dos estratos que se superponían; de la misma manera, la idea de una posible resolución del crimen por medio de las acciones propias de la lógica del detective debía modificarse en lo ilógico para convertirse en versiones adaptadas de una investigación clásica. Una de las cosas que apuntaba Miéville con este libro era, precisamente la transformación en las formas como entendemos el lenguaje y la percepción. De la misma manera, en Aniquilación (2014), de Jeff VanderMeer, el gran problema que se presenta es la disolución del yo en un espacio en el cual incluso el lenguaje puede permear la materialidad botánica, y la historia se disuelve a medida que se entrevé un espacio en el que el tiempo solo funciona como máquina de mixtura de identidades. Este giro del New Weird hacia lo ontológico es una novedad para las estructuras del relato: ¿cómo contar esa disolución?, ¿de qué manera es posible relatar desde la ficción ese vacío abismal producido por un lenguaje hueco? El horror cósmico que inauguró Lovecraft ha perdido su sustrato metafísico y se ha convertido en un lugar en el que solo hay preguntas, porque el cosmos pasó de ser ese lugar infinito lleno de posibilidades de respuesta a un espacio de lo mensurable y medible, hasta llegar a ser una zona de vacío simbólico. Ahí donde antes se levantaban los dioses primigenios del pasado, ahora solo hay ruinas que describimos para reconstruir algo que, sabemos, hemos imaginado.
Es en este escenario donde Verde, la novela de Ramiro Sanchiz, aparece. Un lector de la amplísima bibliografía de Sanchiz sabrá que las novelas del uruguayo (en las que Federico Stahl aparece como guardián impertérrito del multiverso que ha creado) hay una serie de niveles de lectura en la que se entrecruzan diferentes formas de conocimiento. Pero en Verde lo que se subvierte es la idea del saber (del poder-saber) como una probabilidad.
Cuando el conocimiento aparece en la novela solo lo hace como una sobresaturación de información que devela tanto la imposibilidad de la construcción de sentido, como la idea que “la lengua [es] claramente una trampa, un instrumento de óptica averiado e imperfecto”. Así, tanto la estructura como el lenguaje tienden a la diseminación; primero: la saturación de la estructura. En Verde hay un aparente caos narrativo en el cual una serie de narraciones en abismo se complementan y se abren para mezclarse. En medio de ese aparente caos es posible ver un prolijo trabajo con el orden de las historias: una que narra la cronología lineal de Stahl (el narrador dice simbólicamente “queda inaugurado mi tiempo lineal”, cuando tiene su primer recuerdo), una que revisa las formas narrativas y las diversas percepciones de la realidad (literatura, videojuegos, sueños, alucinaciones, ensayos, recuerdos, estados alterados de conciencia), una que cuestiona las formas en que se consigna el recuerdo (notas, fotos, ficción, oralidad), una que revisa las herramientas sensoriales con las que nos relacionamos con el mundo (una cinestesia que recorre el olfato, la visión, el gusto, el oído), y una más que recorre los autores que han hablado sobre las dudas ontológicas creadas por la relación realidad/ficción (Lovecraft, Philip K. Dick, Burroughs, etc.). En medio de todas esas historias entrecruzadas se va creando una novela que, a pesar de carecer de esa linealidad que se ofrece al inicio como una promesa juguetona, fluye en una dinámica lógica hacia la destrucción de cualquier significado posible. Y está el lenguaje: un lenguaje que constantemente está buscando levantar la bandera del logos como opción de comprensión del mundo pero que falla en cada intento; un leguaje que se devela como una de esas personas que cree detener la caída de la Torre de Pisa para una foto, cuando la distancia y las dimensiones nunca coinciden con la ilusión. Por ello encontramos en medio de la novela páginas escritas a manera de ensayos, descripciones extensas de lugares remotos, detalles mínimos de sueños; todos estos detalles solo aparecen como contraste para el corazón real de la novela: esa novela, así como nuestra vida, no son más que palabras, invenciones, evanescencias.
