En ArteZeta analizamos la génesis del álbum que catapultó a Fito Páez como uno de los máximos exponentes de la escena local.
Por Gabriel Dávila
Mediados de la década del 60, Rosario, provincia de Santa Fe. Es de noche y en una típica casa de clase media, la familia está reunida frente al televisor. En la pantalla se ve El Hombre que Volvió de la Muerte, de Narciso Ibáñez Menta, un programa de terror muy popular de la época. En ese momento, el pequeño Rodolfo, que no tenía más de cinco años, le pide a su abuela la llave del piano. El instrumento le había pertenecido a su madre, quien había muerto cuando tenía ocho meses. El piano no era sólo un piano. Simbolizaba la ausencia y la muerte, así como la belleza y la curiosidad por lo prohibido. Vaya a saber porque esta vez su abuela (que siempre se lo negaba) le permitió jugar con tan religioso objeto.
El chico se sentó al piano y trató de musicalizar lo que se veía en la TV, realizando clústers muy graves. Sin saber muy bien lo que estaba haciendo, empezó a buscar una relación entre imágenes y sonidos. Indagaba en simbolizar el terror que veía con las notas que producía. Todos festejaron tal osadía, disfrazada de juego.
Esa misma tarde, su padre había estado trabajando en la casa. Era un melómano empleado municipal y solía llevarse los expedientes para revisar antes de la cena. El pequeño Rodolfo sentado al lado, ayudaba a su papá mientras aprendía a leer con esas historias de rutina que contaban los documentos públicos. En tanto, en un viejo tocadiscos Ranser se escuchaba: Julio Sosa, The Beatles, música clásica o Yupanqui. Otra vez la música y el mundo. La rutina y sus sonidos se fusionaban y se hacían sinfonía.
Buenos Aires, 1985: Fito Páez recuerda en una entrevista estas escenas que le sirven como punto de partida para presentar su segundo álbum como solista, Giros.
El compositor ya había dejado de ser de ser sólo el fructífero músico de Baglietto y de Charly García, y editaba su álbum Del 63 con un éxito relativo, pero con perlitas como “Tres Agujas” o “La Rumba del Piano”. Esta obra lo convierte en el intérprete más reconocido de la llamada trova rosarina, un grupo de artistas destacados, oriundo de esa ciudad santafesina en esos años.
El país pasaba momentos duros. Con la democracia naciente dando tumbos en cada esquina, así como los vestigios de una sangrienta dictadura, el panorama no parecía para nada alentador, y nuevos sonidos retrataban el desangrado social.
En ese momento aparecía este álbum, donde la poética arltiana llegaría a su obra para quedarse. El mundo retratado de un modo brutal y sin anestesia, dándole voz a los chicos de la calle, los pobres trabajando para un Dios que los olvidó, los pibes que fueron a morir a Malvinas y la búsqueda incensante de lazos que unían una sociedad dividida.
Si bien en su trabajo anterior la música y la cotidianeidad ya se interrumpían y se retroalimentaban acá aparece un nuevo actor: la Capital Federal y sus primeros años como rockero en la gran ciudad. Páez había visto chocar dos mundos: el vivido en su Rosario natal y el que lo sorprendía día a día en Buenos Aires, y de esa eclosión nació Giros. “La etapa con Baglietto y Charly fue una etapa de mucho aprendizaje para mí y digamos que ahora estoy sacando una síntesis de ese tango Psico Porteño”, explicaba en una entrevista de la época.
En cuanto a lo musical, Giros es principalmente una fusión de estilos constante. Se podría decir que tiene un tango que no parece pero es (“Giros”), una chacarera que no parece pero es (“Yo vengo a ofrecer mi corazón”) y una baguala que no parece pero lo es (“D.L.G”). Fito pasa por todos estos ritmos pero no se queda ahí: juega con sus estructuras y se anima a arreglos impensados para la época.
En este punto es fundamental la presencia de músicos invitados con estilos bien diferentes. Pedro Aznar (Serú Girán) en “11 y 6”, Juan Carlos Fontana (ex Spinetta Jade y con base en el jazz) en “Narciso y Quasimodo” y Osvaldo Fatorusso (percusionista uruguayo con influencias del candombe y el rock/pop británico) en “Yo vengo ofrecer mi corazón”.
“No tenemos la culpa de estar tan culturalizados”, aseveraba Páez en esos años, quién después de mucho tiempo de tocar para Charly García, aprendió a moverse en el caos y sabía cómo hacer para que, a pesar de ese aparente desorden de jazz, tango, pop, folclore y rock, el disco no pierda claridad conceptual.
Comparado con Del 63, la banda conservaba a Fabián Gallardo en guitarra y coros (amigo de la infancia y músico fundamental en esos primeros años siendo el único que agregó un tema propio en el disco inaugural: “Rojo como un corazón”) y a Daniel “El tuerto” Wirtz en batería; y sumaba a Tweety González en teclados y Paul Dourge en Bajo. Seguía con el formato de nueve canciones (cantidad que se repetiría en Ey y Ciudad de Pobres Corazones) y con la compañía EMI que lo acompañaría por toda esa década.
En la tapa del álbum aparece el rostro en primer plano del jovencísimo cantante en blanco y negro, y en el lugar de los ojos, un cielo nublado. La imagen carece de matices salvo en la mirada del rosarino, la nubes son necesarias en esa composición de imagen tanto como el contraste de colores.
Si se piensa desde el 2015, el trabajo discográfico no perdió actualidad y se bancó envejecer bien. Algunos conceptos como el del “contactos” en “Narciso…” podrían aplicarse hoy en tiempos de redes sociales y soledades más allá de una pantalla. “Yo vengo a ofrecer mi Corazón” y “11 y 6” se siguen versionando en las actualidad en adaptaciones que van desde sinfónica hasta cumbias pop.
Si bien es un álbum que habla de los años 80 no deja en la boca un gusto a Cemento, alfonsinismo y doble casetera, su temática universal (injusticia, amor, odio, soledades) bien refleja cualquier listado de Spotify del 2016, siempre y cuando sigamos ofreciendo nuestro corazón, claro.//∆z