Junto a añosluz editora lanzamos una antología por entregas para no olvidar el mundo. En esta edición escriben: Rafaela Lahore, Manuel Álvarez, Iris Kiya y Juan Manuel Silva.
Foto de Gabriel Rossi
Hace largos días que vivimos encerrados. Las horas se alargan. Los días se expanden y multiplican; se clonan. La cuarentena nos genera un olvido del mundo y nos obliga a volver a aprenderlo. ¿Cómo son los espacios que comúnmente transitamos? ¿Cómo los recordamos? ¿Los recordamos? Escritoras y escritores contemporáneos, una suerte de backup del mundo, nos mantienen atados a la vida.
Acá podés leer las entregas anteriores:
Paisaje Interior #1
Paisaje Interior #2
Paisaje Interior #3
Paisaje Interior #4
Paisaje Interior #5
Paisaje Interior #6
Paisaje Interior #7
Paisaje Interior #8
Por Rafaela Lahore
El animalito tiembla en la orilla, justo donde se deshincha la espuma de las olas. A su lado hay dos adolescentes que, como yo, miran los cortes en su vientre rollizo y su carne rosada que asoma como los pétalos de una azalea. Una de ellas dice que no podemos hacer nada para salvarlo: la playa es inaccesible y el cuerpo demasiado pesado.
—¿Pero no ves que sus ojos nos están pidiendo ayuda? —le pregunta la otra.
Mientras miramos sus ojos redondos y brillantes de muñeco de plástico, una mujer y un hombre llegan caminando por la orilla. Cuando él va a acariciarlo, el cachorro intenta atraparle los dedos con sus dientes de leche —con sus dientitos de animal salvaje—, así que le pasa la suela de su chinela por la cabeza. El animalito cabecea, refriega sus heridas sobre la arena húmeda. Nosotras no decimos nada. Enseguida la mujer saca el celular del bolso y apunta. Los dos se inclinan hacia el cuerpo. Sonríen como si estuvieran delante del Partenón o paseando por los jardines de Luxemburgo. Clic.
Cuando se van, me fijo en su hocico húmedo y huérfano tiritando al sol, en su barriga que esconde pescados muertos. Me gustaría rescatarlo, pero no hago nada, solo le clavo la vista, como si con eso pudiera salvarlo. Unos minutos después, mientras el sol dora sus aletas y nuestros brazos, llega un padre con dos niños. Hace un par de llamadas y cuando corta dice que lo logró: van a venir a salvarlo. Vamos a esperar a que se lo lleven, dice, y le guiña un ojo a los niños. Ellos están parados con sus palas y baldes en la mano, sin dejar de mirar al cachorro que los mira. Sonrío aliviada y, antes de irme, le doy una última mirada al cuerpo tierno y tembloroso.
A la tarde siguiente, un cielo lechoso y brillante se derrama sobre la playa. Quema la vista. Camino con el cuello de la campera subido y el pantalón remangado sobre las pantorrillas, mientras el viento me mete mechones de pelo en la boca. Intento calcular dónde estaba el animalito, pero la orilla es una sábana lisa, sin bordes, que solo se rompe cuando distingo el bulto oscuro. Al acercarme veo cómo las olas insisten sobre el cuerpo rollizo, sobre el rostro desfigurado que el agua, como otra larva, va despellejando de a poco.
Rafaela Lahore (Montevideo,1985) es periodista y vive desde hace tres años en Santiago de Chile. Sus crónicas y perfiles narrativos han sido publicados en medios como La Diaria y revista Sábado. Este año publicó Debimos ser felices (Editorial Montacerdos), su primera novela, que recibió el premio Mejores Obras Literarias del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio de Chile, en la categoría Mejor Novela Inédita.
¿Cuántos días?
Por Manuel Álvarez
Cuando Zinder se despertó ya había bastante sol. La línea de luz horizontal que entraba por la ventana le daba justo en los ojos. Tanteó su celular, vio la hora y lo volvió a apoyar sin leer los mensajes. Se quedó un rato así, mirando fijo los espacios oscuros e indiferenciables que había en el techo blanco. ¿Cuántos días?, pensó.
Se levantó, meó y fue a la cocina. Puso a calentar el agua para el mate y mientras hervía en la pava eléctrica, haciendo un siseo constante, miró por la ventana hacia afuera, hacia bajo: la plaza de pasto seco desierta, los árboles pelándose, con las hojas marrones y amarillas alrededor, un perro empujando a su dueño que llevaba un barbijo negro y el cielo, arriba, límpido.
Pispeó su celular y entre los mensajes vio el de Gabriela. ¿Escribiste?, preguntaba. Jorge, tenés que aprovechar a escribir sobre esto, seguía. Zinder negó con la cabeza, no quería escribir sobre esto porque sentía que si lo hacía lo corporizaba y con él al miedo. Y no quería, quería que siguiera siendo un fantasma del afuera: una sombra que no podía taparlo. Pero se mentía, sí podía. Y, de hecho, lo hacía la mayor parte del tiempo. La realidad exterior invadía tanto la iniciativa que parecía absurdo hacer cualquier cosa. Y más que ninguna cosa: escribir.
