La reedición de uno de sus libros más importantes, que reúne varios de los perfiles que el escritor hizo a través de los años, es una buena oportunidad para hablar del estilo y el particular enfoque con que Capote retrataba a sus personajes.
Por Matías Roveta
Foto por Cecil Beaton
Truman Capote tenía una capacidad asombrosa: a lo largo de casi cuatro décadas como cronista y escritor jamás grabó una entrevista. Ni siquiera tomaba apuntes, sino que simplemente se dedicaba a escuchar, prestar atención al detalle y radiografiar con minuciosidad todo aquello que formara parte de una conversación: el contexto, el lugar, la personalidad, los gestos o costumbres de la persona con la que estuviera manteniendo un diálogo. “Tengo la capacidad de recordar de memoria el noventa y cuatro por ciento de una conversación. Me he testeado a mí mismo”, dice –modestia aparte- el Truman que personificó Philip Seymour Hoffman en la inolvidable biopic Capote (2005) por la que el actor norteamericano ganó un Óscar.
A partir de este poder Capote se convirtió en una suerte de cronista furtivo. Gran conversador, dotado con un sentido del humor inteligente, Capote desarrolló a lo largo de sus años una vida social activa: sus recuerdos e impresiones de cenas, vacaciones, fiestas o viajes con algunas de las mejores luminarias del mundo del arte, la moda y la literatura de las décadas del ’40, 50’ y 60’, son la base de las semblanzas que el autor escribió a lo largo de su carrera y que están compiladas en Retratos (Lumen, 2018). Acá no hay perfiles elaborados sobre la base de distintas entrevistas concertadas con antelación y con el objetivo de armar un texto para luego ser publicado: Capote apela a esa memoria privilegiada, a los encuentros relajados que mantuvo con – en la mayoria de los casos- sus amistades captadas “dentro del ambiente refinado en el que se movía”, según reza la contratapa del libro. La excepción que contradice la regla es El Duque en sus dominios (1956), el texto más largo que incluye Retratos y que es lo más cercano a un reportaje clásico que puede encontrarse en esta obra: el viaje de Capote a mediados de los ’50 a la ciudad japonesa de Kioto para entrevistar a Marlon Brando, que estaba trabajando en la filmación de la película Sayonara (1957).
En el otro extremo, y como ejemplo del sentido de Retratos, se encuentra Una adorable criatura (1979), el mejor texto que puede encontrarse en estas páginas. Es un hermoso perfil de Marilyn Monroe, trazado por el escritor luego de haber estado en compañía de la actriz a lo largo de todo un día en Nueva York, desde el encuentro de ambos para ir juntos al funeral de una amiga en común hasta una charla en un bar chino –champagne de por medio- y un paseo por el muelle de South Street. Más allá de la capacidad de Capote para recordar al detalle (el texto fue escrito muchos años después de ese encuentro), el valor del texto es el vuelo maravilloso de su pluma inspirada.
Capote arma párrafos elaborados con información sobre la vida de Marilyn, contextualiza al lector (el funeral de la señora Constance Collier, una profesora de teatro inglesa amiga del escritor que comenzó a darle clases a Marilyn por petición de suya y que la ayudó a despegar en un momento difícil de su carrera), usa guiones de diálogo para meterse como un personaje más en la historia cada vez que habla con la actriz y apela a un poder de descripción profundo y poético al mismo tiempo (“Apoyada en un poste de amarre, me daba el perfil: Galatea contemplando lejanías inexploradas. La brisa le acariciaba el pelo, y su cabeza se volvió hacia mí con etérea suavidad, como movida por el aire”, escribe sobre el final).
El resultado es un acto de amor: el texto funciona como un sentido homenaje a una de sus grandes amigas, y la clave está en cómo el autor humaniza a la actriz, quien no es retratada en forma celebratoria sino que es descripta como una mujer rebosante de talento e inteligencia, pero también insegura y vulnerable. Por momentos divertido, por momentos triste, el perfil logra mostrar la verdadera personalidad escondida detrás de la belleza exuberante de Marilyn, que durante toda su carrera tuvo que luchar contra los prejuicios y contra el hecho de que se la objetualizara: “¡Marilyn! ¿Por qué todo tuvo que acabar así? ¿Por qué la vida tiene que ser tan terrible”, escribe Capote, tal vez a modo de defensa y dolido por la depresión que ella sufría.
Y allí está una de las razones por las que Retratos es una obra excepcional, “un libro maravilloso en el que cada página se lee con infinito placer”, según la reseña del Washington Post. Ese recurso de desmitificación al que recurre Capote, o su capacidad de utilizar los recursos de la literatura (profundizar en la personalidad de sus retratados como si fueran personajes de una novela) para elaborar estas semblanzas, son algunos de los varios méritos del libro. Aquí las personas – nombres pesados como Humphrey Bogart, Coco Chanel, Pablo Picasso o Charles Chaplin- son de carne y hueso: están sus virtudes y miserias, sus méritos y contradicciones. Como Marlon Brando, alguien inteligente, divertido y generoso con la gente que trabaja con él, y con un ego insoportable, que le cuenta a Capote que va a dejar el cine y la actuación para buscar un camino más elevado hacia la espiritualidad, pero antes mejor empezar por crear su propia productora y hacer películas con un mensaje más profundo. Al final Brando termina reconociendo que en realidad no estaría mal arrancar con un western que sea taquillero. O el caso de Tennessee Williams, uno de los dramaturgos más talentosos e importantes de su tiempo, que influyó a prácticamente todo el mundo pero que tenía que luchar contra su costado hipocondríaco y contra el alcoholismo: “Al recordar ahora a Tennessee, pienso en los buenos tiempos, en los momentos divertidos. Era una persona que, a pesar de su tristeza interior, jamás dejaba de reír”, escribe Capote. El de Elizabeth Taylor es un caso parecido al de Marilyn. De hecho, Capote las emparenta y dice que las dos mantenían en común “un extremismo emocional, una necesidad peligrosamente intensa de ser amadas más que de amar, el impetuoso deseo de un jugador incompetente de romper con una mala racha”.
Es muy divertida la anécdota que cuenta sobre Louis Armstrong. Antes de convertirse en una leyenda del jazz, el músico tocaba a bordo del tren que unía Nueva Orleans con St. Louis, un trayecto que el joven Capote hacía muy seguido. El “Buda moreno, robusto y beligerantemente feliz”, cuya trompeta sonaba con “dulce iracundia”, en palabras del autor, dejaba que un Capote todavía niño y sin rumbo definido bailara entre los shows y pasara la gorra para juntar algunas monedas. “Me volví rico y engreído”, escribe, y suma: “Seguramente Satch no lo recuerde, pero fue uno de los primeros amigos del autor de estas notas”. Esa es una buena manera de definir su trabajo en este libro: sin anunciarlo y en la mayoria de los casos sin que los propios retratados lo supieran, Capote estaba trabajando para regalar una mirada interesante sobre varios de los personajes más influyentes del siglo XX. //∆z
Retratos, de Truman Capote (1924 – 1984)
Lumen, 2018
160 páginas.