Junto a añosluz editora lanzamos una antología por entregas para no olvidar el mundo. En esta edición escriben: Luis López-Aliaga, Romina Reyes, Matías Buonfrate y Agustina del Vigo. 

Foto de Gabriel Rossi

Hace largos días que vivimos encerrados. Las horas se alargan. Los días se expanden y multiplican; se clonan. La cuarentena nos genera un olvido del mundo y nos obliga a volver a aprenderlo. ¿Cómo son los espacios que comúnmente transitamos? ¿Cómo los recordamos? ¿Los recordamos? Escritoras y escritores contemporáneos, una suerte de backup del mundo, nos mantienen atados a la vida.

Acá podés leer las entregas anteriores:
Paisaje Interior #1:
Paisaje Interior #2: 

Paisaje Interior #4: 
Paisaje Interior #5: 
Paisaje Interior #6: 
Paisaje Interior #7: 


Antes

Por Luis López-Aliaga

Porque así fuimos programados, porque cada relato viene siempre a reforzarlo, suponemos un momento previo a la catástrofe. Inconsciente de su condición de antesala, trivial o calmo, solo visto en perspectiva —la insólita perspectiva del que narra— se le puede asignar el sentido.

Una pareja recién mudada a un departamento delibera sobre el color de las cortinas que aún no existen. Dormirán ahí por primera vez, la culminación feliz de un trayecto seguido como la ruta de un vuelo migratorio. Él quiere, cuando las tengan, cortinas con estampados, flores o animalitos; ella prefiere un color plano, café o verde oscuro. Cuando cae la tarde, encienden las luces del dormitorio y, a través de los ventanales, quedan expuestos al exterior como en una pantalla de cine.

La vecina del edificio de enfrente ha salido a fumar un cigarro en la terraza y, acodada en los tubos de la baranda, ve que el hombre se encarama en una silla y despliega una sábana que cubre la mitad del ventanal. Luego se baja con un salto y la sábana cae. Él y ella se ríen, se abrazan, se tiran sobre la cama y ruedan hasta el borde, el brazo de ella en el vacío. Mientras retiene el humo en la boca y lo deja escapar en descargas pequeñas e intermitentes, la vecina piensa en cómo le dirá a su pareja que ya no quiere vivir con ella, la convivencia se ha vuelto una carga que no está dispuesta a sobrellevar por más tiempo. No puede pasar otro día sin hacerlo. Una brizna de ceniza se desprende de la punta del cigarro y cae desde el quinto piso hacia el jardín, justo en el momento en que un ciclista se detiene en el portal del edificio de enfrente. Lleva un traje naranjo y en la espalda una caja de delivery. Amarra la bicicleta a las patas metálicas de una banca y, antes de ingresar al edificio, le entra un mensaje de whatsapp, una vibración en el bolsillo delantero del pantalón. Es una foto en la que su madre muestra el dedo medio a la cámara y sonríe. Su madre murió hace siete meses y la foto se la envía su hermana, la encontró en el teléfono, entre miles de imágenes que le tenían copada la memoria. Pensó que le podía gustar recordarla así, le dice su hermana al pie de la foto. El repartidor guarda el teléfono en otro bolsillo y sube hasta el sexto piso. Toca el timbre del departamento 62 y desengancha las correas de la caja para dejarla en el suelo y sacar una bolsa plástica con comida.

El hombre que abre la puerta viene descalzo y con la tarjeta de crédito tomada con dos dedos, como una pinza. Después de realizar la transacción vuelve al dormitorio y deja la bolsa sobre la cama. La mujer se levanta y, desde el balcón de enfrente, la vecina ve que sale apurada de la pieza y deja al hombre solo, mirando la bolsa de comida sobre la cama.

Suponemos un ringtone divertido, un tema disco o una bandada de pájaros, y que la mujer salió del dormitorio porque su teléfono quedó en la sala. Entonces contesta y escucha que le dicen del otro lado:

-Papá está en el hospital.

O nada. No existió el llamado y la mujer fue a la cocina a buscar una bandeja para colocar allí la comida. Entonces la catástrofe no ocurre. O sucede de otro modo y en otras circunstancias. O siempre ha estado ahí, ocurriendo, sin un momento que la preceda.

