El Marginal, la nueva tira de Sebastián Ortega, se convirtió al instante en serie de culto gracias a sus trece capítulos rebosantes de crudeza.
Por Miguel Vilche
Existe un subgénero en la televisión local que tiene un lenguaje particular y podría denominarse “ficción marginal”. Suele reflejar el submundo de los barrios bajos y las peripecias de la marginalidad con sus escenarios recurrentes: el infierno de las cárceles, los recovecos de las villas y los laberintos de los monoblocks. En estos relatos, la delincuencia se retrata en primera persona navegando en las aguas siempre turbulentas de la corrupción institucional, responsable natural de semejantes pinturas. Todo como excusa, claro, para contar las historias magnéticas de los antihéroes urbanos mientras se denuncian las miserias sociales. En este marco narrativo se puede encuadrar a la ya mítica Okupas, pero es Tumberos quizás el antecedente natural de El marginal, la tira que la productora Underground, con dirección de Luis Ortega, estrenó en la TV Pública. No es casual que el díptico que conforma Israel Adrián Caetano –director de la magistral Pizza, Birra y Faso– con Sebastián Ortega, sea el que ideó la historia original de ambas tiras carcelarias. La calidad técnica, las interpretaciones brillantes y las imágenes sensibles y viscerales son rasgos comunes en estas obras.
El tópico central de El Marginal parece un lugar común: el criminal convertido en héroe por obra y gracia del amor de padre y de un humanismo mamado en la calle, que deja su lado oscuro para redimirse en el Cielo de la Justicia gracias a su propia martirización. Mientras se lleva puesto a todos, derribando instituciones enteras y personajes poderosos. Pero es en el tratamiento visual, en el formalismo del relato donde hay que detenerse para encontrar la originalidad; con una estética visual que parece simple pero que está cuidada (hay momentos que recuerdan al ambiente opresivo y descascarado de Papillón o incluso de Expreso de Medianoche) sin caer en lo pretencioso, se hamaca en los límites difusos de la fábula y el “actioners”; resaltando los efectos de los instintos más bajos: la lujuria, la agresividad, el amor obsesivo, la sumisión.
La crudeza está en primer plano, llevando al extremo del buen gusto los planos más violentos y explícitos, logrando de este modo un realismo imposible de soslayar. La claustrofobia se hace primera persona con el incesante latir de una cámara cuyos planos asfixian, pero que dejan entrever siempre una ventana por donde escapar, pura pericia de la puesta en escena.
En la trama es central la lucha por el poder. Las jerarquías se mezclan con las tensiones clasistas por las ambiciones desmedidas: El Director, los guardiacárceles, los presos VIP y los villeros del patio configuran el mosaico variopinto, una clasificación digna del mejor antropólogo, donde se pueden tejer analogías interesantes con el mundo fuera de los muros. Es en ese entramado de relaciones verticales donde los personajes se desarman a fragmentos hasta despedazarse con toda la violencia posible. El policial mezclado con lo testimonial realza la pintura social del relato, manejando el equilibrio perfecto de todas esas obras que entretienen y generan reflexiones al mismo tiempo.
El talento de Juan Minujín para componer un monstruo que viaja sin escalas hasta el infierno resulta más que brillante, balanceándose entre el perverso violento y el padre de familia justiciero. Martina Gusmán está a tono, siempre sólida, mientras que Gerardo Romano convence en la piel de un director gélido e inescrupuloso. Carlos Portaluppi se deforma detrás de la máscara del líder del pabellón “alto”, casi un símbolo de la corrupción reticular del sistema, encabezando un reparto de actores que juegan su parte con precisión artesanal. Una muestra concreta de cómo la habilidad para elegir el casting es fundamental a la hora de contar una historia que pretende ser realista en formato de ficción audiovisual; cada actor parece haber nacido para componer a su personaje. En este apartado es impecable la dirección de actores, vital en una trama donde la credibilidad es clave, ya que muchos de los actores y extras no eran profesionales. Hasta pareciera que las cámaras están ocultas en las mismas prisiones. La calidad de la serie se mantuvo de principio a fin. Nada resultó forzado ni estirado por demás. Es esa justeza en los tempos narrativos donde radica, quizás, la mayor cualidad de los Ortega, expertos a esta altura, del inframundo marginal.
Monstruos que parecen héroes, héroes que parecen monstruos. El plano final, sin redención, sin castigo, muestra la intención de los autores: reflejar la vida misma, ni más ni menos.