No puedo, Gaby, intento, pero no puedo, escribió Zinder desde el balcón, escuchando de fondo la música del vecino. En ese momento paró la oreja y escuchó una voz de mujer guerrera que decía “mil camiones en la ruta, que me avanzan, que me aplastan”. Y una vez más, aunque la mujer guerrera cambiaba camiones por tractores. Buscó a su vecino con la vista pero el balcón estaba vacío. Se acercó a la baranda y se quedó unos minutos ahí: mirando la nada, pensando en todo. ¿Qué le pasaba? Lo que le dijo a Gabriela era verdad, había intentado escribir pero le salía espuma. Entonces se pasaba el día leyendo, hace días –¿cuántos días?– que estaba con los diarios de Kafka porque creía que un diario estaba escrito para ser leído en el futuro y ese futuro ya había llegado. Y también porque quería tomar su distancia, ponerse en ese cuerpo frágil y voluntarioso, que vive con miedo, pero sigue. Aprender a convivir con la angustia. Era eso. Creía que era eso.
Vos podés, si querés, podés, leyó mientras iba a prepararse el mate. Zinder se ofuscó y cambió abruptamente la dirección. En lugar de la cocina fue directo a la puerta de salida. Abrió, pero algo lo frenó. Miró por dos segundos la línea divisoria entre su parquet y el pasillo y cerró de un portazo. En lugar de salir se puso a caminar como un loco por los 42m2 de su departamento, contándose los pasos con una aplicación del celular, como venía haciendo hace días –¿cuántos días?–. Caminaba como si fuera Alfonsín en Olivos, con los brazos detrás de la espalda, enlazados, la mano izquierda sosteniendo por la muñeca a la derecha para que no se escape, como si tuviera esposas invisibles. En algún momento pensó que esas esposas eran las que tenían todos. Contaba los pasos e imaginaba las cuadras, veía las barrancas de Belgrano para ir a lo de su vieja, los chipás en Sucre, cruzando las vías, las librerías a su vuelta, era como si pasara por ahí; el primer día pensó: mil pasos son cinco cuadras, ocho mil cincuenta. Se había propuesto entonces caminar ocho mil pasos por día, ir y volver de lo de su vieja. Nunca lo había conseguido y, sin embargo, ahí estaba otra vez.
Manuel Álvarez nació en la ciudad de Buenos Aires en 1986. Estudió la carrera de Derecho y, desde hace un tiempo, escribe. En los últimos años vivió entre Buenos Aires y Madrid, habiendo participado en antologías en ambos países. Actualmente colabora para distintos medios nacionales e internacionales (Revista Otra Parte y Chelsea Hotel Mag de Argentina, Ámbito Cultural y Zona de Obras de España y The Fiction Review de México) y brinda su taller literario, “Un día en la vida”. Su novela A ninguna parte (Editorial Bärenhaus), seleccionada para participar de la Semana Negra de Gijón 2020, fue publicada en agosto del 2019.
Iris Kiya (Sebastián Melmoth – Milton Steiner – Vladimir C). Ha estudiado literatura en la UMSA. En 2019 ganó la residencia Mantis para escritoras bolivianas. Ha publicado los libros de poesía Manicom(n)io fra(g)tal, colección postmortem 2010, 24 cortos y un prólogo en braille para Gelinau Laibach (2013), la plaquette En la trinchera, Masacre en la calle Harrington (2017) y Márgenes infrarrojos. L’image, une forme de violence (2019). Es parte de las antologías Tea Party, muestra dinámica de poesía latinoamericana (2014), Ulupica, trece poetas bolivianos actuales (2016) y Devenir Isla, hacía una cartografía de poetas chilenas y cubanas (2018). Formó parte de las editoriales independientes Género Aburrido y Maki_naria editores. Actualmente es coeditora de la colección de poesía Nuevos Clásicos.
Ni chicha ni limonada
Por Juan Manuel Silva Barandica
La pandemia no me dejó muchas cosas salvo, quizás, pensar en lo evidente. Lo evidente es que sabemos muy poco de Chile. Evidente es una palabra que me saltó en una cita de El molino de Hamlet, de Hertha von Dechen y Giorgio de Santillana, libro que leí durante el confinamiento: “Los historiadores antiguos se habrían quedado horrorizados si les hubiesen dicho que las cosas evidentes iban a volverse imperceptibles”. ¿Qué es evidente para un chileno? Muchas cosas. La mayoría, mejor dicho. Hay una anécdota que se cuenta con tono épico pero que esconde un aspecto relativo a lo anterior, en términos de evidencia. Carlos Dittborn, dirigente chileno del Mundial de 1962, para lograr que Chile se granjeara la organización de la copa esgrimió el siguiente argumento que quedó para la posteridad: “Porque no tenemos nada queremos hacerlo todo”. La derrota, la carencia, la fragilidad, la falta, se observan con una perplejidad tan chilena como la frase del expresidente Ramón Barros Luco: “No hay sino dos clases de problemas en política: los que se resuelven solos y los que no tienen solución”.