Luis López-Aliaga. Nacido en Santiago de Chile, ha publicado los siguientes libros:Cuestión de astronomía (cuentos, 1995), Fiesta de disfraces (novela, 1997), El verano del ángel (novela, 1999), Bazar Imperio (nouvelles, 2005), El bulto (cuentos, 2010) Primos (novela, 2011), La imaginación del padre (crónicas, 2014) Geografía de las nubes (novela, 2016), Mundo salvaje (cuentos, 2017) y La casa del espía (novela 2019). Ha escrito crónicas y crítica literaria en Revista de Libros de El Mercurio, el diario El Sur, La Nación y revistas digitales como Réplica, 60 Watts, DeCabeza y PenultiMa. Es guionista de televisión, director de talleres de narrativa y socio fundador de la editorial Montacerdos.


Este caos que habitamos

Por Romina Reyes

Nos invitaron a irnos de la fiesta a eso de las 5 am en el centro de Santiago, cerca del cerro Santa Lucía y de las cerámicas de Gabriela Mistral. Nos dijeron adiós, y nos vimos arrojadas a la calle, justo cuando yo protagonizaba una pelea estúpida con Sofía. Es que tú Javiera defiendes a una hija de militares. Es que tú Sofía crees que te las sabes todas. Que sí, fíjate que me las sé todas, me dijo, y yo preferí quedarme callada porque tenía hambre.

La fiesta se disgregaba en la calle. Aún se veían luces fucsias desde la ventana del departamento. Apareció Juan y su novio colombiano, Fernando, y la Irina, la polola rusa de Sofía. Decidimos movernos.

Sobrevivir juntxs el bajón, esa palabra que usamos lxs chilenxs para hablar del vacío que nos da haber tomado tanto sin parar, estar hueviando tanto.

Éramos tres mujeres y dos hombres. O dos lesbianas, una bisexual y dos homosexales. O cuatro chilenxs y un colombiano. Como sea, un grupo desagradable para la noche. Caminamos hasta un local que vendía completos, algo perfecto para matar la borrachera lo suficiente como para llegar a la casa sin desmayarnos, algo muy relevante para mí al menos.

Cada vez que me subo a un taxi me pregunto si voy a ser violada. Quizá no es exageración, quizá es sólo esa actitud artificialmente fuerte que las que somos mujeres tenemos que tomar, “por si acaso”.

Nos acercamos a la rejita del local, yo y Juan, que nos sujetamos y pegamos las caras a los fierros para simular que la verdadera cárcel estaba afuera. Ahí los noté por primera vez: un grupo de cinco sujetos que podrían haber sido una boyband chilena, pero no. Eran heterosexuales borrachos y hambrientos, algo sumamente peligroso para la noche. Lo sentí de inmediato: nos odiaron apenas llegamos, más cuando yo y Juan nos pegamos a la reja, lo que interpretaron como una forma de querer apoderarnos de sus completos antes, pese a haber llegado después. Y lo único que yo quería era saber cuánto rato se iban a demorar en atendernos, solo por ansiedad, solo por querer hablar con alguien distinto.

Pero ellos tienen que ganar siempre, ganarlo todo, mientras una nunca gana nada, nada que sea importante.

Sí, teníamos hambre, pero estábamos dispuestas a respetar el orden. En verdad, pese a nuestro show de hambrientxs, sólo estábamos haciendo nuestro pedido. Sin embargo, mientras yo sentía esa micro mala onda, atrás algo xenofóbico le decían a Fernando, qué de dónde era, dónde había nacido, y por qué estaba acá. Irina se lanzó a defenderlo, porque era pequeñita pero muy valiente. La respuesta que generó era entre un coqueteo torpe y una amenaza de agresión sexual. Era extraño. Yo en cambio, educada en la violencia del hombre ebrio, preferí callar y dejar que pasara. Recibir estoica los insultos y seguir adelante.

Sofía no pensaba lo mismo. Ahora pienso que ella es de otra escuela de dureza. Una donde es mejor morder a ser mordida, y vale toda la pena arriesgarse.

De lo que recuerdo, ellos eran cinco, y uno tenía los ojos rojos y desorbitados. Probablemente estaba duro de tanto jalar. Esa noche, y aún hoy, estoy segura de que él estaba dispuesto a matarnos. No sé, son cosas que una solo sabe.