En esta mezcla de historias y de referencias es posible seguir el camino que recorre Federico Sthal en varios momentos de su vida: todo se inicia cuando es pequeño y, junto a su amigo Marco, descubre un cuerpo extraño que podría ser de origen extraterrestre y que inicia la posibilidad del narrar. Desde ese momento, seguimos al protagonista a través de los veranos en Pinamar y en Punta de piedra; un viaje a Belem en un encuentro académico, el viaje al interior de la selva, una experimentación con ayahuasca, su abandono por el laberíntico mundo de las instituciones hospitalarias, el paso por la depresión, el universo de la adicción a juegos de video extraños, y un regreso a un Montevideo que deja de ser el mismo que conocemos al inicio de la novela. En medio de todas estas historias excesivas, copiosas, arbóreas; una pregunta da vueltas alrededor del relato, siempre: ¿es esto que vivo Lo Real, o es una realidad? Así, en medio de una pregunta ontológica profunda que aparece en la novela, está este corazón de un New Weird que tiene un nivel doble de significación: por un lado, plantea esa nueva forma de horror que hemos descrito y que se podría llamar el “horror del vaciamiento” (un vacío de lógica, no igual al “horror vacui” del arte); y, por otro lado, una propuesta del cómo contar la ausencia a partir de unas palabras que apuntan a la presencia (la duda más derridiana).
Me gustaría subrayar uno de los episodios de la novela en el cual un Federico Stahl alucinado termina en medio de la selva brasilera en una toma de ayahuasca. Me interesa resaltar este fragmento porque si bien existe una serie larga de autores que han escrito sobre la ayahuasca y su mundo, Sanchiz inserta la epistemología de lo indígena en medio de la red de conocimiento que cuestiona el New Weird. La novela inicia con una referencia a los viajes de Cousteau a la selva, pasa a un espacio límite entre la selva y el mar (donde aparece la forma biológica ¿extraterrestre?), y retorna siempre a ese espacio en el cual (volviendo a Aurelio Arturo) el verde es de todos los colores: la selva. El mismo narrador, al comparar su narración con “El color que cayó del cielo” de Lovecraft, dice: “el color no venía del espacio (o del cielo) sino de lo que podría pensar como lo más profundo del continente, de quién sabe qué selvas desconocidas”. Así, el verde de Sanchiz lo leo como ese verde de la naturaleza que se expande en la mente de Stahl y que toma una forma de percepción que, al igual que la selva, se vuelve inabarcable, compleja y enredada. Es por eso por lo que, en un fragmento, el verde deja de ser un color para convertirse en algo “real; aquel verde podía reclamar para sí una forma de realidad independiente”. Y creo que ahí está la clave de lectura que permite expandir esta novela: el color pasa de ser un concepto, a convertirse en una forma de entender el espacio de lo que se configura como Lo Real. Esta ciencia ficción ya no se ocupa de una serie de realidades alternas como si se trataran de ucronías o de universos paralelos, Sanchiz navega por todos los mundos posibles que es este mundo; hace un movimiento inmersivo en las transformaciones que conlleva la percepción de un único mundo que se levanta como real. El “verde” funciona como lente, como filtro. La aparición de la selva, entonces, no es solamente un detalle del paisaje narrativo, en este detalle leo el lugar hacia el cual se puede dirigir la construcción de un New Weird latinoamericano, un género que no esté atado innegablemente a las dudas kantianas, cartesianas o hegelianas que construyeron al mundo occidental, sino que logre posicionar la episteme de los pueblos originarios como una posibilidad discursiva que dialogue, problematice, estructure y se mezcle con la forma como se ha entendido siempre el conocimiento en occidente.
Ya con el filtro verde sobre nuestros ojos, el autor observa los conceptos que levantan el mundo moderno: memoria, identidad, lenguaje. La ficción toma el lugar de la realidad porque, tal como podría decir Hayden White, la historia no es sino otra forma de literatura. Las historias sobre los extraterrestres y el imperio que inventan Federico y Mateo al inicio de la novela son tan válidas como las que cuenta la Historia, las que se construye la memoria, las que desarrollan las teorías de la conspiración, las que plantea la literatura o las que arma la filosofía. Esta mezcla de posibilidades se da justamente porque toda historia está armada desde un lenguaje que en lugar de delimitar y determinar lo humano, se traduce en espacio de invención, de apertura (si la palabra define lo que es lo humano, aquello que se queda por fuera del lenguaje es lo no-humano; y si la palabra y la cultura son invenciones, entonces lo no-humano es Lo Real, reflexiona Sanchiz). Así la vida que escribe Federico mientras está en un viaje de ayahuasca, la invención de un futuro diferente para su familia, la enfermedad extraterrestre de Mateo como sublimación, la posibilidad de estar escribiendo la vida mientras se inventa la novela; todos son discursos válidos que se superponen, se contaminan, se mezclan para formar ese gran metatexto en el que creemos y que se llama la vida.
