Menos famosa que The Wire o Show me a hero, igual de potente en su estructura narrativa, la serie creada por David Simon pone el foco en la perseverancia y reacción de una comunidad frente a una catástrofe.

Por Barb Pistoia

Treme es sobre la cultura. Cuando ya nadie se acuerde de Estados Unidos por nuestra ideología, alguien va a entrar a un bar en Katmandú y va a escuchar a Michael Jackson, a John Coltrane o a Otis Redding. El origen de eso son los músicos que empezaron con Louis Armstrong. Esa es nuestra exportación al mundo. Y ese es el legado que peligró con Katrina. No la música en sí, pero sí su punto de origen. Treme, en Nueva Orleans, el barrio más europeo, latino y tercermundista de Norteamérica, pudo haber desaparecido”.

Así reflexionaba el ex periodista, guionista y director David Simon sobre su por entonces nuevo proyecto, que escribió junto a uno de sus socios habituales, Eric Overmyer.

La serie vio la luz en abril de 2010, cinco años después del paso fatal del huracán, y sería una de las joyas ocultas de HBO durante las cuatro temporadas que estuvo al aire. “Ya nos acostumbramos, nuestros trabajos tienen impacto posterior, en el durante solemos pasar desapercibidos”, diría Simon para rematar, entre agradecimientos genuinos al canal, que no es algo que les preocupe, “porque no aspiramos a hacer monstruos televisivos, no buscamos ser Game of Thrones. Nunca prometemos grandes éxitos, en cambio sí les propusimos a los directivos cambiar la forma de hacer televisión, o al menos intentarlo”.

El arranque de Treme se sitúa en el tercer mes posterior al desastre natural, que a esa altura ya es una tragedia política y cultural. Cada temporada abre con su propia línea de tiempo para ir mostrándonos esos primeros años de, literalmente, renacer entre las cenizas. Siendo este un renacimiento que se da a pura fuerza de sus habitantes, que experimentan una unidad ideológica y emocional en donde la gran noción compartida es que mantener las tradiciones es lo único que puede salvarlos. Algunos viejos y jóvenes nostálgicos ya lo saben. Otros, las nuevas generaciones que por lo general buscan emigrar a ciudades céntricas o llevan con pesadez los mandatos, empiezan a palparlo en su día a día frente a un pueblo abandonado a su azar, pero no ignorado. Incluso, Nueva Orleans estaba en el centro de un gran debate nacional que cuestionaba toda posibilidad de ser ayudada por el Estado. Mientras eso ocurría, los turistas llegaban como quien visita a un pueblo fantasma sin apreciar demasiado la batalla que sus habitantes estaban dando.

Las imágenes reales con las ficticias se entremezclan una y otra vez. La sucesión de las historias de amor y desamor, de encuentros y desencuentros, no solo que conviven con una trama que no evade ningún pozo ciego sino que nos permiten atravesar los idearios de la humanidad con lucidez desesperada. Es a través de todas esas historias que podemos darle una primera ovación al guion, porque cada temporada nos recuerda —y refuerza el recordatorio— que atrás de toda bandera y causa colectiva hay hombres y mujeres de todas las edades, de todos los colores, de todas las religiones, nacionalidades y elecciones sexuales, pero no de todas las clases. Es desde esta claridad que se nos muestra la violación a los derechos humanos, el racismo en todos los niveles posibles, la especulación inmobiliaria, el abuso de poder y la corrupción estatal. Hay caras, hay cuerpos, hay nombres. Lo denunciable, incluso en cuestiones de género, aparecen entramándose con cada relato, incesantemente, tocando la vida, llamando a la muerte, despertando contradicciones que rebotan entre el deseo y la resignación más cruda. Lejos de cualquier demagogia, Treme humaniza y representa.

Y en ese humanizar y representar se recuperan dos grandes conceptos, o ideas, que incluso podríamos configurarlas como las dos grandes razones por las cuales el barrio sobrevive y crece. Y acá va la segunda ovación: Simon y  Overmyer le arrebatan (recuperan, resignifican) a los nacionalismos extremos la idea de patria y a la modernidad liberal, la de espiritualidad.