Esta tensión entre lo que se desea ser, lo que se cree ser y lo que se es realmente, hace que el proceso de interpretación del mundo y del pensamiento mismo producida en Chile carezcan de método o sistematicidad, no por carencia o error, sino por la voluntad laboriosa y encomiable de hacerle justicia a los fenómenos: no es posible sistematizar la sorpresa, el impacto, lo desconcertante, lo insumiso y lo rebelde, pues si lo que construye cultura es el paisaje —en el decir de Lezama Lima— nuestro discurso (de un barroco más mental que expresivo) es inestable en sí, es indeterminado en sí, es mudable en sí. Tales, creo, son las formas del genial Luis Oyarzún, que pareciese referir tanto a Chile como a una situación de mestizaje más amplia en Temas de la cultura chilena.
La embriaguez del bar; la confianza y desconfianza de los parroquianos; las muchas voces entretejidas, superpuestas y silenciadas; la música y la participación directa de la escena: ese es el lugar del pensamiento en Chile (y quizás en toda América), una conversación sin un origen ni finalidad demasiado clara, plural, heterogénea y viva, es la experiencia de lo inmediato, del presente. El resto no es literatura, sino interpretación de dicha experiencia de algarabía.
Si vivimos en territorios inestables tanto por la política como por la naturaleza misma ¿por qué entonces debiésemos aceptar algo menos que la impermanencia (anitya) de la que habla el budismo? De la impermanente natura y del persistente conservadurismo chileno parece estar hablando con recurrencia Oyarzún: “Una tierra con muchas sangres derramadas y sin mitos realmente propios, es decir, en este sentido, antropológico, sin alma. Habría que decir, quién sabe —¡Quién sabe!— que el único mito nacional que haya dado una base común al vuelo de las imaginaciones a través de la historia chilena haya sido un poema del Renacimiento español, La Araucana de Ercilla, de alcances sociales en todo caso restringidos a las clases letradas”. Otra evidencia, digamos, del injusto reparto de los insensibles, de la viciosa mezcla de la vulgaridad conquistadora y la austeridad vernácula. Se juntaron la necesidad y el hambre.
Quizás por eso Oyarzún habla del milagro como la única síntesis posible entre las fuerzas irreconciliables de lo real, como si intuyese en el montaje una salida no binaria: “Mas nuestra literatura no expresa un nihilismo desesperanzado, sino milagrista, que a la negación del valor de lo culturalmente existente agrega una actitud de zozobra esperanzada. Se cree en el milagro. Se espera lo extraordinario, una total transfiguración —extracultural— de la realidad” (124). El milagro como deus ex machina para alcanzar la supervivencia, el único éxito del explotado.
Mientras el delincuente y el artista son caracteres dinámicos, ajenos a la ley y al trabajo, el funcionario es tanto un carácter como un modo de experienciar la existencia, en torno a la posposición, la obsecuencia y las jerarquías como único orden posible. Este es el espíritu del guardia, del policía, del comerciante, del empresario, del político. Por eso Oyarzún celebra al patiperro[1], quien no puede construir un discurso homogéneo, claro, ordenado, sino que es en sí un clochard de su existencia, un coleccionista, un montajista de las experiencias e imágenes dispares que constituyen su vida: “Lastarria sugería que el chileno, para mejorar de genio, necesitaba desprenderse de su tierra” (34). Desprenderse de la propiedad, de lo propio, para hacerse a de lo ajeno, no como una entidad abstracta, sino como aquello deseado, la celebración, el jolgorio, la algazara que han sido negados sistemáticamente en estas tierras: “en nuestros países hay un trance de frustración que se revierte en hostilidad o desapego hacia instituciones o personas simbólicas, o en nihilismo odioso frente a la cultura en globo vivida como convención ajena al propio ser y a la naturaleza (…) Hay un resentimiento en disponibilidad. Faltan saludables catarsis naturales” (123). Aquí
Chile es un animal largo y lento sin aprecio por el cambio, aunque frecuentemente interpelado por la naturaleza y su proceso de transformación perpetua.
Aunque parezca obvio, no he dispuesto estas imágenes de manera azarosa, sino más bien pues son habitantes activos de nuestro presente.
