Compartimos un cuento inédito del autor de Las Tormentas (2017) y 27 maneras de enamorarse (2018).
Pintura de María Luján Marchesini
Yo era un chico y no sabía. No había disparado un arma, no había visto morir a un amigo. Estaba andando porque sí, porque podía.
Apenas abrí la puerta del auto, entró el campo. Un olor a estambre evanecido, a pasto amarillo. Todo silencio, salvo por pájaros eventuales, por los camiones pasando. Fui de la sombra al parador, pisé un camino de piedras. Adentro, el aire era otro. Frío y de un color, como el interior de una cueva. Igual que en las películas de agentes secretos que viajaban a El Cairo, los ventiladores en el techo giraban lánguidos y mal atornillados. Ese era el único ruido.
No había mesas niveladas, las sillas estaban sueltas. Me senté, pero la chica del mostrador me dijo que no había mozos, que le pidiera a ella. Si quería comer, había tortilla, milanesa, tarta de zapallo, sopa y guiso. Si no quería comer, había café o gaseosas, pero no quedaban facturas.
“¿Un sándwich?”.
“Podría ser”.
“Un sándwich de jamón y queso y una Seven-Up”.
Los vidrios estaban sucios, pero la mugre volvía más densa la luz, más cremosa. Como tenía un mapa en el bolsillo de la campera, lo saqué y lo desplegué; lo apoyé encima del mantel de papel con una propaganda de helados. La ruta 37 era una línea gris que se transformaba en la 64 a la altura de Intendente San Ignacio. Los cruces estaban marcados con eles amarillas. Fui siguiendo el camino con el dedo hasta un punto celeste, agua que no era lago ni laguna, agua sin nombre. En ese lugar la 64 se partía en dos y yo tenía que seguir el tramo que iba hacia el oeste, siempre hacia el lado opuesto a la costa. Siguiendo ese camino llegaba hasta Colonia Manatí, pero después la ruta bajaba hacia el sur y había selva. Lo verde oscuro era selva. Tenía que ser selva ese verde o pantanos; lo marrón hacia el oeste eran montañas. No debería haber selva en ese lugar, más bien campo alisado. Algo más amarillento. Dejé el dedo ahí. Si era pantano hundiéndose, si era selva, perdido. La yema del índice apretando el papel, una palidez leve de la carne por la presión. Debería ser lima, trébol, menta, espuma del mar el verde del mapa, apacible.
En un plato de lata cayó un sándwich de jamón y queso, aterrizó despacio al lado de un vaso húmedo con Seven-Up.
“¿No encontrás algo?”.
“No entiendo los colores del mapa. Voy a General Artigas”.
“¿Vas a la fiesta?”.
No, no iba a una fiesta, más bien todo lo contrario.
“Sí”.
“Para la fiesta van a salir en un rato los micros, si querés, podés seguirlos”.
“¿La fiesta es en Artigas?”
“Al lado, en Arrarás”.
La chica me explicó. La fiesta tenía que ver con el maíz o con el trigo. Ella iba a ir a la noche, con amigos. Se iban a disfrazar todos de soldados. Ella me iba contando y yo masticaba el sándwich seco y esponjoso. Me di cuenta de que la chica necesitaba hablar. Pensé eso. Era una voz que estaba ahí y, a la vez, se alejaba en un barco o en un tren haciéndose chiquita.
Tocar el pan blando del sándwich, oír el ruido de las burbujas de Seven-Up explotando en el vaso de vidrio, doblar el mapa y guardarlo. Escuchando a la chica hablar de la fiesta, todo me parecía más triste.
Me ocupé del paisaje y señalé afuera.
“¿Esos patos son de acá?”.
Eran tres y flotaban en lo que parecía una gelatina verde. Podría haber sido así una ciénaga o un pantano. Yo no sabía, era un chico. Nunca había visto nada. Desde la ventana, los patos parecían quietos, pero estaban nadando.
“Son míos sí, y no son patos: son cisnes”.
“Patos, cisnes. ¿Los patos feos se convierten en cisnes?”.
“Los patos son una cosa y los cisnes son otra cosa. Los cisnes nacen feos, pero son siempre cisnes”.
“¿Y a vos ya te los dieron lindos?”.
