Editorial 800 Golpes publicó la novela corta del clásico escritor ruso, que retrata el hundimiento en la melancolía de un viejo profesor universitario, con traducción original de Maximiliano Constantino y prólogo de Omar Lobos.
Por Juan Alberto Crasci
Un viejo profesor de medicina de la Universidad de Moscú que siente la proximidad de la muerte, hace un recuento de todo lo vivido sin encontrar en sus logros nada que lo satisfaga. El relato comienza en tercera persona. El profesor habla de sí mismo como de alguien exitoso –“Hay en Rusia un profesor emérito, Nikolái Stepánovich tal, consejero de estado y gentilhombre: tiene tantas condecoraciones rusas y extranjeras que, cuando se ve obligado a ponérselas, sus estudiantes lo llaman iconostasio”–, para luego, en primera persona, comenzar a descomponer ese éxito profesional y personal.
Con maestría, Antón Chéjov narra algunos acontecimientos de la vida de ese eminente profesor, en los que abundan –son parte fundamental del relato– las largas digresiones y opiniones del viejo sobre dichos sucesos y, en general, sobre el sentido de las cosas. El viejo profesor asume y confiesa su convencimiento de que todo lo que hizo en la vida se disuelve, de que no tiene importancia, y de que no hay posibilidad alguna de permanencia o trascendencia. Pierde interés en dar clases –no tiene fuerzas físicas ni espirituales–, aborrece la compañía de su familia y no disfruta de la visita de sus pares ni de sus alumnos. Solo disfruta de la compañía de Katia, huérfana de un colega a la que ha criado desde joven y por la que siente algo mucho más fuerte que por su propia hija.
La cercanía de la muerte trastoca cada uno de los pilares sobre los que se sustenta una vida. El prestigio adquirido, la admiración de sus iguales, el respeto de los intelectuales, el placer de ejercer una profesión amada, la felicidad y el cobijo brindado por una familia comienzan a perder sentido y dejan al viejo solo y rendido, enumerando la vacuidad de esos logros, en un monólogo que por momentos se acerca al tono de una confesión.
Escrita en 1889, esta novela ejemplifica a la perfección la crisis de sentido que se manifestó a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, y entra en diálogo con La muerte de Iván Ilich, de Lev Tolstói, escrita 30 años antes. Mientras que en Tolstói la construcción de sentido era de índole religiosa, en Chéjov parece no tener resolución, porque no hay dios en quien creer. Cuando su adorada Katia le pregunta qué hacer en esta vida, él no puede responderle más que “No lo sé.”
Ante la pregunta sobre a quién podría interesarle la derrotada y aburrida visión de un viejo profesor universitario, la respuesta se hace simple: a todo aquel que aun se pregunte por el sentido de lo que hace y por la necesidad o búsqueda de trascendencia –a nivel personal, profesional y artístico–. En el prólogo, Omar Lobos cita un fragmento de una carta de Chéjov al crítico literario Plésheiev: “El relato, por obra del calor y un estado de ánimo gris y melancólico, me está saliendo aburridón. Pero el motivo es nuevo. Es muy posible que lo lean con interés”. Y Chéjov acertó: no solo fue leído con interés, sino que fue uno de los relatos que más éxito tuvo al momento de su publicación.
Cabe destacar la ilustración de tapa de Nicolás Rosenfeld, en la que la tasa sostenida por el viejo profesor se resquebraja en pedazos, como la vida misma del protagonista.//∆z