Tras siete temporadas terminó Mad Men, una de las series fundamentales de la era dorada de la televisión. Hablaremos de su final por mucho tiempo.

Por Martín Escribano

Corría el octavo episodio de la primera temporada cuando un vagabundo le ayudaba a Don (Dick en ese entonces) a poner en palabras algo que él venía intuyendo: “aquí vive un hombre sin honor”. Años más tarde, confrontado por una hija harta de la fascinación que ejerce su padre con sus compañeras de estudio y con las mujeres en general, el que habla es Don: “Sally, todos los hijos son como sus padres. Ya te vas a dar cuenta”.

Entendemos, entonces, que el hombre sin honor al que aludía el vagabundo no era Don-padre, muerto por un caballo al que intentaba ensillar durante una eterna borrachera, sino Don-hijo al que, de yapa, le alcanzó con nacer para enviar a su madre prostituta al cementerio. Entre la sanción del linyera y la advertencia a su hija, una guerra, sí, pero sobretodo un acto: la deserción. Abandono, fuga, escape, el deseo ¡cumplido! de ser otro y el consiguiente redoble de un sentimiento inconsciente de culpa que marcó el norte en la vida de nuestro héroe.

Los últimos capítulos de Mad Men remiten en muchos aspectos a su comienzo. La secuencia en cámara lenta en la que una Peggy-mujer llega a McCann caja en mano y derrochando onda es cuasi idéntica a la de Peggy-niña, también caja en mano, siguiendo a Joan por los pasillos de Sterling/Cooper cuando sabía poco más que atarse el pelo y afearse para pasar desapercibida entre sus compañeros de trabajo. Don, a diferencia de Peggy, no ha tenido una Joan como modelo a seguir y su evolución (si es que se trata de ello) llega a modo de insight durante una estadía en una comunidad hippie.

peggy

Década del setenta y Don sigue en plan huída, esta vez para recuperar a esa wannabe Rachel Menken que encontró en una camarera también fugitiva. Ya iba siendo hora de sacar el pie del acelerador, pisar el freno, bajar del auto e intentar responder dónde estoy y adónde vamos. Lo hará luego de reparar una antigua máquina de Coca-Cola, de participar “como uno más” de una reunión de veteranos de guerra y de enterarse que Betty Francis se irá a un lugar al que no puede seguirla.

Confrontado con el límite insondable de la muerte de una de las mujeres de su vida, con la muerte de una Sally-niña que, del otro lado del teléfono, ha demostrado fortalezas que no tienen ni su padre ni su padrastro, y ya en un trance catatónico que lo hace ver como ese vagabundo que le anunció su origen (y su destino), Don juega su última carta llamando a la mujer que cierra el terceto: Peggy. Hermanados en su orfandad, el diálogo entre los dos únicos protagonistas de la serie remite, como no podía ser de otra manera, al hogar. Don confiesa sus pecados y Peggy no solo no lo juzga sino que lo invita a volver.

sally draper

Luego, la identificación con un hombre que se define como invisible (previo testimonio de una madre abandónica, digamosló), el momento del insight y su posterior efecto de pertenencia que concluye en una sonrisa. Fieles al espíritu de nuestra época, hemos de cuestionarla, aun más viniendo de Don. ¿Es la sonrisa de un iluminado que imagina Hillside, el comercial que cierra la serie? ¿O es la expresión del alivio que se desprende de dejar de ser un outsider para pasar a ser uno más? ¿Se trata de ambas a la vez, siendo que la publicidad puede, como el arte, nutrirse de sentimientos genuinos? ¿Es Hillside el primer comercial del “nuevo” Don? ¿O es tan solo lo que podría haber sido si Don hubiera continuado trabajando para McCann-Erickson?

Final rotundo, inteligente y abierto que refuerza la idea de televidente que ha tenido Matthew Weiner durante estos siete años: un espectador activo dispuesto a pensar. Don parece experimentar esa felicidad que él mismo dice haber inventado para vender medias de nylon. Sea cual sea la respuesta, la década que comienza cuando concluye Mad Men se servirá de los ideales del hippismo, contaminados por una creciente tendencia hedonista, para seguir vendiendo. Y sí, Coca-Cola es tan buena como lo eran los Lucky Strike a finales de los cincuenta pero Joan (bello final para la colorada, que ha demostrado que solo un idiota puede ver en ella simplemente un par de tetas) se encarga de dejar en claro que la alegría de la coke, se la esnife o se la tome, es falsa y se va así como llega.

Con Campbell volviendo a lo mejor que siempre tuvo: Trudy, Roger en sintonía con una mujer que sabe jugarle de igual a igual, y Betty salvando a una Sally que venía perdida entre la infelicidad de su madre y las infidelidades de su padre por medio de una carta que posee una de las expresiones del amor (“andá, viví, sé diferente”), el final de Mad Men marca, como lo dice su slogan, el fin de una era. Y Peggy, así como fue The New Girl será The Last One… último testimonio de una época que no volverá.

bettykitchen

La muerte de Bert Cooper y la primera aparición de la informática (¿se acuerdan del delirio que armó Ginsberg en torno a la llegada de la computadora a la agencia? Hoy Snowden le da la razón) pregonaban la muerte de ese cosmos al que, hasta hace unos días, podíamos volver aunque sea una hora con cada capítulo y que ahora tendremos que duelar. Una subjetividad, azotada por la violencia de la inmediatez, que hemos perdido y no sabemos recuperar: la del mundo como lugar de seducción.//z