La chica se rió, aunque yo no vi el chiste. Le conté los dientes. Entre nosotros había esa luz geométrica que marca el polvo de mugre y bacterias que es en realidad el aire. Llegué a contar trece y cerró la boca. Si hubiera sido sincero, si hubiera hecho exactamente lo que quería, la hubiera abrazado. Le hubiera dicho: “Muchas gracias”. “¿Y qué comen los cisnes?”.
“Plantas y pasto, renacuajos, pero les doy pan también. Bizcochos”.
Como los ventiladores eran lerdos, como el parador era de pocos colores y viejo, yo asumí que la chica era apática, malhumorada. Pero no: le gustaba hablar.
Seguro que estaba sola mucho tiempo. Durante todo el rato que estuve en el bar, no entró nadie. Como no la conocía y era un chico, como no sabía definir del todo el borde de las cosas, me pareció que debería tener entre quince y veinte años, igual que todas las chicas y que brillaba como una naranja al sol, colgando de una rama.
“Se aburrirán los cisnes un poco ahí todo el día en el charco, ¿no?”.
“No creo. Hacen sus cosas”.
Miró hacia fuera, la chica. Yo pensé que así no había mirado nunca, porque suspiró. “No creo que se aburran, no”.
Le pregunté, por decir algo, a qué hora salían los micros que debería seguir.
No faltaba mucho. Podía tomar un café todavía, si tenía ganas.
Yo no tomaba café, me hacía mal al estómago y me despertaba demasiado.
“Sí, bueno. Un cortado”.
Ella se fue y bajó una nube de mi cabeza al piso. Un alivio. Yo no quería el café, quería irme, estar afuera, salir corriendo.
Volvió como si hubiera sacado la taza del bolsillo. Estaba tibio y feo.
“No voy a comer más sándwich… Podría dárselo a los cisnes. Me gustaría. ¿Podemos ir?”.
“Andá si querés, no hay problema”.
“Preferiría que vengas, si no te molesta. No conozco a los cisnes”.
No había nada que conocer. Eran nada más animales.
“Bueno, pero son tuyos”.
“Son míos, sí”.
Me hizo saber sin originalidad las excusas, pero ninguna valió la pena.
Al rato, estuvimos los dos parados al lado de los pájaros tirándoles bollitos de pan.
“No les de jamón”.
“¿No les gusta el jamón?”.
“Les encanta, pero si comen carne, se vuelven locos. Se muerden entre ellos y pueden morder a la gente”.
Tenían los ojos rojos los cisnes y eran de un negro que brillaba. Parecían piedras sacadas del fondo del mar, cascotes de brea. Daban ganas de acercarse y tocarlos para ver de qué estaban hechos, pero sentí que estaba mal. Me comí el jamón y el queso, tiré al agua los restos de pan.
Cuando tenía ocho o nueve años, había patos y peces en un parque. En ese parque, ahora, ya no hay más. Íbamos con mamá y papá, estacionábamos el auto en el pasto y pasábamos la tarde escuchando la radio. Me hubiera gustado contarle esas cosas a la chica del parador. Me hubiera gustado decirle que los patos del lago estaban sucios de humo y que papá escribía en un block de hojas rayadas ideas para una máquina que los lavara o dibujaba esquemas con la frecuencia de sus graznidos y las ondulaciones que generaban en la superficie del agua sus movimientos. Hubiera querido decirle que mamá respiraba por la boca y tosía siempre; que se dejaba gastar la piel al sol como si quisiera ver qué había atrás, sus músculos o su esqueleto.
“¿A qué hora salen los micros, para la fiesta? ¿Hasta qué hora trabajás?”.
“Queda un rato. Falta todavía. Fijate que los cisnes se quedan quietos nomás, pero no duermen”.
Nos sentamos en el suelo, porque estábamos bien así los dos. Mirando comer pan a los cisnes, callados abajo del sol que se iba. Pasó un rato y tratamos de contarnos un poco más. No pudimos. Hablamos de lo mismo. Los cisnes dormían, seguro, pero no se les notaba. Yo no le quise decir. Yo no sabía, además. Yo era un chico. Se fueron los micros, pasó la fiesta, en un lugar del mapa. Pasaron en el cielo, en el lomo de los tres cisnes, treinta colores. Nosotros nos quedamos quietos.//∆z