En la serie de HBO dirigida por Jonathan Nolan y Lisa Joy se demuestra que la Humanidad está perdida. La técnica contemporánea parece estar diseñada para oprimirnos. 

Por Matías Buonfrate

Westworld fue una película de 1973 escrita y dirigida por Michael Crichton, el mismo autor de la novela que originó Jurasic Park. En ambas analiza el concepto de parques de diversiones fuera de control.

En la película original existían tres parques que conformaban el complejo de entretenimiento más exclusivo para los turistas acaudalados de la época. Además de la zona temática del oeste, otras recreaban al medioevo y al imperio romano. Previo a los videojuegos, el verosímil técnico de la época consideraba la creación de mundos con robots autónomos como algo más económico que la realidad virtual. El argumento de la película era simple, dos amigos llegaban a Westworld a pasar sus vacaciones, los robots enloquecían por un virus en su programación y empezaban a matar a todos los humanos. Los androides carecían de mayores motivaciones y el antagonista de nuestros héroes humanos era un vaquero vestido de negro, que los perseguía a través de los tres parques. La película anticipó a Terminator, en parte a Predator, dejó preguntas que retomaría Blade Runner y nos legó un excelente capítulo de Los Simpsons.

En la adaptación de Jonathan Nolan y Lisa Joy, producida por J. J. Abrams, Westworld es un parque de diversiones cuyo costo de mantenimiento es equivalente al PBI de un país mediano, donde la gente multimillonaria experimenta aventuras en el lejano oeste. El parque es una reproducción minuciosa del verosímil de los westerns cinematográficos más que de una realidad histórica.

El concepto aparece adaptado al entorno técnico contemporáneo, donde prima la inteligencia artificial sostenida por juguetes sexuales hiperrealistas, impresoras 3D y administrada por computadoras multipropósito de pantalla plana. Dejaron afuera un par de décadas de creación de mundos virtuales en videojuegos y se valora la defensa del gremio que ejercen Nolan y Joy al darle algún rol en la trama a personajes escritores.

Es un poco inverosímil y costoso tener humanoides que viven el día de la marmota, solo para que una banda de turistas pueda asesinarlos y vejarlos. Pero podríamos hacer un análisis de clase. ¿Quién paga el costo de Westworld? Se trata de millonarios aburridos, en su mayoría hombres, que pagan para vivir experiencias de la carne. Buscan una forma de entretenimiento que descarta lo virtual, paga para ver y toca para creer.

Westworld, por otra parte, es un juego fácil. Como huésped, un humano no puede morir en sus instalaciones, ni a mano de los androides ni por sus compañeros de especie. A cambio de unos miles de dólares por día, un aristócrata aburrido o un CEO hastiado puede convertirse en un titán griego poderoso entre un manojo de seres cuyos destinos está escrito. En parte es similar a los beneficios de clase a los que acostumbran, solo que con mayor facilidad para cometer crímenes sin consecuencias.

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El tema en manos de Abrams y Nolan, promete a la conducción moral absoluta. Abundan los recursos para sostener la trama oscilante con subrayados antes de cada momento disruptivo: ¡Reflexión! ¡Existencialismo! ¡Asesinato! ¡Sexo! La organicidad entre los elementos suele ser lábil, y parecen estar articulados en base al metatexto “Soy HBO, no huyas a Netflix”. Así como el metatexto de la última temporada de Black Mirror es “Soy Netflix jugando a la BBC”.

Así, en la trama de Westworld todo cambia porque nada va a cambiar. Los androides asesinados vuelven al día siguiente, cualquier acción emprendida en el predio no posee consecuencias en el mundo real, abunda el sexo sin pornografía, proliferan los disparos sin dolor.

En este punto conviene reflexionar sobre los personajes femeninos, al menos los de género femenino diseñado. En Westworld abundan las heroínas, otro cambio de época, pero que terminará en demostrarse fútil. Dolores Abernathy (Evan Rachel Wood) y Maeve Millay (Thandie Newton) son las protagonistas androides, encarnadas en cuerpos bellísimos que representan dos arquetipos tradicionales de los personajes femeninos. Dolores es la santa virginal y rubia; Maeve, la prostituta experimentada y negra. Son ellas quienes tienen mayores grados de conciencia sobre lo que sucede en el mundo que habitan. Con el desarrollo de la trama, cada una explora Westworld por un camino diferente, que divergen hacia polos opuestos.

