Ezequiel Fanego, uno de los editores a cargo de Caja Negra Editora, nos habla de sus comienzos, sus libros y de la lucha entre el mainstream y la independencia en el mundo editorial.
Por Martín Barraco
“Apenas teníamos dinero para publicar los primeros tres libros”, cuenta Ezequiel Fanego, rememorando los comienzos de Caja Negra Editora, cuando junto a Diego Esteras pusieron en marcha un proyecto que venían madurando de mucho antes. El primer material editado fue El arte y la muerte de Antonin Artaud y Acephale, un libro que reunía los cinco números de una revista que dirigía George Bataille.
Hoy, ya con veintitrés publicaciones en su haber, Caja Negra se erige como una editorial que asume riesgos. Independientemente de la dictadura del mercado, ellos se encargan de generar una conexión entre autores (polémicos, olvidados, malditos) que desde sus textos construyen un puente de diálogos con aquellos lectores ávidos de ideas y realidades distintas.
AZ: ¿Cómo surge Caja Negra Editora?
Ezequiel: Caja Negra Editora se hizo visible a fines de 2005, pero surgió como proyecto varios años antes, producto del encuentro entre dos personas con un pasar muy errático e incierto en la academia y con la necesidad vital de generarse un espacio de trabajo estimulante.
Ya no recordamos cómo es que surgió la idea de armar una editorial, pero una vez que se instaló como posibilidad automáticamente varios universos de interés (literarios, visuales, incluso musicales… la música, sellos como Factory Records, Mute o Rough Trade, fueron una gran influencia desde el comienzo) confluyeron en ese proyecto y eso nos gustó. Durante algo así como dos años nos dedicamos a averiguar de qué se trataba tener una editorial, nos reunimos con muchas personas (editores, libreros) que generosamente nos transmitieron sus experiencias, fuimos diseñando una identidad, eligiendo los primeros libros, armando un grupo de trabajo, etc. Así, lentamente, fue surgiendo Caja Negra.
AZ: ¿Cuál era el panorama de la escena literaria en ese entonces y cómo es ahora?
E: Más que el de la escena literaria me parece que es interesante describir cuál era el panorama del mundo editorial en aquel entonces, en contraste con el actual. En esa época, después de la crisis del 2001, estaban apareciendo muchas editoriales pequeñas, con catálogos cuidados y líneas de trabajo bastante definidas: editoriales como Interzona, Cactus, Tinta Limón, Adriana Hidalgo, Mansalva, entre otras. Los costos de producción eran relativamente bajos y los libros importados de repente se habían vuelto tan caros que habían dejado un espacio vacante. También comenzaban a surgir cada vez más librerías también pequeñas y preocupadas por la calidad y variedad de su oferta bibliográfica. Los noventa habían sido devastadores para la producción editorial argentina de pequeña escala, que en alguna época había sido de las más ricas del habla hispana (sino la más rica), y creo que en esos años se generaron las condiciones para que proyectos como el nuestro, con muy poco o prácticamente ningún respaldo económico, pudieran surgir.
Actualmente el panorama es bastante más desalentador. Por un lado, los costos de producción aumentaron muchísimo, y siguen aumentando, lo cual limita a las editoriales pequeñas que tienen menor capacidad para negociar con proveedores, distribuidores y librerías que las grandes editoriales. Y que necesitamos mantener precios de venta competitivos. A diferencia de esto, las grande editoriales pueden establecer precios de venta muy altos (total con el marketing que tienen venden los libros lo mismo), negocian mejores descuentos con las librerías, mejores precios con la imprentas y proveedores de papel (porque publican en grandes cantidades) y así mantienen grandes márgenes de rentabilidad e inundan las librerías con novedades exprés que rápidamente pasan a venderse como saldos una vez que pasan de moda. En este contexto, que una editorial como la nuestra subsista es prácticamente un milagro, sólo es posible porque todos los que estamos involucrados (traductores, diseñadores, editores, correctores, e incluso libreros) le damos valor a ese plus de goce que nos genera relacionarnos con cierta literatura.
AZ: Con este panorama, ¿Cómo puede ayudar el Estado a difundir nuevas voces o ideas?
E: La relación entre el Estado y la cultura es siempre compleja. En lo que respecta al mundo editorial creo que para potenciar la bibliodiversidad el rol del Estado debería focalizarse -y casi te diría limitarse- a aquellas medidas que tiendan a moderar los grandes desequilibrios que existen en la industria editorial para estimular así el surgimiento de nuevos proyectos de pequeña y mediana escala y potenciar su alcance. Hay muchas medidas que podrían articularse tanto a nivel de la producción industrial (fundamentalmente en lo que respecta al abaratamiento de los costos) como al nivel de mercado (para estimular una oferta heterogénea y promover la lectura).
En este sentido me parece adecuado cuando el Estado piensa a las editoriales en términos de “industria cultural”, porque creo que su intervención tiene que limitarse a generar las condiciones económicas que favorezcan la proliferación de múltiples proyectos editoriales descentrados y no a la promoción de ciertos contenidos determinados (una cultura estatal). Que el Estado se ocupe de generar las condiciones para que se multipliquen espontáneamente los medios de difusión (en este caso, las editoriales) y que sean éstos los que se encarguen de difundir las nuevas voces e ideas. Aunque claro, hay que ver hasta que punto esto no contradice a la propia naturaleza del Estado.
AZ: Volviendo a Caja Negra, ¿Cuál es el criterio de selección de los textos y/o artistas que publican?
