Presentamos un cuento de Un mundo exacto, de Francisco Cascallares editado por Marciana.

Hace un buen rato que Muriel me arrastró afuera para que viera los ovnis. Se supone que me está cuidando. Últimamente me cuida tan seguido que ya debería saber cómo, pero me llevó arrastrando de un brazo desde el living hasta el jardín y me quedó una mancha verde en la ropa que voy a tener que explicar a mamá y papá cuando vuelvan, ahora que ella está de dos meses y salen todo el tiempo.

Vino gritando mi nombre desde lejos, desde afuera. Pegó un portazo pero al revés: para abrir la puerta. Entró corriendo como si la persiguiera un perro. No se daba cuenta de nada: se patinó con la alfombra y se fue al piso de rodillas, flor de porrazo, pero ni le dolió porque ya se estaba levantando y me agarraba de la mano sin darse cuenta de que en ese momento el Capitán Musashi estaba por salvar la Tierra de la invasión de los hombres-insecto. Peor: pateó la mitad del ejército que yo había estado como veinte minutos poniendo en formación, y el Capitán Musashi salió volando a algún lugar abajo del sofá. En ningún momento dejó de gritar cosas sobre los ovnis de afuera. Naves como en la tele, decía Muriel, y la voz le salía finita de tanto gritar y se suponía que me estaba cuidando.

Me plantó en el medio del jardín y me mostró. Arriba. Hacía mucho frío de golpe, y el viento era fuerte. Algo realmente estaba pasando.

—¿Dónde? —le dije. Ella me miró acelerada, desbordada y completamente incrédula.

—¿Cómo dónde? ¿Cómo dónde, nene? —Afuera, había gente, no sé cuánta, no mucha pero gente, que salía de sus casas y se quedaba mirando el cielo con la boca abierta—. Ahí. En todo el cielo. ¿Qué, sos ciego que no los ves?

Entonces miré de nuevo, a lo mismo, pero de otra manera, y algo en lo que veía cambió –mi propia manera de ver. Como en ese dibujo que tiene mamá en el consultorio, que depende de cómo uno lo mire es una chica o una vieja con pañuelo en la cabeza y algunos solamente ven una chica y otros solamente ven una vieja pero en general podemos pasar de uno a otro aunque no se pueden ver nunca los dos dibujos a la vez. A mamá le gusta, lo tiene enmarcado atrás del escritorio. Es raro. Fue esa misma sensación. Desde entonces, no pude dejar de verlos.

—Uau —dije—. Son naves. Es verdad.

No se parecían en nada a platos voladores, ni a cigarros, ni a luciérnagas. Todos los autores y los dibujantes de la historia nos habían mentido. Más bien, te hacían pensar en nubes. Nubes negras. Claro que cuando uno ya los vio nunca se los va a confundir con nubes negras, porque habíamos visto las películas y sabíamos lo que era una nave. Eran claramente naves. Pero si les dabas tiempo, iban cambiando despacito de forma.

Me llevó un tiempo entender todo eso, pero lo voy a contar un poco después. Por el momento, todos los vecinos habían salido a la calle. Algunos entraban a poner la tele a todo lo que daba, o abrían las puertas de los autos con la radio fuertísima, para escuchar desde la calle o desde el jardín, donde estuvieran. Los autos pasaban más apurados que de costumbre. Iban a prender aparatos para estar seguros de que lo que veían afuera fuese real. Esas voces de tele o de radio venían a todo volumen desde lugares que yo no llegaba a ver; ocupaban todo el aire con un ruido mezclado, sin que entendiera una sola palabra de lo que estaba pasando.

—Es una invasión —me dijo Muriel—. De Marte.

—¿Por qué de Marte? —quise saber.

—De dónde más van a venir, nene. No hay oxígeno en ningún otro planeta, ¿qué, no sabés, no mirás tele?

 —Y por qué nos quieren invadir.

Muriel estaba harta de mí.

—Porque, son, extra, terrestres. Por qué va a ser. Y nos van a matar a todos.

—En una de esas nos comen, ¿no?

