Suede debutó en Argentina en el Teatro Vorterix y revalidó el fuego sagrado de esas canciones que cambiaron para siempre el curso de la historia del rock británico.

Por Matías Roveta

La historia del rock siempre tuvo un movimiento pendular entre dos países: Inglaterra y Estados Unidos. Los saltos adelante que crean nuevos estilos suelen realizarlos un puñado de bandas de alguno de esos dos países hasta que, al otro lado del Atlántico, surge una novedad mayor y el cetro cambia de manos. A principios de los noventa, la balanza estaba inclinada claramente a favor de una de las dos potencias: la revolución que había desatado el grunge de la mano de Nirvana había generado una invasión yankee a la -en ese momento pobre- escena musical británica. En la tierra de The Beatles y The Smiths eso era imperdonable, y cuando la prensa especializada inglesa –históricamente nacionalista- comenzaba a inquietarse, surgió una banda que cambió todo: Suede.

Apoyada en el singular carisma del cantante Brett Anderson y en los solos épicos de Bernard Butler, Suede fue la banda que le devolvió a Inglaterra su histórica primacía musical en el mundo. A partir del genial disco debut homónimo de 1993 dieron inicio a toda una escena nueva y su sencillo “The Drowners” está considerado el nacimiento del brit pop. Todo eso sucedió cuando Oasis era una bandita que ensayaba en un sótano de Manchester y Blur no había logrado todavía reconocimiento. Pero la historia sería injusta con ellos: mientras la banda de los hermanos Gallagher y la de Damon Albarn, junto a Pulp, llenaban estadios y vendían millones de discos, Suede perdía relevancia y ocupaba posiciones secundarias.

La gira de reunión que los trajo de visita a Argentina por primera vez -aún a casi veinte años del éxito- surgió como una especie de regalo para los fans, según anunciaron ellos mismos ante la prensa, pero en realidad sirve para otros propósitos: reivindicar el lugar de Suede en la historia. Un acto de justicia, si se quiere, y la posibilidad de escuchar en vivo himnos de los noventa tocados por una banda casi de culto (que la cita sea en el Teatro Vorterix no es un dato menor). Por eso la noche tuvo un clima de celebración y el set se centró en el pico creativo del grupo –Suede (1993), Dog Man Star (1994) y Coming Up (1996)-, obviando casi por completo sus etapas menos inspiradas. “Introducing the Band” y “She” abrieron el show y fueron como un aperitivo: el primer golpe emotivo llegó en realidad con “Thrash”, un pop rock que recuerda la etapa solista de Morrisey y habla sobre la relación fiel entre banda-público. Luego, el paso cansino y casi industrial de “Filmstar”, que desembocó en el clásico “Animal Nitrate”, un rock metálico sobre violencia sexual y drogas que desnuda la oscuridad presente en la banda, heredada del post punk de Joy Division y Echo and The Bunnymen.

Obviando giros demagógicos, Brett Anderson hizo gala de todo un arsenal de recursos que lo convierten en un gran frontman: sobre el escenario salta, se mueve y retuerce su cuerpo; revolea el micrófono y arenga al público. Su voz no acusó el paso del tiempo y sonó impecable en temazos como “We Are The Pigs”, “The Wild Ones” o “Heroine”. Su estética escénica está influenciada por el glam, y expresa la misma androginia con la que David Bowie construyó su imagen en los ’70; ese recurso, el de la ambigüedad, es clave en la música de Suede: la tapa del primer disco, que incluye a dos personas de sexo indefinido besándose, es un ejemplo, pero más lo son canciones como “Beautiful Ones”, en donde a través de bellas melodías pop discurren mensajes sombríos y críticas a la cultura hedonista británica de la época.

Como conscientes de la importancia histórica de canciones como “So Young” o “New Generation” –que expresan la liberación cargada de optimismo que la generación de jóvenes de la Cool Britannia (versión noventosa del Swinging London sesentista) manifestó a través de la música luego de tediosos años de thatcherismo-, la banda sonó ajustada y solo hubo para reprochar un sonido confuso, por momentos muy bajo, en la guitarra de Richard Oakes (que seguramente haya dispararado en la memoria emotiva de los fans más nostálgicos la imagen del gran Bernard Butler, el guitarrista fundador que abandonó la banda en 1994). Sobre el final, luego de la mencionada “Beautifil Ones”, la energía y devoción que expresó el público (que coreó cada línea, cada verso, para sorpresa del grupo) tuvo su premio y se tradujo en un guiño complaciente de la banda hacia sus seguidores: la inclusión de una perla como “My Dark Star” junto a “Saturday Night” en los bises. A esa altura ya estaba claro que, aun sin haber conquistado la escala planetaria de sus contemporáneos, las canciones de Suede no pierden vigencia. En un año muy british (nos visitó Noel Gallagher en mayo y Pulp toca en noviembre en el Luna Park) sirven además para saber cómo suenan los que iniciaron todo.

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