Entre otras manifestaciones del ingenio y el milagro están las películas de Cristián Sánchez[2], en especial una, Tiempos malos, que, creo, sintetiza sincrónica y diacrónicamente los problemas del subdesarrollo. Plantea tanto una genealogía de la opresión a través del lenguaje de los distintos grupos etarios y representa un estado de corrupción y crisis que solo puede llevar a un cambio radical. Habla de un momento presente intoxicado de explotación e injusticia y preñado de sorpresa, de asombro y libertad. Por eso es que le dicen en un momento al protagonista: “Aproveche esta ocasión peligrosa, que los tiempos malos hacen al hombre”. Quien se lo dice no es cualquier persona, es un integrante de la guardia personal de un mafioso chileno, el Bacán. El modo en el que el protagonista llega a la cáfila hampona de este jerarca es arquetípico: la muerte del padre en los oscuros comercios de la noche y la carne hace que el hijo busque explicaciones en los lugares del peligro, donde se comercia la droga y el sexo, donde se juega por el dinero y la vida, y por donde transitan seres “imaginales”, en el decir de Henri Corbin, es decir, que son médiums entre el mundo material y el mundo inmaterial. ¿Entre qué mundos median estos proxenetas, delincuentes, sicarios y maleantes? Entre el mundo cenital de la ley, en el que todo está amarrado a la convención, la comodidad y lo falso, es decir, el mundo de la literalidad y el trabajo, y el oscuro mundo del placer y lo prohibido, donde el contraste entre lo honesto, lo verdadero que se propugna y lo alambicado de un lenguaje resbaloso y creativo, sensual y violento, pareciese ser la contrapartida de la relación entre la literalidad del lenguaje y el complejo y retórico teatro de lo social. Es algo similar a lo que pensaba Neruda hace cien años: “Tengo repulsión por el burgués, y me gusta la vida de la gente intranquila e insatisfecha, sean estos artistas o criminales”. Ese componente indeterminado y en sobrecarga de energía anima a los personajes, seres que van desde la oscuridad del vicio a la claridad de las cobranzas, llevando la vida y la muerte como mensajeros del mundo antiguo. El hecho de que su ser no pertenezca a ninguno de los dos mundos hace que su existencia sea un proceso en sí mismo, un cambio perpetuo sustentado en la satisfacción del dinamismo, lo insólito y lo inusitado. Pero incluso ese tipo de sujetos, titanescos, en el decir de Oyarzún[3], son signos de un tiempo que va a desaparecer. Así, que se plantee subprepticiamente que el mundo secreto del crimen es el que anima el ordenado mundo de la vida pública hace que la película explore también los mecanismos que tiene el mundo del hampa para proteger sus actividades. Como monjes o agentes secretos, el código que comparten es uno que considera la tradición[4], pero que se actualiza. En ese sentido, el protagonista es uno de los personajes más jóvenes y su entrada en el mundo delictual es también la entrada en el lenguaje de la tradición y, por qué no decirlo, de la traducción, porque lo que hará es adaptar lo que aprenda del maestro según sea conveniente. Hay bisabuelos, abuelos, padres, tíos, primos, sobrinos e hijos y todos logran comprenderse sin usar los mismos códigos o tonos. Esto pareciera mostrar dos cosas. Una, que la ilusión comunicativa de la restricción, representada por las instituciones de la educación y el trabajo, además de poco eficaz solo empobrece la realidad; esto, pues cuando habla alguien que no pertenece al mundo de la vacilación, de la ambigüedad y de lo incierto, es decir, el mundo de la pequeña mafia santiaguina del Bacán, sentimos binarizarse el mundo, entre claridad y oscuridad, enmudeciendo. La algarabía que se representa es una manifestación inequívoca del barroco, que no desea habitar la escritura institucional literaria porque perdería agilidad, capacidad de seducción y drama. Dos, si personas de orígenes, funciones y edades distintas se comunican a través de cierta cripsis, lo lógico sería que reinara el desorden, pero no. La volatilidad del lenguaje y sus múltiples posibilidades, más que impedir la comunicación, la intensifica. Me explico: cuando se quiere provocar o seducir a través del lenguaje, es probable que se provoque o seduzca, más allá de que se diga tal o cual cosa, da un poco lo mismo el contenido, lo fundamental es la forma. En cambio, si todo es evidente, visible, etiquetable, lo que queda en evidencia es que la dificultad de la comunicación la tienen las elites, quienes confían en una lengua vacía, limpia y útil, que a fin de cuentas no sirve ni para convencer, ni para seducir, ni para provocar. Cuando el mundo se muestra a través de la lengua de los ingenieros, los abogados, los profesores de Literatura y los científicos lo que vemos son límites: esto es esto, esto no es esto, entonces, la relación entre A y B es esta. Ok. Hay demasiada evidencia de que el mundo no funciona en un orden, o al menos en el orden que supone el mundo occidental, que es el que se representa en el ordenamiento público de nuestros países. Digámosle burguesía, pero es mucho más amplio que un concepto. Es una metafísica.