E: Nuestro criterio de selección es, en un primer momento, bastante elemental: el catálogo de Caja Negra es principalmente el reflejo de nuestros intereses, de nuestras lecturas. Por eso quizás tiene más la lógica de una biblioteca personal, con libros que se agrupan de una manera aparentemente caprichosa pero plagada de conexiones internas, más sutiles y probablemente más significativas también que las clasificaciones de género o regionales que son las que suelen organizar las librerías o las editoriales. Eso creo que es lo que nos permitió generar un lazo especial con nuestros lectores, un vínculo estrecho y prolongado en el tiempo que se caracteriza más por la pasión del coleccionista/buscador de objetos culturales que por el automatismo compulsivo del consumidor de mercancías.
Pero ese primer criterio de selección más que un criterio de selección en realidad es un movimiento natural que hace que estemos rodeados de los textos que nos resultan afines. Los criterios de selección, la pregunta sobre qué publicar y qué no (no todo lo que nos atrae nos parece publicable) y cuándo hacerlo vienen después. Y supongo que básicamente tiene que ver con la pregunta sobre si un texto “va a funcionar”, es decir, si va a despertar interés, si es comunicable, si va a generar determinadas reacciones. A nosotros nos estimula pensar en el dialogo que arma Caja Negra con los lectores, es lo complejo y especial de nuestra tarea como editores: tratar de que nuestro criterio de selección sea comunicable, sorprenda, despierte interés. Y para ello es fundamental, por ejemplo, el orden en el que se suceden los libros (hay algunos libros que sólo funcionan si publicás otro antes que le genere las condiciones de recepción o que funcione de puente con el resto de tu catálogo) o el momento en el que los publicás, el contexto.
AZ: En su catálogo se puede encontrar desde Spinoza hasta Simon Reynolds, pasando por William S. Burroughs, Artaud y Jean-Luc Godard, todos ellos con ideas y conceptos que generaron un quiebre dentro de su especialidad. ¿Creen que ustedes mismos generan un quiebre dentro del mercado editorial a la hora de difundir esos textos e ideas?
E: Respecto de nuestro lugar dentro del mercado del libro, consideramos que las editoriales no funcionan sólo como difusores de la cultura, sino -fundamentalmente- como filtros. Esto es así porque en el mismo acto de publicar, de decidir qué es publicable y qué no lo es, se está condenando al silencio a todo un universo de literatura que por un criterio u otro no resulta viable en una determinada coyuntura. Nuestro impulso, probablemente inconsciente, ha sido desde un comienzo rescatar esos pequeños segmentos del repertorio no viable del pasado para darle viabilidad en el presente, generarles un contexto de viabilidad. Así, obras fragmentarias e inaprehensibles como la de Arthur Cravan, Jorge Baron Biza, Mauricio Kagel o Jonas Mekas, y escenas culturales oscuras pero muy fecundas y experimentales como por ejemplo la de los decadentistas, la de los patafísicos o la de aquella comunidad esotérica que integraban André Masson, Georges Bataille y Pierre Klossowski bajo el nombre de Acephale, conviven en nuestro catálogo conformando una especie de tradición heterodoxa.
AZ: Hablemos un poco de la independencia y autogestión en la literatura. La pregunta del millón es: ¿se es independiente por convicción o porque no queda otra? ¿O es acaso una combinación de ambos factores?
E: En general no nos sentimos muy identificados con ese concepto de “editoriales independientes” que hace un tiempo circula en el mundo editorial, básicamente porque suele funcionar como una etiqueta que lo único que termina designando es a todas las editoriales que no forman parte de un grupo económico mayor: una multinacional o un multimedios. Es decir, editoriales que en teoría son independientes económicamente y que por lo tanto, también en teoría, toman sus decisiones editoriales de manera independiente.
Pero el tema es hasta qué punto una editorial, por no pertenecer a un grupo económico, es automáticamente independiente a la hora de tomar decisiones. Porque hay muchos otros factores que terminan influenciando en el armado de los catálogos: por ejemplo, hay muchas editoriales que publican libros porque algún organismo o institución se lo subsidia, o porque el autor paga la publicación, o porque sencillamente ese libro o autor está de moda. Y está perfecto que sea así, pero no habría que hablar en ese caso de “independencia” sólo porque se trate de una editorial que no pertenece a un grupo económico, porque de hecho están operando otras dependencias: se está dependiendo del dinero de una institución o de un autor o de las tendencias del mercado. También existen casos inversos, en los que editoriales que son financiadas externamente poseen absoluta libertad para armar su catálogo, quizás justamente por eso, porque al estar financiadas externamente no dependen tanto del rendimiento económico de sus decisiones editoriales. Entonces creo que lo confuso de la idea de “editoriales independientes” es que relaciona de un modo muy simplificado la “independencia/dependencia” financiera de la “independencia/dependencia” del criterio editorial.
Nosotros nos sentimos más identificados con la noción de editorial “de catálogo” (es decir, de una editorial que vive a partir del catálogo que construye y cuida y no del lanzamiento seriado de novedades fugaces) o, como dijo alguna vez un colega, una editorial “amiga del riesgo”. La gran ventaja de las editoriales pequeñas es el hecho de no verse obligadas a exigirles a sus libros volúmenes de ventas tan formidables. Esto nos permite tomar riesgos, experimentar y explorar zonas desatendidas por el sector más mainstream del mercado editorial. También armar un catálogo coherente y reconocible, no sujeto a la aleatoriedad y fugacidad de las modas. No podríamos incluir nunca en nuestro catálogo un libro que no se ajustara a nuestra línea editorial, pero sólo porque en ese caso dejaría de resultarnos atractivo lo que hacemos. Es entonces una convicción y al mismo tiempo no nos queda otra.