Sofía se involucró en la defensa de nuestros amigos y de Irina, a quién ya le preguntaban dónde vivía y cómo se iba a ir. Sofía se adelantó y le gritó que sí, que siempre disfrutaba la compañía a su casa, pero nunca aceptaría dormir con ninguno de ellos. Sentí la ira esa madrugada mientras empezaban a salir nuestros completos.

Sofía se lanzó a darle una patada a ese sujeto, que le llegó en la boca del estómago. Él tomó del cuello a Juan y lo ahorcó. Irina y el venezolano lo jalaron hacia nuestro lado y, afortunadamente, del otro lado había un par de hombres haciendo lo mismo.

Yo tomé de los hombros a Sofía. La empujé contra unas marquesinas.

Qué te pasa, ¡¿quieres que nos maten?!

Déjame, me decía ella. Yo sé boxear, puedo ganarles.

¡¿Qué no te das cuenta que al que le van a sacar la cresta es a Juan y no a ti?!

Tú no confías en mí, me dijo mirándome a los ojos.

Ahora pienso que cada grupo tenía una persona loca con ganas de matar. La nuestra era Sofía, la de ellos era ese hombre cuyo nombre nunca escuché ni aprendí. Creo que el resto de nosotrxs nos odiábamos, sí, pero podíamos hacerlo de lejos. Al final, mientras esperábamos que terminaran de entregarnos nuestros completos, nos seguían gritando amenazas sexuales y Sofía movía las caderas dando cuenta de que sí, quizá, en otra vida, por qué no.

Al final nos fuimos a comer nuestros completos a otro lado, a otro paradero. Perdimos. Nada importante de todas maneras. Ya era de día.

Llegamos a Santa Rosa y decidimos seguir juntxs. El departamento de Sofía e Irina estaba cerca, y las acompañamos. Sofía insistió en que esperáramos la apertura del Metro bajo su techo. Cuando llegamos Irina se fue a la cama, y Juan con su novio hicieron lo mismo.

Yo me quedé con Sofía en el living, mirando el amanecer. Me acosté en el sillón, con todo el cuerpo estirado. Sofía se sentó sobre mis pies. Me los abrigó.

Sofía, le dije entonces, me gustas más de lo que yo creía.

¿Y qué hago?, quiso saber.

Deja a la Irina. Pololea conmigo.

La verdad, no estaba tan segura de lo que estaba diciendo, pero había algo que sentía. Un órgano temblando por dentro. Quizá me toca decir que soy escorpión, y tengo habilidad para barajar varias emociones al mismo tiempo y, aun así, respirar. No sé bien cómo.

No, dijo ella sin mirarme. Estoy con la Irina, y quiero que siga siendo así.

Me acerqué de todas formas a su cara, y le di un beso. Ella me tomó de las mejillas. Me arrastró a la cocina y me levantó la polera.

Continuará…

Romina Reyes, Santiago de Chile, 1988. Periodista. Ha escrito en medios como The Clinic y revista Paula. Publicó Reinos (2014, Montacerdos), libro de cuentos que obtuvo el premio Mejores Obras Literarias, categoría inédita, del Consejo de la Cultura, año 2013. El 2018 se estrenó la película Reinos, adaptación del libro, en el que participó como guionista. El 2019 publicó Ríos y provincias (Montacerdos), su primera novela. Actualmente escribe una tesis para obtener el grado de Maestría en Literatura Española y Latinoamericana de la Universidad de Buenos Aires.


El recordar, acelerado

Por Matías Buonfrate

Si el tiempo es lineal, hay una relación entre el presente, el pasado y el futuro que es similar al modo en que los ojos recorren las palabras escritas. La idea de recordar nos conduce a un pensamiento ordinal: primero, atrás, el pasado. Un lugar al que se avanza en reversa.

La cuarentena me encontró fuera de Buenos Aires, en Sevilla. Al comienzo fue un encierro, igual de desafortunado. Después se volvió alegre por lo breve y el pronto arribo a la “nueva normalidad”.

En mi caso, la cuarentena del virus fue una de cuarentena dentro de otra, la del vivir fuera del país y lejos de los afectos.

La situación de experiencias “nuevas” y, por lo tanto, desconectadas de la red de experiencias que traman lo local y lo identitario me producía recuerdos permanentes. No tanto una nostalgia, más una redundancia cíclica por el pasado, sin el deseo de revivirlo.

