En medio del descontrol neoliberal, Ricardo Iorio, Flavio Cianciarulo y un puñado de músicos se reunieron para hacer Peso Argento, un disco que le faltó el respeto a los estilos, a los políticos y reivindicó el espíritu de hacer música.

Por Agustín Argento

Año 1997. Argentina entraba en recesión. El milagro del 1 a 1 mostraba sus obvias flaquezas y la corrupción del menemato comenzaba a ser inaguantable. Desempleo, confusión y un horizonte que ni siquiera se divisaba inundaban el mapa argentino. El radicalismo se animaba a atacar al peronismo. River y Vélez se repartían campeonatos. El país, como suele pasar, se dividía entre blanco y negro. En medio de todo eso, la música mostraba algo diferente con una emblemática foto: Ricardo Iorio, Flavio Cianciarulo y Ricardo Mollo sonreían, juntos, detrás de una consola.

¿Qué hacían tres emblemas de tres tipos de música tan diferente en un estudio de grabación? Mollo (el productor), representante del “rock nacional”; Iorio, del heavy metal; Cianciarulo, del ská y ritmos latinoamericanos. ¿Qué es lo que hacían? Algo obvio: música y, como debe ser, sin prejuicio; música plasmada en 11 temas que pasan por el folklore pampeano, el mesopotámico, el del altiplano y, obligatoriamente, por el rock pesado en las guitarras de Claudio Marciello.

Pero no sólo son esos tres músicos los que representan la diversidad del álbum. El mapuche Rubén Patagonia, León Gieco y Fernando Ricciardi (Fabulosos, Cienfuegos y Mimí Maura) son otros de los tanto nombres que danzaron a través de Peso Argento. Una mancomunión que tuvo como objetivo el de hacer uno de los discos más diversos (y mejores) de los 90.

El clásico de los Fabulosos Cadillacs “Mal Bicho”, transformado en el corte difusión y cantado por Iorio, dejaba en claro que la fiesta carnavalesca de Vicentico y compañía le quedaba corta a Flavio; “Allá en Tilcara”, un himno cantado en la previa de los shows de Almafuerte de esa época no sólo era un agradecimiento del ex V8 a la amabilidad norteña, sino también un reflejo de las interminables giras de los Cadillacs; “Gil Trabajador”, el grito de guerra de Hermética, con los oscuros coros de Cianciarulo, representaba, más que nunca, la decadencia social del país.

Los 90 tienen discos críticos. La cumbia villera puede tomarse como un emergente. 2 Minutos y Valentín Alsina; Hermética y Víctimas del Vaciamiento; Ataque 77 y Amén. Pero fueron Iorio y Flavio los que mejor comprendieron por dónde iba la crítica. La actitud del “me chupa un huevo” que el rock nunca debió de dejar de tener. Peso Argento no es sólo un insulto a los gobernantes y sus desgraciadas decisiones (“De mandadores y mandados”), sino que también es una reivindicación a Argentina y su multiculturalidad (“Cacique Yatel”).

Peso Argento es algo más que un disco. Es un ejemplo de que la música, de eso hablamos, puede transcender a las fronteras del estereotipo. Lo habían entendido en la década del 60 y 70 los músicos experimentales (Miguel Abuelo, por ejemplo, usando un chelo, una quena y música contemporánea en Nada, grabado en París en 1973) y parecía haberse olvidado durante el encasillamiento de los 80 y 90. ¿Habrá sido el sacudón social noventoso el que sacó de la modorra a Iorio y a Flavio? Seguramente, ni ellos lo saben. Aunque, para encontrar una respuesta, es válido recordar los que dijo el poeta alemán J. W. Goethe: “Todos mis poemas han sido inspirados por la realidad y en ella tienen fundamento y hacen pie. Los poemas que nacen del aire no me interesan nada”.

Y así, se puede decir, Peso Argento es un pedazo de realidad que trasciende a su época, pero que, en cada nueva escucha, nos remonta, en lo positivo y negativo, al contexto en el que fue creado.

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