Dicho esto, creo que el gran valor de las películas de Sánchez es además, que muestran los cambios a través de la década del setenta, ochenta, noventa y dos mil, junto con intuir al final de este camino de transformación que en el secreto mundo de los jóvenes habita la posibilidad de un mundo nuevo, menos homogéneo y sancionador. En el fondo, como la lectura de Walter Benjamin sobre el Turco de Maelzel, la máquina es el capitalismo, pero solo el enano que maneja la máquina, deforme y genial, conoce la forma de ganar siempre, de cambiar continuamente. El enano es el crimen, la mafia, pero también la masa, la masa indeterminada de sujetos impunes que violan a diario la ley para mantenerla funcionando. Aunque parezca el mecanismo de una comedia, la lectura que propone Sánchez es presentada por él mismo como un fundamento de su cine: “Primero, porque encuentro una afirmación instintiva del «nervio metafísico» de la vida. La posibilidad de un humor contagioso, de pasiones más bien alegres, de sentimientos que penetran hasta la médula de los huesos y, sobretodo, porque el cine permite una forma de pensamiento que es casi siempre una meditación en devenir, un revoloteo incierto que aborda sin miramientos lo desconocido y él sin sentido. Amar el sin sentido, rehusar los límites de un universo considerado en su sola utilidad, prestar oído al fondo indiferenciado, al hormigueo silencioso de las cosas, es aceptar la disolución de toda conciencia, voluntad o deseo, es vivir en el corazón del mundo, en el corazón de la cosa misma. El cine hace esto con facilidad, sin impostura”. Esa “meditación en devenir” es la escenificación de los cambios, los que emergieron el año pasado el 18 de octubre y que terminaron postergando la exhibición de su última película, Tiempos malos, parodia genial que se pudo reproducir a través de un dispositivo de streaming del Centro Cultural Palacio La Moneda, como si la historia de Chile compareciese mediante la imagen en movimiento en el momento del cambio. Tiempos malos es una película que habla de todo lo que se perdió del Chile antiguo en el Chile de la Transición y, aun más, es una cinta que explora las posibilidades futuras en la agonía del burocrático mundo de la mafia, cifrado en una metafísica de jerarquías y equivalencias, es decir, metafórico. El imperio del montaje, que emerge con una fuerza democrática inusitada, parecía haber sido domesticado por el lenguaje literal del comercio, pero en situaciones como la encrucijada chilena no solo demuestra su poder descentrador, sino que también despliega y construye una memoria no emblemática, sino tejida por pequeñas memorias particulares, sin un centro o resumen.
Este es uno de los milagros del cine de Sánchez, patiperro, choro y en transformación: hacer que los detalles y las partes de un mundo lo desplieguen a través de lógicas y reglas, y no al revés. Al a sus mundos se entra como en un recuerdo o un sueño.
Para terminar, quiero hablar de un libro, Pumas en la Alameda (Tadeys, 2020), porque murió Maradona, porque él era un puma y porque Germán Carrasco logra en este libro hablar de un intermedio, un espacio intersticial, entre un tiempo que va a ser consumido en el tiempo y un tiempo que se apresta a surgir de la combustión del pasado, un libro desde el que sujeto se sitúa y se analiza, se pone en ridículo y se sentencia, a través de dos movimientos: cripsis y aposematismo.
La cripsis es susurro y rumor. Un mecanismo de defensa y una forma de hablar.
La cripsis consiste en salvarse La cripsis consiste en fundirse en el contexto para ojalá pasar desapercibido y salvar la vida. Está relacionada con el poema en voz baja, con la palabra leve que se confunde con una nota hecha a mano alzada, con una palabra que aspira a la levedad, a la nota o boceto. Usa verbos modales y potenciales y hace un uso excesivo de los quizás y los tal vez. Carece de la asertividad valorada en territorios que adoran y extrañan el cepo y el látigo, en países donde se rinde culto a la autoridad y el poder. Lo asertivo es palabra dictadurizada, pero es muy poco lo que podemos afirmar con certeza. Ni siquiera nuestra pertenencia a un lugar.
El aposematismo, otro mecanismo de defensa, se ancla en lo visual:
“El aposematismo, proceso contrario a la cripsis, también es un mecanismo de defensa, pero su estrategia es distinta: hace gala de todos los colores vivos que señalan contenido venenoso. Pero hay un tercer tipo de especie que sin poseer la toxicidad de ciertas especies como ranas y mariposas, imita a estas para hacer creer a los depredadores que son tóxicas. Pero no lo son. Y logran confundir a los depredadores. Este proceso se llama mímesis. Es como cuando Juan va a un barrio extremadamente peligroso y se pone una polera que dice bjj o mma. Aunque Juan no sepa absolutamente nada de esas disciplinas, camina de una manera relajada, firme y segura. Esto último se llama actuación o performance”.
Aunque parece estar hablando de animales o poesía, Carrasco también habla de política: de la identificación y las taxonomías, la vieja paradoja de la búsqueda del conocimiento que extractiviza sus objetos de análisis: mientras unos se esconden y hablan en voz baja, como amantes o terroristas; otros se disfrazan, exageran su imagen visual para esconder mentiras o veneno. Es la naturaleza contra la explotación capitalista, es el poeta contra el funcionario literario, es el ciudadano enfurecido contra la violencia ilegítima de la autoridad. Son formas de desaparecer, de anular el yo en el silencio o la estridencia.
Durante la pandemia bajaron varios pumas a Santiago, andaban por las calles, con una caligrafía rápida, de repartidor, de bodeguero. Hermosos y asesinos, a ratos tiernos, los pobres fueron perseguidos, apaleados y muertos (algunos) por la falta de hábito. Es como pasa con quienes buscan explicar los sistemas de obras del pasado: son incapaces de sentir la inminencia otros modos de representar, porque no tienen los hábitos para apreciarlos. La cosa no era esa, de todos modos, los pumas también son los jóvenes que están en la calle, encapuchados, con mascarillas y lentes, sin rostro.
