Visitas ilustres, regresos con gloria y eventos multitudinarios han sido el denominador común de los shows durante el año pasado. Repasamos algunos de los mejores en esta lista seleccionada por la redacción de ArteZeta.
Primal Scream es, sobre todo, la banda del genio inclasificable de Bobby Gillespie: alguien que le imprimió a su grupo un sonido amplio, que se movió a lo largo de las décadas al compás del cambio permanente y que se puso en las pieles de un camaleón del rock dispuesto a aventurarse en todo tipo de riesgos artísticos. Así, en un sano ejercicio de buena melomanía rockera, el show no dio respiro: hubo rock and roll con “Jailbird”, sonó el garage sucio de “Accelerator”, el krautrock de “Shoot Speed/Kill Light”, la psicodelia regada con éxtasis de “Higher Than the Sun” y el sonido madchester de “Trippin’ on Your Love” con el arpegio de Innes que calcó el sonido de John Squire de los Stone Roses.
Hubo lugar también para más de los habituales maridajes entre rock, pop y eléctrónica de Chaosmosis con “(Feeling Like a) Demon Again” y “100 % or Nothing”, pero en el arrollador final del show estuvo lo mejor de la noche: el himno generacional “Loaded” y su grito libertario desde un sampler, el power country “Country Girl” y los tines glam rock de “Rocks”, de nuevo con Kurt Vile como invitado. Faltó tal vez alguna más, “Come Together” no hubiera estado mal, pero poco más de una hora le bastó a Primal Scream para terminar con un escenario encendido y dejar en claro que en la diversidad está el placer. Matías Roveta
El tsunami de canciones se desata durante casi tres horas. Solari confirma lo que muchos temían: su enfermedad era real. Mr. Parkinson había hecho nido en su almohada. Sin embargo, seguiría dando batalla a través de lo que mejor sabe hacer: melodías que satisfacen el paladar popular. Esto abre otra puerta, nuevamente ajustando el foco en el modo antropológico. Carlos Solari está lejos de ser una muestra de las clases populares argentinas. No es un Pablo Lescano. No nació en una villa. Hasta incluso se podría decir que en su actual presente estás más cerca de una aristocracia sin sangre azul, con un estilo de vida que se balancea ente lo excéntrico, lo misántropo y lo lujoso. Sin embargo, supo representar, contener y exhortar a las clases populares como quizás ningún otro exponente rockero local supo hacerlo. Prueba de esto son los cientos de miles de personas que lo acompañan en cada show que brinda. Sus trayectorias, sus estigmas, sus esquemas corporales y sus ritos avalan que Los Redonditos y Solari han impactado de manera emotiva en las clases subalternas, más allá de si todo el mundo entiende o no el significado de sus letras. Como canta Solari en “Ciudad Baigón”, cual animador de este circo del infierno: “Mirá las almas a tu alrededor / mirá el amor que está a tu costado / Muchos infiernos, diversos, vi y sin embargo yo aquí paseo / voy apilando puteadas y sigo ofreciendo mis gentilezas”. Pablo Díaz Marenghi
Iggy Pop – Festival Bue
En octubre el predio de Tecnópolis fue sede de varios shows descomunales. En la jornada de cierre, Wilco brilló con un set extenso en el que se conjugaron las dos caras de la banda de Chicago, que debutaba en el país luego de una larga espera: el sentido melancólico de la tradición norteamericana de country-folk que respiran en buena medida las melodías, junto con el perfil alternativo y experimental que concentran las canciones de Yankee Hotel Foxtrot (2001). Jeff Tweedy y Nels Cline (la gran arma secreta del grupo) se turnaron con su guitarras en solos líricos en “Impossible Germany” y regalaron lo mejor de un show difícil de olvidar. El día anterior había sido el gran plato fuerte con un Iggy que salió desde el primer segundo decidido a comerse crudo el escenario: sobre la base del riff ominoso de “I Wanna Be Your Dog”, ahí estaba él en cuero, gritando como un alienado sobre la valla y desafiando al público. Secundado por una banda con un sonido avasallador, la Iguana no dio respiro y así fueron pasando en continuado himnos como “The Passenger” o “Lust for Life” junto a clásicos de los Stooges como “1969”, “Search and Destroy” o “Down on the Street”. Pero lo mejor llegó de la mano de un puñado de canciones de su obra maestra The Idiot (1977), editado en años de vanguardia musical junto a David Bowie: el funk futurista de “Sister Midnight”, pulso mécanico de “Nightclubbing” y el sonido industrial de “Mass Production” con sus reminiscencias a Kraftwerk. La certeza fue la de ver en vivo a un tipo maduro transitando un nuevo período de gracia de la mano de Post Pop Depression, justo sobre el final de su carrera y en el probablemente último show suyo en el país. Matías Roveta
The Rolling Stones – Estadio Único de La Plata