Muriel me miró un momento; luego tuvo un arranque de desdén y se olvidó de mí. Arriba, las naves. A decir verdad, a veces te olvidabas de lo que eran y volvías a engañarte con que eran nubes, y después te llevaba un poco de esfuerzo reeducar la percepción para volver a ver lo que eran de verdad. Decía que las naves eran astutas, porque cambiaban de forma exactamente como nubes: de a poco, más lentas que un reloj cuando lo mirás fijo. Una técnica de camuflaje impecable, de una civilización tecnológica más avanzada que la nuestra. No podías anticiparte a lo que tenían en mente hasta que de golpe te dabas cuenta de lo que estaban por hacer, de que ya estaba hecho y de que era demasiado tarde. Pero de a poco, iba entendiendo. Se estaban agrupando. Había tres nubes principales, oscurísimas, de la misma clase (chatas abajo, alargadas, raramente nítidas, como un brócoli perfecto del lado de arriba) y la cola de una ya se había pegado con la trompa de otra. Cada tanto se alumbraban con un chispazo. Las ráfagas nos soplaban encima, largas y fuertes. En ese momento, me di cuenta de cómo se formaban las naves, cómo nos engañaban disfrazándose de algo familiar, y se lo dije a Muriel. Ella no me respondió. Por detrás, o más bien por encima de ellas, muchísimas nubes más chicas, todas distintas, sin formas y no tan oscuras, se juntaban y se soltaban con tanta frecuencia que no tenía sentido ponerte a contarlas.

—¿Qué quiere decir nodrizas? —le dije a Muriel, pero no me escuchó—. ¿Es como una base? ¿Un hogar? —Entonces le dije otra cosa—: ¿Por qué los ovnis quieren atacar nuestro country?

Cuando se dio vuelta hacia mí, primero estuvo irritada pero de golpe se puso perpleja. Aproveché.

—¿Los ovnis no atacan ciudades?

—Bueno, pero esto es como una ciudad.

—¿Pero por qué no van al Centro? Esa ciudad es de verdad. Esta no.

 Algo nos asustó cuando se nos vino encima. Una sombra que apareció por detrás, a los gritos. Nos agarró por el vientre. Grité. Muriel también.

Era la vecina que vivía a dos casas de la nuestra. La morocha. La loca.

—¿Qué hacen solitos acá? ¿Dónde están sus padres?

Muriel empezó a buscar la explicación, había una explicación de lo más sencilla, pero la loca no le dio tiempo. A mí no se me ocurría ni una palabra. Me vinieron de vuelta a la cabeza las instrucciones que nos había dado mamá una vez, con mucha tristeza, y estaba tratando de ponerlas en orden.

—Vengan, vamos —empezó a tironear de nosotros—. Los llevo a casa.

Muriel entonces abrió los ojos grandes y se resistía, pero ya estábamos a medio camino en el jardín. Aún había que atravesar el jardín de al lado, y recién el otro era el de la loca.

—No es momento para quedarse jugando afuera, chicos —dijo ella—. En la tele dijeron que va a granizar en cualquier momento. Viene derecho para acá.

—Muriel, no. Muriel, no —dije, decía, no sé por cuánto tiempo, en un hilo de voz. Los televisores encendidos ocupaban todo el aire que teníamos para respirar—. Muriel, no.

No era justo. Muriel me estaba cuidando, no la mujer esta de boca hinchada y rara. Las dos me escuchaban, pero ninguna cambiaba su rumbo. Muriel seguía con la boca abierta, tironeando un poco de su propio brazo pero cada vez menos convencida de que había forma de evitarlo. No sabía el nombre de la loca y eso también me empezó a dar miedo. No era como otras. Yo siempre la veía desde lejos, a través de los dos jardines, vestida con ropa de lo más rara, pero de tan cerca hasta los olores cambiaban, todo estaba impregnado de ella, un olor que me entraba directamente al estómago.

—Chicos, se van a lastimar. En serio, vamos.

Su cara era distinta, ahora que la tenía tan cerca podía verlo: como alisada y brillante y hecha por alguien, sobre todo eso, fabricada, los cachetes como dos sacos tirantes, los dientes tan blancos que parecían a punto de morder. Empecé a sentirme mal del estómago. Las cejas de la loca eran filosas sobre los ojos, puntiagudas, amenazaban con hacerte un tajo si las mirabas. Era altísima, tenía que agacharse mucho para que no nos escapáramos de ella. Mamá dice que todos los seres humanos necesitamos tener arrugas para sobrevivir y que las suyas son de divertirse tanto, pero esta mujer no tenía ninguna, ni siquiera cuando empezaba a decir bastante más fuerte que teníamos que ir con ella ahora. Empecé a entender por qué nos quería llevar. La habían fabricado los extraterrestres. Era un robot. Se parecía mucho a una persona, pero de tan cerca era artificial por donde la vieras. Un robot extraterrestre había bajado de alguna de las nubes para llevarnos. Pensé en mamá. Ya no tenía miedo. Había llegado el momento.

—Puta —le grité en la cara—. Puta chota. —Eran las instrucciones exactas que me había dado mamá una noche muy triste, cuando no dormía. Entendí que eran un arma para una situación como esta—. No podemos hablar con vos —seguí atacando, un poco menos nervioso. La presión sobre mi brazo empezó a ceder. Estaba funcionando. Decidí destruirla—. Dejalo de molestar a mi papá. No te soporta más, loca chota.