Sólo te ama quien logra verte aunque los demás no adviertan tu presencia. Sólo puede acceder a tu alma quien logra advertir tu presencia, como esas sensibilidades especializadas capaces de distinguir una liebre blanca en la nieve o un puma en la montaña.
El estado de embrujo, el enamoramiento, o la percepción niña, esa en la que todo ocurre por primera vez y cada sorpresa es verdadera, ese es el amor, quien reconoce más allá del secreto o el disfraz, quien vulnera la defensa, este modo de interpretación, devela, revela y rebela.
Cripsis, de cripta, algo escondido, funéreo, relativo a la muerte o el más allá. Ad plures ire era la forma que usaban los viejos romanos para referirse al morir. Aposematismo, la señal de lejos, el amague, la finta, la magia, mientras otros jugadores marcan la jugada en el espacio, atraviesan la nada como Voyagers, sin temor ni compañía.
Pumas, concentrémonos en los pumas: de ellos se habla y la voz de los poemas es ágil y silenciosa. Pero hay una contradicción hermosa que atraviesa los poemas: se dice lo que no puede decirse, se le da imágenes a ese silencio y luego se pronuncia, la escritura y la voz. El poema a veces pasa piola, a veces hace show. Lo que Carrasco describe es una interacción entre el ocultamiento activo y el pasivo, se habla de pumas y de ciudadanos, obreros y obreras, trabajadores.
Se habla de los vendedores ambulantes, los mozos, los obreros, de Raimundo Contreras, personaje de Pablo de Rokha:
Ternura y elegancia de flaite. Dignidad de choro. Raimundo
vocea las aguas minerales en el Metro coordinándose
por celular con los demás vendedores
para no coincidir en los vagones.
El puma es Raimundo, Raimundo son los pumas, quienes son una chapa, un movimiento que atraviesa la masa con una individuación móvil e innominada.
Sin una heroicidad más que la supervivencia, este personaje llena el teatro del mundo, pero sin ser visto. Es un animal salvaje y el animal que se cree domesticado. Solo los muertos no devuelven el golpe, dice en alguna parte Carrasco, quien pareciese insuflar a Raimundo de ese carácter funéreo, de médium, entre la cripsis y la expresividad, entre la sobriedad y el aposematismo.
Y pasa Raimundo garzón con parrilladas
en braseros de greda ardiente. Sin tocar a nadie
como un puma en una noche de escopetas
(…)
Los meseros son sagrados porque sirven comida
y son elegantes y guapos.
(…)
El cabro sabe que a los choros de verdad a los brígidos
no se les retira —por ningún motivo— nada de la mesa
aunque las botellas estén a punto de caer al suelo.
Eso es código, y el cabro no hace tonterías. Código
de los que algunos no saben nada. Un Perkin culiao pavo
afirmó en broma que a su hija le iba a poner Dignidad
en plena violación de ddhh y en plena revuelta
para hacerse el políticamente incorrecto.
Güeón con ganas. Güeón rotundo. Y encima llegó tarde
incluso a la moda de la incorrección política cínica.
En este punto la descripción de la fuerza de la mudanza, personificada en Rai, se vuelca en su límite, es decir, en aquello que no es. Si a lo positivo y renovador se le han aparejado los campos semánticos de palabras tales como: choro, código, velocidad, indeterminación y la precisión en el trabajo, aparece el enemigo, que no alcanza a ser némesis, sino una suerte de excrecencia de un sistema aparentemente competitivo, el literario, que se mantiene sin mayores cambios por la rigidez de las estructuras del poder: este es el perkin, el sapo, el güeón y el pavo. Si el choro es, de alguna manera, el representante del mundo popular en su búsqueda de autodeterminación y existencia fuera de las reglas convencionales de la burguesía, el perkin es el policía de civil de la metafísica burguesa. Acomodado, carente de talento, muchas veces flojo y dado al soplonaje, la animalidad de sus características negativas en general tiene que ver con lo invariable. Los chilenos vivimos atrapados en nuestra lengua. Suena raro, pero es verdad. El que nace en una clase habla de una manera y, salvo que sea artista, solo desarrolla ese modo particular de ser, solo despliega su destino. Por eso el buscavidas, el patiperro, el movedizo, el maestro chasquilla son algunos de los personajes que desarrolla Carrasco en este carnaval alegórico que propone sobre el eje de la avenida Alameda.