Treme nos recuerda, entonces, que la patria es entrar a un bar y que sepan tu nombre, que sepan qué vas a tomar antes de pedirlo. Los olores, el sentimiento hacia ese lugar que cerró después de décadas, el banco donde diste tu primer beso, la casa de tu infancia, el escenario donde tocó por primera vez tu músico favorito. ¿Qué es lo que siempre uno dice de su barrio para que otros intenten imaginarlo, conocerlo? Eso es patria. Tu lenguaje propio con las calles en donde estás escribiendo tu vida. Por eso también puede sentirse así una ciudad elegida, y las razones de esa elección serán también patria y espíritu.

La espiritualidad de Treme es una espiritualidad ancestral, humanista y a la vez salvaje. Muy lejos del “si sucede conviene” y del “soltar”, más bien situándose exactamente en un lado contrario, porque obviamente que una tragedia no conviene, la indiferencia estatal no conviene, y soltar también puede ser legitimar una condena de extinción irresponsable.

Lo espiritual es esa voz interior muy profunda que puede dialogar a través de las historias en común con otros, que busca eternizar aprendizajes y costumbres transmitiendo una tradición. Es una espiritualidad hecha de sabiduría comunitaria y naturaleza, entendiendo a la arquitectura como parte de ese hábitat natural, que se enriquece y se hace libertad con el otro, nunca en soledad. Esto es también el carnaval, la danza, los sonidos, el aullido a la hora de los brindis, los aplausos que caen para el que está tocando como última cara visible de un linaje.

Este buen baño de amor y redefinición que hace Treme de lo patrio y espiritual como cualidades sociales y como fuerzas culturales se sostiene a través de dos superpoderes indestructibles: la música y la comida, donde siempre hay una otredad, incluso cuando ya no esté más, incluso cuando nunca estuvo con nosotros.

Manteniendo la línea de no habilitar ningún comentario que spoilee, es imposible hablar de esta obra maestra sin destacar el respeto, cuidado y la generosidad con la que se explora y comparte la riqueza cultural de la zona, y esto implica un reconocimiento a las tribus nativas —con un trabajo actoral supremo encabezado por Clarke Peters (Big Chief)— y al momento naciente del hot y todos los derivados jazzeros hasta abrazar el R&B, lo que nos invita a disfrutar de varias participaciones estelares con los más grandes artistas de los sonidos que transformaron la vivencia musical en un telar de manifiestos.

Y mientras los reconocimientos abundan —literal, poética y narrativamente—, cada personaje fijo tiene su historia y esa historia tiene su momento protagonista. Todas giran alrededor de todas. Y sin dudas el aplausómetro también se agita con el trabajo que hacen Wendell Pierce (Batiste), Steve Zahn (Davis) y Rob Brown (Delmond). Línea aparte para el lugar destacado que ocupa el Mardi Gras, el carnaval propio que inspira a todos en su lucha de supervivencia y que ve volver a los habitantes de siempre, desparramados por el país luego de haber perdido todo, solamente para abrazar a sus vecinos, a su nostalgia. Lo dicho: patria y espíritu van de la mano y son también el reencuentro y el desahogo.

Todo esto es apenas una captura sentimental de razones mínimas por las que se intenta explicar por qué Treme es una serie que nos toca fuerte, que nos conmueve, que nos atraviesa, que nos empuja a un duelo constante. No es que nos identificamos con sus personajes, con esa angustia coqueta que provoca toda ficción realista. Es de forma directa que todos tenemos una relación profunda con los lugares que habitamos, y esto no excluye la desilusión, la asfixia, el enfrentamiento diario y hasta la inquietante idea de reconocer a nuestro lugar de nacimiento en el mundo como una condena. Sabemos que el amor no es lineal e incluye los sentires y pensares más oscuros, agresivos. En alguna página de nuestro manual de Patria & Espíritu nos encontraremos con la voz de Charly, resignada, cantándonos “quien te ama te hace daño”.

En definitiva, es obvio que Simon duerme tranquilo. No solo cumple, una y otra vez en sus propuestas, la misión de hacer una televisión diferente, sino que también invita a una nueva forma de enfrentar la pantalla, como si se abriera un paréntesis en nuestras rutinas y la visión se volviera más sentida, táctil. Y esto incluye todo tipo de experiencias sensoriales, pero sobre todo una más pensada, más incómoda, que provoca un viaje por preguntas abiertas que golpean desde nuestras percepciones más mundanas, más humanistas a la distinción de responsabilidades ciudadanas, propias y colectivas. //∆z