En ese momento, nos terminó de soltar. La vimos quedarse quieta, como si estuviera apunto de estornudar, y en seguida derrumbarse al pasto, caer sentada y con las patas en ángulos raros, como si alguien la hubiera dejado ahí después decortarle los hilos de títere de un solo tijeretazo. No corrimos: solo pisé hacia atrás, y llevé a Muriel conmigo, escudándola un poco como hacía el capitán Musashi cada vez que salvaba a alguien.

—¿Tu papá te dijo eso? —dijo una voz que no parecía la de ella. De alguna manera, había llegado hasta sus circuitos principales.

—Sí —dijo Muriel de golpe, y la miré con terror: no era parte de las instrucciones, podría echar todo a perder. Pero ella no se recuperó. Solamente le veía el pelo como una catarata: ella se miraba la panza y no le importaba otra cosa. Tal vez por eso había querido llevarnos: porque un robot artificial no puede tener hijos por la panza y entonces nos quería a nosotros. Quieta, igual se movía, con espasmos. Estaba teniendo un cortocircuito. Por adentro era, porque no salían chispas. Llevé a Muriel un paso más atrás, por si el robot explotaba. La cosa se movió, volvió a enfocar sus ópticas en nosotros dos. Se presionaba los ojos bien abiertos, tratando de enfocar. Muriel me codeó pero no pude dejar de mirarla. Eran ojos hondísimos, llenos de un mensaje, y a la vez chatos, que terminaban justo ahí donde empezaban. No podía percibirlos bien. Estuvimos así un buen rato. Muriel me codeó un par de veces más para irnos, pero el robot entendía algo que yo también, y por un momento creo que usamos telepatía. Y me acordé de algo importante.

—¿Qué es nodriza? —le pregunté al robot, que tenía que saber—. ¿Es como una casa? ¿Vos no tenés hijitos robot en tu nodriza?

El robot se quedó mirándome de la misma manera hasta que bajó la cabeza y se terminó de descomponer. Entonces nos fuimos y la dejamos atrás en el jardín y las radios y las teles se fueron apagando de a poco con el sonido nuevo y completo de la lluvia.

Solamente me falta contar que en algún momento, cuando la tarde se terminaba y todos habían entrado corriendo de nuevo tapándose las cabezas y las luces de las casas estuvieron encendidas, el robot ya se había ido. No lo seguimos porque llovía tanto, y después de que se fue cayó el granizo pesado. Caminaba con los circuitos en mal estado y tardó mucho tiempo en irse a través de los dos jardines, pero supe que de alguna manera iba a llegar a su nave nodriza. Encontraría la manera. Le deseé suerte, ahora que ya no podía hacernos nada.

A esta altura, los extraterrestres aún no destruyeron la Tierra. Siguen ahí, contentos de estar, como los peces de un estanque.

Nos quedamos en la galería de afuera un rato más, mirando el granizo del tamaño de naranjas clavarse en el pasto. Pegan durísimo. Se escuchan vidrios rotos, tejas partidas, alarmas de casas y de autos, un ruido tremendo. Pero dura nada más que unos minutos, y yo estoy todo el tiempo preguntándome si papá y mamá están protegidos donde están.

Mientras espero a que vuelvan y pienso en las cosas que pasaron, el ataque afloja, el granizo que cae es cada vez más inofensivo, pelotitas que rebotan en el pasto, que te caen en la mano para que las chupes, y cuando se vuelve a convertir en lluvia Muriel bosteza.

—Vamos adentro. Se hace tarde. Los ovnis son lo más aburrido que hay.

Entra en casa, pero debe haberse olvidado de que yo también tengo que ir, porque me quedo ahí afuera mirando la lluvia, esperándolos volver, preguntándome un ratito más si algún día este mundo a salvo va a terminarse. //∆z

Francisco Cascallares nació en 1974 en la provincia de Buenos Aires. Es escritor, editor, diseñador de videojuegos, y dicta talleres de escritura (tallerlit.com). Es egresado de la carrera de Literatura Inglesa por la Universidad de Columbia y de la Maestría en Escritura Creativa por la UNTREF. Publicó los libros de cuentos Principio de fuga (Notanpüan, 2016) y Cómo escribir sin obstáculos (Pánico el pánico, 2013), partes de un proyecto más extenso del que Un mundo exacto forma parte. Su libro inédito de cuentos Corazón y fin del mundo recibió una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2016. Algunos de sus cuentos fueron publicados en medios locales y del exterior. También guionó las novelas gráficas Rey Cuervo y El síndrome Lázaro, que pronto serán lanzadas por el sello LocoRabia.