Así, el enemigo funcionario que se rio de la revuelta, también la quiso criminalizar relacionándola con el narcotráfico. Intuyo, a esta altura, que Carrasco despliega un campo de batalla físico y simbólico: la Alameda, avenida que cruza Santiago y expresa las profundas diferencias sociales y espirituales del extremo alto y privilegiado de la ciudad y los extramuros de la carencia. Por una parte, quienes a través de un castellano comercial y comunicativo perpetúan las injusticias, los prejuicios, la ignorancia y el odio tanto a lo nuevo como a lo distinto, es decir, los funcionarios de la mediocridad, los perkin (sustantivo común que viene de uno propio que refería a un mayordomo en una ficción), quienes por definición son subalternos y en su condición de guardias o policías obedecen y buscan que todos obedezcan. Por otra parte, ajenos al partido del orden, los jóvenes, potencia viva y contradictoria, feliz y mortal, se desperezan con la promesa de un nuevo milenio y desarticulan tanto la representatividad de la política como de la ficción. ¿Por qué nadie piensa en lo que pasa en Chile? ¿Por qué nadie piensa? Sería divertido cantar: “Pensar, pensar, otra forma de luchar”. XD. El joven no obedece, no quiere seguir la lógica coja de los adultos. Tienen razón y están equivocados. Esto no tiene nada nuevo, lo curioso es que todos los cambios vienen del mismo lado, es una fuerza zurda y chiquita que se escabulle, indeterminada. La juventud contra la adultez. Lo posible y lo necesario. Los pumas jóvenes, además, son aquellos que se esconden en la soledad, en los lugares eriazos, los que no se ven; es su mera existencia un poema, como las flores de montaña, clavadas en lo más profundo del nervio de la vida.
Describir, pero sin identificar.
La libertad del anonimato en tiempos que la mayoría solo quiere la fama.
Es bien tonto seguir diciendo que este o aquella llegaron primero, que descubrieron esto, así que diré que reaparece Chile en los poemas, no como excusa geográfica o accidente anecdótico, sino que como punto de hablada, materia y destino, por eso la lengua es chilena y los giros y rimas visuales juegan con la particular realidad de Chile, pero con la voluntad de que esos juegos que eran cripsis sean aposemáticos. Porque hace tiempo que no leía un libro de poemas que no sonara a una traducción. Los nombres dan igual, lo interesante es el gesto. El poco cariño y la nula obsesión por la forma. Fascinación contenidista, ni siquiera con la materia. No hay modulación entre nombres propios y comunes, entre conjugaciones; por ejemplo, la aguda punción de ciertos pretéritos imperfectos terminados en “ía”. El sapo vigila y muchas veces corrige, pero sin saber la regla. Es como esos jurados que premian poemas sin siquiera leer poesía, porque se le da, por que es posible. Chile, país generoso.
Este extraordinario y emocionante libro habla de una destrucción, de un campo de batalla, de una lucha y de las posibilidades que tienen quienes se han formado en la impermanencia de sobrellevar la carencia. Y también habla de trabajar con nada, de ser fantasmas, entre dos mundos, gente capacitada para construir con escombros, yeseros, constructores, pumas, poetas, ágiles ante el peligro, porque el peligro existe. “El famoso olor a combos del que hablan los choros”, esa figura preciosa que sintetiza la inminencia del enfrentamiento, además de intensificar la experiencia del tiempo introduce palabras y formas vulgares. Se nutre del habla más dinámico y codificado, el de la calle. “Calle para siempre”, reza un meme. Callar y la calle, dos caras de una misma moneda.
La grosería (viene de grueso, poco cuidado, abrupto, descortés), el garabato (el dibujo que no alcanza a ser) y el insulto (un ataque) son malas palabras, palabras que aparecen e indeterminan, pues no se mencionan para identificar sino para proyectar un mundo distinto, cobijado en la ambigüedad, en el que ciertas palabras, frases, imágenes logran la reunión. La misma palabra revuelta, quizás sea usada en un par de años más para llamar a las grandes convocatorias de festejo autodeterminado.
Pumas en la Alameda es esto y mucho más. Un libro hater, como dice su autor, pero más un libro que quiere ser entendible, sin ser literal; que esconde y protege la belleza, sin robársela. Por eso quise compartirles este último poema, donde habla de la traducción en estos términos, de los más bellos que he leído en la pandemia: “Parchar, salvar, hacer la pega”.
Eze Z
Mi abuelo y padre trabajaban en la contru,
eran contratistas y obreros a la vez.
Hablaban a grosería limpia
“¡Vienen a trabajar con el pico y los cocos!”
Decía mi abuelo cuando los obreros
se presentaban a trabajar sin herramientas.
Recuerdo muchas de las cosas que hablaban:
por ejemplo, un maestro yesero
debe ser rápido
con la espátula y el platacho
porque el yeso se fragua y seca
muy rápido y se puede perder
mezcla, o sea tiempo y dinero.
Son veloces, y cuando emparejan
la loza del cielorraso
con varas de madera
parecen hacer
alguna especie de asana,
tai chi o tarantela.
Hablaban mucho de loza
y cuando niño me llamaba la atención,
para mí la loza eran las tazas o platos
—hoy pienso en una loza funeraria—.
Además, trabajaban de blanco
y tenían la cara blanca de yeso
como si fueran fantasmas.
Una vez le pedí un dato a uno
y saltó y arrancó un trozo de pared vieja
y en ese trozo de pared vieja de yeso
escribió su teléfono celular
y una lista de materiales.
