En el esperado sucesor de Born to Die, Lana del Rey revive sus depresiones pop de la mano de Dan Auerbach, pero con resultados bastante frustrantes.

Por Santiago Farrell

Debe reconocérsele a Lana del Rey cierto mérito en su estrategia de diferenciación dentro del pop más comercial, monarquía repartida hace ya un tiempo entre varias princesas. Apareció de la nada con Born to Die (2012), que fue un éxito viral pese a exhibir una misantropía letárgica poco familiar con la alegría prefabricada del género. Del Rey construyó como personaje una especie de zombie pantriste, con una voz arrastrada y algo desabrida, llena de maquinaciones mentales; por eso, a pesar de adherir a las convenciones del sonido, su imagen desentona con la escena en la que supuestamente está. En suma, se trata de una princesa pop con todos los artilugios de rigor (ejércitos de productores, marketing, etc.) y malhumor à la Kurt Cobain, devenida éxito mundial.

Ultraviolence no se aparta de esta lógica. Fiel a su actitud, en un principio Del Rey rechazó la idea de hacer otro disco porque “ya había dicho todo lo que quería decir”, y luego dio varias idas y vueltas hasta que se confirmó la grabación con Dan Auerbach como productor. El timonel de The Black Keys no duda en marcarle su impronta al sonido de Ultraviolence, agregando mucha reverb, algo de distorsión y una letanía decadente y vagamente jazzera que en los papeles encaja bien con los paisajes nihilistas que pinta Del Rey en sus letras. La acción arranca con “Cruel World”, que presenta el tono del disco. Una guitarrista cansina da paso al sombrío relato de la norteamericana (“Compartí mi cuerpo y mente con vos/eso ya se acabó […]). Del Rey parece alucinar de tristeza, acompañada por una base de pocas calorías que resuena como desde una catedral, armando una meseta sónica que se arrastra agónicamente por casi siete minutos. Otra que anticlímax.

“Cruel World” encarna perfectamente el problema de Ultraviolence: es pop, tiene ganchos y producción, pero está tan enterrado en el bajón soporífero que su autora adoptó como pose que sus 51 minutos bien se sienten como tres horas. El tema homónimo, la guitarra onda James Bond de “Shades of Cool” y la somnolienta “Brooklyn Baby” poco hacen para sacudir a Del Rey de su estertor y configuran un arranque flojo y monótono, en el que a lo sumo la oreja se queda en algún detalle sónico que otro. Auerbach tiene su cuota de responsabilidad, ya que se presta al juego y envuelve las voces en kilómetros de reverb, acentuando el carácter fantasmagórico de un disco que nunca llega siquiera a amagar con hervir. El malestar queda acentuado por las letras, en las que no hay novedades respecto a Born to Die: la cantante vuelve a configurarse como pesadilla feminista, pintando un tendal de mujeres bobas, llenas de defectos, abusadas por hombres que son escoria. Es una imagen tan omnipresente como repetitiva, y si la intención es irónica, se pierde en una realización pobre.

Ultraviolence sube un poquito alrededor del segundo tercio, a partir de “West Coast”, que se gana el palmarés de mejor tema tan sólo con unbeat más decidido, y “Sad Girl”, que resuena un poco como pieza central de la filosofía de Del Rey: “soy una chica triste/soy una chica mala”. Nada que no se haya percibido a esta altura del partido. También resultan más soportables los temas que encajan en las dimensiones temporales del simple pop, como “Pretty When You Cry”, en la que Auerbach cuelga un par de violas distorsionadas. Pero no son más que espasmos débiles, y no hay manera de salir del laberinto de depresión propuesto por LDR, que monta un letargo interminable, semejante a despertarse de una siesta con una migraña y los auriculares puestos. Todo se repite: guitarras adormecidas, sintetizadores espectrales, pianos martillados, coros bañados en cámara, baterías elementales que se arrastran con todo el eco del mundo a un tempo de caracol y gemidos que lamentan una miseria infinita, todo en una producción de gran presupuesto. Así, se llega al punto en el que todo resulta escabrosamente vacío. De la antítesis del pop a su némesis: el bodrio.

Resulta particularmente decepcionante por el desperdicio de Auerbach, quien parecía indicado para el puesto porque ayer nomás supo conjugar melancolías algo afines de una forma más disfrutable con Turn Blue de The Black Keys. En cuanto a Lana del Rey, sin duda seguirá a salvo de que la comparen con Britney Spears o Katy Perry y al frente de las polémicas típicas del género, pero la agonía monocorde de Ultraviolence sugiere que después de todo, aquel personaje siniestro tal vez  no tuviera nada más que decir.

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