La pregunta es, ¿son mujeres? Sus contrapartidas femeninas de carne y hueso en la serie no son tan interesantes y sus trayectorias como protagonistas resultan bien obtusas. Esto se repite con respecto a todo el repertorio. Los personajes humanos son menos elocuentes, más insípidos. Visten ropas negras, tienen motivaciones superficiales, sentimientos refritados y obsesiones ridículas. De a poco entendemos que los personajes humanos son en realidad el fondo y la robótica, figura.

¿Los androides son humanos? Carece de interés saberlo, la respuesta la dan los autores de la serie: no lo son, son mejores. ¿Por qué se le da mayor importancia al desarrollo de personajes androides que a los humanos? Los humanos, al parecer, hemos dejado de ser interesantes.

Vivimos un período en que las inteligencias artificiales y las máquinas autónomas comienzan a abordar las categorías de autonomía, inteligencia y creatividad. La técnica contemporánea parece no estar diseñada para ayudarnos, sino para oprimirnos. ¿No fue siempre así? La técnica no es neutral y el proceso de encubrimiento no es más que el olvido de que detrás de las máquinas, hay humanos que las diseñan, arman y promueven. Deep Blue no le ganó a Kasparov, un montón de ingenieros de IBM lo hicieron.

Jaron Lanier expone este argumento en su libro No somos computadoras. Se pregunta si lo que sucede en realidad no es que las computadoras son mejores, sino que los humanos somos peores. Según él, el test de Turing indica que la inteligencia artificial solo puede ser reconocida por ojos humanos. Plantea que la prueba es un arma de doble filo ya que es imposible saber si la máquina ha mejorado o si en realidad el espectador humano ha disminuido su nivel de inteligencia hasta el punto de creer que la máquina es inteligente.

Una idea similar sostenía el cuento “La sensación de poder de Asimov”. En el contexto de una guerra de misiles autónomos, descubren que un empleado de maestranza puede realizar operaciones algebraicas simples sin utilizar calculadoras. De pronto se encuentran con que todas las operaciones realizadas por las máquinas pueden ser practicadas por seres humanos. Los líderes se asombran, al punto de extraen todo el conocimiento del conserje y convertir al álgebra en su entretenimiento. Luego usan lo aprendido para reemplazar los misiles autónomos por proyectiles pilotados por humanos, mucho más baratos. La humanidad pierde valor cuando se la asemeja a una computadora.

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En Westworld la revolución androide inminente apunta a brindarnos profundos monólogos de Anthony Hopkins sobre Dios y la Humanidad, para dejarnos con la certeza de que los androides empáticos merecen la vida antes que los humanos atonales que plagan el mundo. Quizás la segunda fundación del parque de diversiones para millonarios reemplace a los androides con humanos pobres para ser asesinados y violados. Como dice Lanier, “la gente se degrada constantemente para que las máquinas parezcan inteligentes”.

Si descartamos el debate inútil por la humanidad de las máquinas, la pregunta pasa a ser cómo evitar vivir existencias maquinales, algo que el devenir histórico de la técnica capitalista ha allanado desde sus inicios. Si en efecto, las máquinas están en proceso de replicar nuestra restringida humanidad, lo que está en duda no es su efectividad, sino aquello que consideramos humano.

Mientras la vida humana y su horizonte de expectativas sea similar al de unas máquinas ancladas en el oeste estadounidense del siglo XIX, es factible que sintamos empatía por ellas. Algo tenemos en común, somos el parque de entretenimiento de los más poderosos. Así, en el planteo gatopardista de Westworld, los robots se rebelan en un parque de diversiones porque la verdadera rebelión, la exterior, no sucederá nunca.

De lo que toman conciencia los androides en Westworld es que nada en su mundo es real, entonces todo está permitido. No es más que la máxima que Hassan-i Sabbah, líder de la secta de los asesinos del siglo XII, pronunció al morir y que rescató para sí William Burroughs. En ese momento la frase estaba dirigida a nuestra propia existencia. Antes de que el realismo capitalista allanara las posibilidades de nuestra imaginación y nos dejara ver telenovelas de androides libres.//∆z