Crónica de otra noche porteña junto a Acorazado Potemkin.

Por Juan Carrique
Foto de Victoria Schwindt 

Se equivoca quien piensa que Acorazado Potemkin forma parte del indie porteño. No. Otra generación. Otro sonido. Otro público. El sábado 3 de marzo fue una buena oportunidad para comprobarlo. El trío conformado por Juan Pablo Fernández, Federico Ghazarossian y Lulo Esain fue el encargado de abrir una nueva temporada del ciclo que organiza el programa de radio Rebeldes, soñadores y fugitivos en el Caras y Caretas de San Telmo. Eduardo Fabregat, conductor del programa que va por AM 750 y principal responsable del evento, hizo una breve presentación y allí dio una pista certera sobre el lugar que ocupa Acorazado en la escena actual. Dijo: “Si en los setenta la banda que había que escuchar era The Clash, ahora ésta es la banda que tenés que ver”. Y sí, por ahí va la cosa: adrenalina, potencia, desgarro.

Me vuelve el arma al cuerpo

A las diez y media la sala estaba a tope. El calor de marzo se disimulaba con aire acondicionado y cerveza helada. No había pibes ni pibas: el público de Acorazado nació en los setenta, en los ochenta, a lo sumo a principios de los noventa. Los músicos cortaron la espera y subieron al escenario. No había impostura rocker. Uno con remera oscura de Los Beatles, otro con musculosa roja, el del fondo con una casaca de Historia del Crimen. Tipos simples que esperaban pacientes que Fabregat hablara del ciclo y los presentara. Y después, después, el remolino.

Los primeros tres temas fueron de Labios del río, el último disco. “Soñé”, “Roto y descosido” y “Sopa de alambre”. No hubo pausa entre uno y otro. El rock de Acorazado fue intenso desde el comienzo, por eso cuando Juan Pablo cantó “un tejido, una capa, unos guantes al sacar / esta olla a presión, a punto de explotar / las ganas de empezar que es lo mejor” hubo clima de euforia desde el vamos.

La aceleración se cortó con “Las cajas”, también de Labios del río. Arrancó Lulo con una base de tambor, simple pero pesada. El arpegio de la guitarra se montó encima. Había expectativa, el tempo era otro. Cuando entró la voz quedó claro que es una canción de amor: “Nunca sabré qué hacer con todo este dolor / Te prometí que lo iba a describir / como un doblez en un papel / que ya no se alisará jamás.”. La atmósfera desgarrada se construyó con la comunión entre los tres instrumentos y la voz se acopló como un cuarto. En Acorazado el sentido viene dado no sólo por el significado de las palabras, sino por su materialidad: su sonido. Son versos descorazonadores, pero el drama de la canción se juega en la música. Juan Pablo, pegado frente al micrófono, canta el sufrimiento como si fuera un ruido que tiene que extirparse y en el estribillo siempre explota: el ritmo se duplica, los cuerpos se estremecen, la tragedia se oye, no hace falta entender nada. El tema vuelve a bajar y junta fuerzas para un final desaforado. Qué importa lo que dice cuando es una voz que sangra.

Difícil seguir. ¡Cómo no seguir! Al escenario se subió Juliana Moreno para tocar la flauta en “Flying Saucers”. Era la primera vez que tocaba en vivo con la banda pero no se notó. Vientos psicodélicos para una canción enigmática y astronómica. Se quedó también para “Dos de nosotros”, la versión Potemkin de “Two of us” de Los Beatles. La lista continuó con “Humano” y “Santo Tomé”. Los músicos se tomaron algunos segundos de descanso entre bloque y bloque y el público no dudó. Esperaba ansioso el momento de silencio. Todos y todas corearon felices el hit del verano: MMLP… y anticiparon la llegada de “El pan del facho”, tema-manifiesto de Acorazado que iba a llegar como epílogo de la noche.

Después de un extenso recorrido por Labios del río, fue el turno de Mugre. No hubo corte, la noche era un bloque de rock. Sonaron “Gloria”, “Lengua materna” y “Perrito”, temas que la banda no tocaba desde noviembre de 2016 en Club V. La ejecución de “Perrito” fue hipnótica, densa, oscura. Nadie se movió. Juan Pablo cantó “el gigante que no sabe secretear / te da el arroz que vos querés / El arroz que vos querés / son besos de mujer de labios rayados” y marcó las erres con bronca. Lulo rugió desde el fondo, las cuatro cuerdas de Federico hicieron que todo fuera espeso.

Con el tándem “Cerca del sol” y “Miserere”, ambas de Remolino, volvieron a subir las pulsaciones. Beto Siles, invitado frecuente, participó de “Miserere” y agitó como si estuviera debajo del escenario: “Los dientes entre los dientes / chasquear la lengua y putear”, gritó con rabia. No hubo respiro, los cuerpos transpirados querían más y para el final llegó una seguidilla demoledora: “A lo mejor”, “El rosarino” y “La carbonera”, tres de los temas más físicos de la banda. “El pan del facho”, festejado por obvias razones, cerró el bloque.

Los muchachos se fueron por unos minutos. Quedaba poco, se sabía, pero faltaba lo mejor. “Hablar de vos”, “La mitad” –con la sobresaliente compañía de Flopa Lestani– y “Sabés” cargaron el aire de emotividad. Las tres son canciones de despedida. Las tres son amargas y conmovedoras. Las tres son Acorazado Potemkin.

No, no me hablen del destino otra vez

¿Qué fibra toca Acorazado? ¿Por qué conmueve? ¿A qué tiempo lleva? ¿Por qué en sus recitales la gente no salta (tanto) pero sí cierra los ojos, agita la cabeza y se olvida del celular?

Está la lírica de Fernández, que lleva al rock hacia una dimensión poética poco usual. Sus canciones son paisajes complejos donde se filtran versos al estilo de José Watanabe (“Desert”), imágenes de Diana Bellesi (“Las piedras”) o referencias a personajes como Otto Lilienthal (“Y no hace tanto”). Pero también la de Ghazarossian, hecha de versos cortos, crudos y existenciales. Por ejemplo, esta última estrofa de Humano: “Silencio / Espejismo roto / Tatuaje mudo del tiempo / dentro de mí.” Está la batería de Esain que marca el pulso, que va a golpe absoluto en cada tema. Está su voz agónica que emerge desde atrás. El bajo-motor que no da tregua, la guitarra distorsionada y melodiosa que le escapa a la pirotecnia de los virtuosos. Está el canto, entre lo contenido y lo arrasado, que invita a apropiarse de cada palabra.

Se puede pensar en The Clash, en Television, en Nick Cave y los Bad Seeds. Se puede pensar, por qué no, en Los Redondos. Pero desde hace casi diez años Acorazado Potemkin viene construyendo parámetros propios desde donde juzgar su obra. El periodismo los quiere clasificar y no puede. ¿Rock arrabalero? ¿Post punk porteño? ¿Indie poético y potente? Las categorías cristalizan los sentidos, perjudican. Mejor, entonces, quedarse en la frontera: ahí se aprende a esperar.

AP en CyC (ph. Victoria Schwindt)