Luego siguió con lo suyo.
Paf papapapáf Pafpáf.
Guardé ese trozo de yeso
y lo tengo en la biblioteca
y cuando la gente lo mira
se queda largo rato
para descubrir qué es
y nunca aciertan.
Yo no tengo objetos de arte.
Los yeseros trabajan arrojando
material sobre un muro
como un pintor expresionista,
claro, es la imagen más obvia.
Y buscan soluciones
también con mucha rapidez
—como ocupar de libreta un trozo
de yeso de pared vieja—.
Y si no tienen algo, lo inventan
con alambres o lo que haya a mano.
Parchar, salvar, hacer la pega.
De igual manera trabaja
este traductor argentino.
Como el Mago Enmascarado, llegó la hora de explicar el chiste: no tiene explicación, sino una descripción de su magia. La chicha es un fermento de uva o manzana: se va de la carne de la fruta al espíritu de la bebida. Es ya una imagen de la embriaguez y la transformación. En cambio, la limonada, o jugo del limón, es además de un fijador natural del pelo y causa de una falsa cocción de ciertas carnes, un refresco, es decir, una bebida que calma la sed y que se bebe como gratificación. Ambas la calman, aunque una se dirige al cuerpo y la otra al espíritu. Una beneficia y la otra daña. Una es diurna, mientras la otra prefiere la penumbra.
Aquí llegamos al punto interesante: esta forma coloquial de Chile pareciera referir a la definición de una persona o ser a través de una doble negación. Esto es, porque no es ni esto ni esto otro. Lo curioso es que la estructura “ni chicha ni limonada”, forma parte de una serie de juegos de palabras que refieren a cosas o estados, como “ni tonto ni perezoso”, que indica a alguien ágil y activo. En el ejemplo anterior se desliza una polaridad en la que ser tonto o perezoso estaría en un polo negativo y aquello que se es o se cree ser estaría en un polo positivo. Si observamos atentamente la frase, no solo no corresponde sino que pareciera participar de otra forma. Esto, pues la chicha y la limonada no corresponden a una polaridad, no son lo mismo, ni siquiera son opuestas, porque la embriaguez no es lo opuesto de la vigilia, sino una forma de estar en ella.
A lo que voy: se dice que alguien no es “ni chicha ni limonada” cuando no se define, cuando no toma parte, cuando es incoherente, todas condiciones negativas hasta hace un tiempo en Chile. Quizás sea un buen momento para pensar al revés, por ser: solazarnos en lo que es y lo que no, al mismo tiempo. Nuestra propia Khôra, sin síntesis ni contradicción.//∆z
[1] “Tal estilo de vida se oponía en Chile a otro tipo de conducta, la del hombre andariego —hombre de imaginación y de pasión— que no encuentra su sitio propio en ninguna parte establecida, en ningún estrato del país, y vaga a lo largo del territorio o sale de él hacia tierras extrañas. El roto que se mete en guerras y guerrillas como mercenario o intruso o simple buscador de aventuras, el que se embarca en la cubierta de buques sin destino fijo, desparramándose por América o por donde sea, el chileno pata de perro, patiperro, Este encarna una imagen bien representativa de una parte de los chilenos, en todas sus situaciones y oficios.” (33).
[2] Las películas están en línea en este sitio: https://www.cclm.cl/actividades/el-cine-de-cristian-sanchez/.
[3] El tipo titanesco —bandido, bohemio o demagogo, y a veces las tres cosas juntas—, capaz de morder su soledad sin desintegrarse y de sobrevivir con fuerza vital a la montonera, al bandidaje, al pantano social y anímico, el hombre de pelo en pecho, que puede ser el roto choro y pata de perro que en cualquier parte trabaja y huelga o el llanero que concilia la delicadeza sudamericana de Keyserling con crueldad feroces de ocasión (123).
[4] Es llamativa la precisión de la escritora Cynthia Rimsky al referirse al lenguaje de esta película como incomprensible para alguien que no sea chileno. Es curiosamente cierto, dado que el lenguaje del crimen mantiene estructuras tradicionales —como puede verse en el diccionario del coa de Méndez Carrasco. En página web: http://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-84565.html —
Juan Manuel Silva Barandica (Mendoza, 1982) es licenciado, magíster y doctorado en Literatura por la Universidad de Chile. Ha publicado: Obra completa de Gustavo Ossorio (2009), Bruto y Líquido (AM LIBROS, 2010), Cetrería (Piedra de Sol, 2011- 89plus/LUMA, Zurich, 2014), Trasandino (Calabaza del Diablo, 2012), Casimir (2014, Calabaza del Diablo), Acerca de personas (2016), Ornitomancia (2017), Exterminio (2018) e Italia 90 (Calabaza del Diablo, 2015), y como traductor: La roca de Wallace Stevens (Calabaza del diablo, 2012) y Amor, amistad y matrimonio de H.D. Thoreau (Montacerdos, 2019). Actualmente es socio de la editorial Montacerdos y editor en Planeta.