Fue un año de super fiebre stone que culminó con la edición de Blue & Lonesome, pero que en el medio tuvo además un documental sobre el histórico show en La Havana, la reedición ampliada de Stripped, otro documental sobre la gira por Latinoamérica (el Olé, Olé, Olé!: A Trip Across Latin America, con guiños especiales al público argentino) y hasta una muestra de museo llamada Exhibitionism que recorre la historia de la banda. Claro que lo más importante de todo estuvo en el arranque del calendario, con una trilogía de shows en La Plata en febrero como parte de un Olé Tour con el que desembarcaron por cuarta vez en el país. ¿Y qué hizo tan especial esta visita en relación a las anteriores? Nada más (ni nada menos) que la posibilidad de observar –sin disco nuevo que presentar en esta oportunidad- el legado clásico de los Stones en acción, ese que define para siempre la historia del rock. Una suerte de greatest hits en vivo y en directo, la leyenda viva con sonido perfecto y ejecución maestra en manos de una banda –sobre todo Mick Jagger y Keith Richards- que dejó de lado las asperezas del pasado para concentrarse en la magia que pueden desatar juntos. Y momentos memorables hubo por doquier: el poderoso riff con afinación abierta de Richards en “Jumpin’ Jack Flash”, el ritual hipnótico de Jagger en “Sympathy for the Devil”, el entramado de guitarras oscuras de “Gimme Shelter” con el grito sobrehumano de Sasha Allen, el fantasma de Brian Jones sobrevolando La Plata sobre el arreglo oriental de “Paint It Black” o el coro góspel de estadios en “You Can’t Always Get What You Want”, son algunos ejemplos. Pero hubo un instante que se robó las tres noches y fue cuando Jagger presentó a la banda y llegó el momento de Richards; una tremenda ovación hizo quebrar, literalmente, a este pirata de mil batallas que como pudo -en el show del 10 de febrero- empuñó su guitarra y regaló una hermosa versión de “Slipping Away”, tal vez la mejor canción que canta él en todo el catálogo stone. Matías Roveta
Noel Gallagher – Sideshow Lollapalooza
El lugar de frontman que su hermano Liam ocupó por tantos años en Oasis le daba el margen a Noel Gallagher para trabajar tranquilo en la mediasombra de la guitarra principal, que nunca tuvo vuelos espectaculares. Pareciera ser un hombre común con un trabajo corriente –el rock como industria, el músico como obrero de cuello blanco- pero también privilegiado y algunas veces auténtico.
El set comenzó con “Everybody’s On The Run”, igual que comienza desde hace unos años su blanqueada carrera solista. Buen arranque, sólido, con las guitarras un poco abajo en volumen. Cruzado apenas por un “G’evening”, la acústica del estadio pensada para apreciar el reverb de los guantazos de box quebró en agudos la distorsión de “Lock All The Doors”, el guitarrazo más expansivo de su último disco Chasing Yesterday. Sobrias, cuidadas pero no canónicas, algo más apuradas que en sus versiones de estudio, los cortes de sus dos discos solistas fueron sucediéndose en gran parte con la primera mitad de la veintena de canciones de la noche. Noel Gallagher parece tomarse esas canciones en vivo al modo en que un pintor de edificios encara lo suyo: prolijo, constante, sin lugar al boludeo y las desprolijidades. Algo monótono, sí, pero esa cara del edificio no se pinta sola y si vamos a laburar que valga la pena. Sebastián Rodríguez Mora.
Babasónicos – Teatro Colón
Condimentado por un intercambio berreta entre la “provocación” de la banda en el diario La Nación que auspiciaba el evento y la respuesta intempestiva del director artístico del Colón en su cuenta de facebook, el show finalmente continuó. Ya en escena Babasónicos hizo gala de toda la capacidad teatral que la banda ha sabido mostrar a lo largo de los años, aprovechando las características distintivas del Colón (su acústica, iluminacón, el escenario con los juegos de telones y hasta los palcos) para un despliegue que no podría haber realizado en otro lugar. Como escribió Claudio Benzecry en su gran intervención: “Si uno mira el vestuario o el uso de las luces del show no puede menos que sentirse obligado a reparar en todas las lecciones que el pop escénico tomó de la ‘obra de arte total”.
Desde la Paraíso el sonido tenía que pelearle al autofestejo de los fans (¿hubiese aguantado Norma Aleandro?). Y, mientras que todavía no estaba resuelta la suerte del show de Kraftwerk en Buenos Aires, la banda de Lanús se despachaba con las versiones disco friendly de “Deléctrico”, “Los Calientes” e intermedio de Bronsky Beat, hacíendo todavía más ridículo el conflicto electrónica-dance music vs. la Ciudad de Buenos Aires. Pero esa es otra historia. Gabriel Feldman
23 canciones que no bajaron de nivel en ningún momento y que fueron coreadas por el público que también se animó a hacer mosh. De esta forma, se pudo notar una banda bien ensamblada que sorprende ya que la última vez que tocaron juntos en vivo fue hace 15 años, casi como si no hubiera pasado el tiempo. Bléfari, además, tiene un ángel que puede divisarse apenas sube al escenario. Pronuncia claramente las palabras y grita cuando necesita ser cruda. No dialoga con el público, sólo se dedica a la comunión musical con el espectador, que la aviva intensamente.