Verde es una novela que se arma como un laberinto, en medio de sus pasillos y sus corredores se escapan las posibilidades de comprensión, las historias lineales, las certezas de significado; por ello en el centro de la novela, en el lugar en el cual podríamos encontrar a ese mítico monstruo del minotauro, se encuentra la piedra de toque que nos permitirá salir de ahí: la idea de laberinto del lenguaje. Cito de manera extensa porque no podría decirlo mejor que Sanchiz:
“Si veíamos en el mundo una proyección de esa primera persona del plural tramada por la cultura, si construíamos por tanto un mundo orientado hacia nosotros, debía ser evidente que había otro mundo, un mundo que no tenía relación alguna con la humanidad o con lo humano. Había, decía papá, una naturaleza que era la construida por la cultura, una naturaleza enfocada por y hacia lo humano, una naturaleza que se pretendía el espejo de lo humano, y había una naturaleza que era la otra, la real. Era necesario recordar, sin embargo, que si los límites eran artificiales no había una verdadera división entre esa naturaleza para lo humano y la naturaleza para sí: eran extremos vinculados, quizá de manera complicada, quizá a través de un laberinto, pero libres de discontinuidad. Así, ese mundo de lo inhumano era alcanzable, y le constaba a mi padre que a lo largo de la historia no fueron pocos los que se habían abierto camino hasta allí. Pero el precio a pagar, decía, era el horror.”
Una de las pocas apariciones del horror, de manera explícita, será justamente cuando se nombra la idea de alcanzar aquello inhumano, en el alma misma de lo humano. Cuando nos presenta la imagen del laberinto, la gran pregunta no es cómo entrar y hallar el centro escondido, sino cómo salir. Y esto será la segunda parte de la novela, una salida compleja de un laberinto borgiano que, al igual que en los cuentos del argentino, no existe para ocultar algo, para esconderlo o para aislarlo de la sociedad; la función del laberinto es su existencia misma. Con esta idea como antorcha, con el horror de la no discontinuidad entre lo humano y lo no-humano, tenemos que atravesar el texto encontrando cómo cada uno de los universos que imaginamos se deshacen en nuestras manos: ¿vivimos en lugares siniestros?, ¿leemos solo notas a una novela?, ¿está el mundo trasfigurado por nuestra conciencia?, ¿podemos vivir las vidas que imaginamos?, ¿cómo nuestros estados de ánimo modifican nuestro mundo?, ¿quizá tenemos todos una enfermedad mental que anula nuestra sensación de presente? Todas preguntas que, al igual que el laberinto, no tienen salida; solo es posible formularlas, no contestarlas.
Y de nuevo, es en este espacio donde aparece el New Weird: el laberinto y el minotauro tienen una existencia de codependencia: el laberinto está construido por la existencia del minotauro, pero la existencia del monstruo está atada a su vida en el laberinto. De la misma manera, como una codependencia literaria, pareciera ser que la única manera de narrar el horror del vacío ontológico dependiera de un tipo de escritura que, acorde con la idea monstruosa del minotauro, esté armado de múltiples partes: de terror, de ciencia ficción, de thriller psicológico, de novela autoficcional. Laberinto y lenguaje, minotauro y New Weird; una mezcla teratológica que nos obliga a ver en esta propuesta una nueva forma de enfrentar el horror, un horror que ya no nos asusta con trucos de violines, nos electriza con apariciones de sobresaltos o nos asquea con efusiones de salsa de tomate imitando la sangre. El horror del New Weird es el que surge de los oscuros pasillos del inconsciente, de los terroríficos malestares mentales de nuestras ansiedades, de las dudas existenciales de nuestra substancia, y nos lleva a reflexionar sobre los colores de los que estamos construidos. Es el horror de cuando nos damos cuenta que constantemente y en múltiples dimensiones, nacemos y vivimos y somos un color que es todos los colores. //∆z
Verde, de Ramiro Sanchiz (Montevideo, 1978)
Fin de Siglo, 2016
168 páginas.