Comenzó con lo lejano, Buenos Aires, las amistades, la familia, los lugares y las calles. Después llegaron los recuerdos más próximos, casi del presente. El arribo al aeropuerto, el comienzo de clases, La casa donde había vivido la semana pasada, el último texto entregado.

El pasado se acumulaba con vértigo y exigía el ejercicio permanente del recordar. Cada corta época recordaba a las anteriores y acumulaba capas.
El espacio interior se iba configurando en dos ejes. Uno vertical como las eras geológicas apiladas unas sobre otras. A la vez un eje lineal, sucesivo, donde las épocas se recordaban unas a otras. No son iguales mis recuerdos de Buenos Aires dentro de Buenos Aires que mis recuerdos de Buenos Aires desde Sevilla. No son los mismos mis recuerdos de Sevilla desde el barrio de Feria, residencia inicial, que desde el centro histórico, donde residí después. Está también la tentación circular, de decir que desde Buenos Aires recordaba a Sevilla. Lo que hay fue una Sevilla construida en mi interior, un paisaje proyectado cuya inexistencia física no lo hace menos real.

La contraparte de esta aceleración y superposición de memorias es también la prisa con la que sucede el olvido. Ese torrente de recuerdos cada vez más acelerado requiere, o exige, un soporte externo, un espacio de reescritura y relectura. Lo subjetivo es agradable, no necesariamente confiable. La nube, como espacio digital, se caracteriza por esconder las distancias. La distancia que tenemos con los servidores, la distancia temporal y la distancia mnemónica.

La forma que toman mis recuerdos, los que quiero y llego a guardar; mi paisaje interior es, entonces, otro interior más. Uno lejano y hecho bits. El mundo fuera de nuestras casas continúa vigente, con menos personas, más yuyos, más alimañas, más silencio y más dolor. El paisaje interior es necesariamente diferente, a fuerza de subjetividad y digitalización, se parece a algo alegre que debemos recobrar.

Una última idea. Se me ocurre un vínculo posible, entre el mundo exterior y el paisaje interior. Un vector que une mundo, cuerpo y mente. Tiene la capacidad de aplastar las capas de recuerdos en una sola sensación compacta que las atraviesa a todas de inmediato. El vínculo más preciado, el que no se puede digitalizar: el olfato.

Matías Buonfrate (Buenos Aires, 1986). Escribe e investiga sobre la relación entre lenguaje y computadoras. Es editor en Neural. En las redes se lo puede encontrar como poeciborg.


El paseo

Por Agustina del Vigo

Salí de casa preocupada como estaba desde el día anterior.

Me dejaste de contestar los mensajes a eso de las tres de la tarde y empezaba a pensar lo peor. Que te habían robado. Que te habías pegado un palo con la bici. Después de todo, Ballester, donde vive tu amigo, queda bastante lejos del barrio y vos siempre salís sin el casco.

Tengo esta manía de querer cuidarte sin que vos me lo pidas.

Hoy la ecografía me salió bien. No me preocupé en la sala de espera como me enseñaste el día que te dije que el asunto me ponía nerviosa. Pero todavía no pude decírtelo porque no me escribiste para preguntarme cómo me había ido y me pareció mejor esperar a que salgan de vos las ganas de saber.

Enfilé para la Av. Santa Fe para ir al supermercado. Los domingos hay menos colectivos en la avenida y entonces se oyen otros sonidos en el barrio: la música de los vecinos, el crujir de la carne en la parrilla de los que tienen terraza, las uñas de los perros trotando en el asfalto de la vereda.

Caminé dos cuadras y saqué el celular de mi bolsillo. Nada. “Última conexión: ayer a las 15 h”, decía la indicación del Whatsapp bajo tu nombre. “Tengo que dejar de hacer eso”, pensé y tuve miedo de mis obsesiones. Decidí esperar y concentrarme en lo que estaba haciendo. Fijar la mente en el presente, no preocuparme antes de tiempo.

Entré al supermercado, compré: café, unos tomates, pan y un vino, el que le prometí a mi padre que iba a llevar hoy para el almuerzo. No había nadie en el chino a esa hora, solo mi vecina, la vieja loca del balcón de enfrente, con su pelo rosa viejo y las pantuflas azules a medio colocar. A la vieja loca la veo todos los días salir varias veces a su balcón-terraza para espantar a las palomas que no dejan de volver para posarse en su baranda.