Al verlos en vivo surge el interrogante de cómo logran conmover a un público tan diverso, que incluye entre dos y tres generaciones. Suárez, que la podemos ligar sonoramente a Sonic Youth, tiene un estilo de canción que para su momento de esplendor era un desafío audaz: temas con constantes repeticiones de frases, desafinaciones, ruidos. Este modo de hacer música fue incorporado por bandas independientes que tomaron su legado y lo redefinieron y de esta forma el oído reconoce en ellos algo que no envejeció. Ayelén Cisneros
El excelente show de la banda de Düsseldorf en el Luna Park estuvo marcado por esa tensión permanente entre máquina y hombre que conceptualiza su obra y corona –además de titular- su gran obra maestra: The Man-Machine (1978). Así, sobre el escenario los que disparan programaciones y pulsan botones desde las mesas son efectivamente seres humanos, pero apelan a una parquedad absoluta y movimientos mínimos como si fueran androides programados. La voz de Hüttler en “Spacelab” suena absolutamente robotizada en el contexto de una oda espacial y futurista, pero la sublime riqueza en matices que crea junto a su banda cala bien hondo, revuelve los sentimientos y acelera el corazón del más insensible de los seres humanos.
Justamente “Spacelab” funciona perfectamente para describir la cualidad distintiva de este show: los efectos 3D proyectados desde las pantallas. Sobre un clima medio pinkfloydeano y mientras el repiqueteo acelerado de un sintetizador ofició como base para que un moog trazara melodías como un violín, desde el fondo de la pantalla principal un satélite arremetió sobre el público para despertar una tremenda ovación. Un placer audiovisual extraordinario que regaló lo más intenso de la noche y terminó con una nave espacial aterrizando en la puerta del propio Luna Park, fotografiado en blanco y negro en la pantalla. Todo eso fue durante el momento The Man-Machine, que tuvo otros picos creativos notables con la canción que da nombre al disco y su drama oscuro y progresivo, la elegancia de “The Model” y la apacible belleza de “Neon Lights” con, claro, imágenes tridimensionales de distintos carteles de neón: hoteles, farmacias y hasta el logo de Universal, entre otros. Matías Roveta
Arrancan los primeros acordes al palo de “El más grande de todos” y luego un clásico: “Luchador de Boedo”, que desata el primero de tantos pogos. Es curioso lo que se genera en sus shows: la gente agita como si estuviera en un festipunk, como si un habitus punkrocker recorriera sus cuerpos y aflorara en sus conciertos. Después, una cuestión emocional, como si se tratase de la banda de sus amigos del secundario que van a ver hace años y en donde lo musical muchas veces queda de lado. No van a buscar complejos arpegios e interminables solos de guitarra. No buscan coros melodiosos. Buscan esos estribillos gancheros, cotidianos, esas historias de cancha, birra en la esquina, asado y fiesta en el barrio.
Repasan todo su repertorio. Se los ve felices pero hablan poco. Agradecen al público pero se lo toman, a la vez, como un show más. Están tocando en un teatro relevante para la escena porteña pero parece no importarles demasiado. Al menos, no lo demuestran. Suenan todos sus clásicos como “Omar”, “El Gran Balboa”, “Lo quiero mucho a ese muchacho” y “Patrullas del terror” -con la infaltable colaboración del amigo de la banda Ronnie Crispo, que subió con la camiseta de la Selección y vociferó como nunca señalándose el número diez estampado en su espalda. También se subió al escenario a cantar medio de sorpresa Lucas Jaubet, cantante de The Hojas Secas, otro amigo de la casa. Porque eso era, a fin de cuentas, lo que estaba pasando: un encuentro de amigos. Pablo Díaz Marenghi
Él Mató a un Policía Motorizado en el Festilaptra – Konex
Hace varios años que el festival que reúne a todas las bandas del sello Laptra en el Konex viene siendo una atracción infantable. El plato fuerte de 2016 fue el show de la banda liderada por Santiago Motorizado que repasó, de pé a pá, su disco Un millón de euros (2016) a una década de su lanzamiento. Así sonó el arpegio hipnótico y demoledor de “Chica rutera” para despertar los primeros pogos de una noche calurosa. Clásicos como “Amigo piedra”, “Vienen bajando” o el instrumental “Provincia de Buenos Aires” fueron odas a la nostalgia, al fuego que hemos construido. Luego algunos clásicos de siempre redondearon uno de los mejores recitales del año. Pablo Díaz Marenghi