Estoy segura de que no las alimenta. O quizás sí y jamás estuve para verlo. Pero a pesar de sus esfuerzos sé que las palomas vuelven, una  y otra vez, a desfilar por la baranda, dejar su mierda en el metal y joderle la vida a mi vecina que ya suficiente tiene con estar loca y sola.

Pensé que coincidiríamos en la caja para pagar pero no. Estoy segura de que ella me habrá visto miles de veces desde la terraza, pero que no me reconocería. Entonces, estoy sola y pago. Me doy cuenta que pensar en mi vecina me hizo dejar de pensar en vos. Siento un alivio que podría ser un buen puntapié para no mirar el celular hasta llegar a casa y así no alimentar la ansiedad que naturalmente, y no solo con tu desaparición, me consume.

Pero no funciona.

Caminé las cuadras de vuelta sin ver nada, preparé la llave media cuadra antes de llegar a la puerta, y una vez en el departamento te llamé. No lo había hecho hasta ahora pensando que si no te estabas comunicando conmigo alguna razón tendrías. Pero el paso de las horas anularon el respeto por tus tiempos, y pensé que mi preocupación legítima valdría más que tus motivos.

El teléfono sonó en el vació varias veces hasta que la operadora me sugirió dejarte un mensaje. Llamé de nuevo. No atendiste.

Este segundo intento fue definitivamente peor.

Para nuestra generación las llamadas suponen una instancia de emergencia.

Vivimos la interacción vocal como una intromisión, un acercamiento excesivo.

Pensé que tener en la pantalla de tu celular dos llamadas perdidas en vez de tres me permitiría ante tu desplante mantener un poco más la dignidad, y no te llamé más.

Derrotada, dejé el teléfono sobre la mesa.

Acomodé las compras en la heladera pensando que ahora sí no había más nada que hacer más que esperar.

Entonces decidí que lo mejor era desprenderme.

Tomar coraje y ocuparme de mí. Y de mis padres que me estaban esperando para almorzar.

Hay dos cosas en las que tengo que dejar de pensar: que los vínculos son una guerra y que tu desaparición es mi culpa.

Suena el teléfono. “¿Estás lista? En 5 minutos te pasamos a buscar”, me avisa mi madre.

Salgo y estoy por subirme al ascensor, toda despeinada como cuando salí preocupada por vos al supermercado.

Sentí que algo estaba mal, sobretodo que algo me estaba debiendo.Volví al departamento para peinarme y pintarme los labios convencida. “Si ofrezco la mejor versión de mi misma, el Universo me lo va a devolver”, dije en silencio frente al espejo.

Cuando bajé, el auto blanco de mis padres me estaba esperando en la puerta.

Dimos la vuelta a la manzana, íbamos justo a pasar por la esquina de tu casa, que queda a cinco cuadras de la mía, algo que al comienzo me confesaste como una preocupación. Ese día te dije que no deberías preocuparme antes de tiempo.

Cuando ya estábamos juntos me confesaste que, en tu cabeza, esa frase me había diferenciado del resto y que te gusta la seguridad con la que te digo lo que quiero.

Cuando el auto dobló al fin por la esquina de tu casa, no pude evitarlo y miré.

Estaba segura de que ahí tampoco te iba a encontrar, pero tuve un impulso.

El auto pasó por delante de tu edificio y en dos segundos fue dejando atrás tu imágen y la de la chica morocha de pelo largo que justo salía con vos de la puerta de tu casa.

Me contorsioné y por la luneta los vi alejarse por la vereda. Ella tenía una mochila bastante grande, ambos caminaban tranquilos sin darse la mano. Y vos ibas mirando el celular.//∆z

Agustina del Vigo nació en 1987 en Buenos Aires. Es Licenciada y Profesora en Letras (UBA), y actualmente cursa la Maestría en Periodismo Narrativo de la Revista Anfibia (UNSAM). Es colaboradora de la revista ArteZeta, y publicó artículos en La Agenda, Estación Libro, Revista Luthor y Espacio Murena. Actualmente escribe Instapoesías del Covid (crónicas de balcón) en su perfil @delvigoagustina.
ph. Jésica Giacobbe