A treinta años de su lanzamiento, The Stone Roses (1989) continúa siendo uno de los discos más emblemáticos de la música británica, reflejo condicionado del “segundo verano del amor” y puntapié de la escena de “Madchester”.
Por Rodrigo López
El disco debut de la banda liderada por Ian Brown dejó una marca que no pudo ser borrada ni siquiera por la sorpresiva fugacidad que terminaría caracterizando a la muy exitosa primera etapa de los enigmáticos The Stone Roses.
Si hubo algo que caracterizó a ese período situado entre los veranos de 1988 y 1989 fue la más pura y furiosa rebeldía contra un sistema político injusto y elitista, motorizada por el odio de los desplazados, por una abusiva continuidad de terrores políticos, económicos y sociales que –de la mano de tres consecutivos mandatos de Margaret Thatcher– habían convertido al (no tan) viejo eslogan punk “No Future” en una dura realidad para la totalidad de la clase trabajadora británica.
Durante veintiún largos años, Inglaterra –en consonancia con el resto de Europa tras el estallido del Estado de Bienestar– se vio bombardeada por el clásico paquete neoliberal bajo la excusa de que era la única solución para salir de la recesión y terminar con el desempleo. Buscando atacar de raíz al “Descontento de Invierno” y colocando en la opinión pública como amenaza fantasma al socialismo, la administración de Thatcher desreguló el sector financiero, privatizó gran parte de los servicios estatales, redujo el gasto público en los puntos más vitales y aplastó el poder de los sindicatos mediante diversas leyes que limitaron su alcance e influencia.
Su reelección en 1983 tras la victoria en la Guerra de Malvinas encontró al país con números más estables, pero para el momento en el que el “Segundo Verano del Amor” estalló el verdadero daño estructural ya estaba hecho. La recesión permanente e irreversible había destruido el cordón industrial, proliferando las casas vacías y las fábricas abandonadas y dejando a tres generaciones completas sin perspectiva alguna de futuro o (siquiera) estabilidad en el largo plazo.
El puntapié de este movimiento cultural fue la creación, en manos de Allan Erasmus, del histórico sello Factory Records en 1978, siendo el segundo paso la revolucionaria combinación por parte de New Order del oscuro sonido post-punk con las texturas más bailables de la música dance y electrónica tradicionales. Poco a poco, la escena joven se fue volcando hacia las raves clandestinas en las que la ascendente EDM tenía en el éxtasis y (en menor parte) el LSD su doble complemento ideal. No en vano los grandes DJs de esa era –moldeando la escena de las décadas posteriores– comenzaron a trazar planos sonoros en los que la reacción sensorial y física generada por los efectos de la droga eran vitales para vivir la experiencia de forma plena.
La explosión de esta nueva cultura juvenil se dio a finales de los años ochenta, siendo los clubes The Hacienda (dirigido por Mike Pickering & Graeme Park y algunos miembros de New Order), Shoom (con Danny Rampling a la cabeza), Future (la casa del gran Paul Oakenfold) y Trip (organizado por Nick Holloway) los cuatro núcleos en los que se concentró la mayoría de las fiestas electrónicas. En paralelo, el mucho más amplio circuito ilegal de raves también creció de forma exponencial, consolidando un clima de unidad carnavalesca –en términos de Mijail Bajtin– muy similar al del primer “Verano del Amor”: por algunas horas, en medio de un mar humeante de ropa ancha, de helados de palito y agua abundante –dos aliados contra la deshidratación causada por el éxtasis–, los límites de clase desaparecían por completo y se abría el desafío hacia un sistema históricamente empecinado en dividir para reinar.
Hedonismo, rebeldía, estética retro-casual, experimentación sonora y mucha psicodelia son cinco elementos que trazan este paralelismo, siendo central el viejo “boca en boca” para difundir las masivas fiestas prohibidas que encontraban a toda una generación (perdida) moviéndose al ritmo de las profundas líneas de bajo del reciclado Roland TB-303 y de los repetitivos beats que gatillaban los efectos del éxtasis.
Fue de las entrañas más psicodélicas y guitarreras del acid house desde donde el movimiento pudo convertirse en un fenómeno nacional. Utilizando el camino construido por los precursores My Bloody Valentine, The Sundays y Spacemen 3, The Stone Roses –en el pico de una muy trabajosa carrera– se erigió como mascarón de proa de la llamada “escena de MadChester”: evolución tan necesaria como inevitable, combinó con desfachatez el rock alternativo, el funk y el house, siempre bajo el ala de la cultura salvaje y lisérgica de fines de los ochenta.
Héroes de la clase trabajadora, ídolos que no estaban en lo social, económico e ideológico en absoluto alejados de sus fanáticos, aprovecharon esa cercanía para darle continuidad a la atmósfera del “Segundo Verano del Amor” pero con los cañones apuntando hacia el mainstream. No fue exagerada la atención absoluta que los medios de todo el continente pusieron sobre Manchester a finales de la década de 1980: The Stone Roses (1989) es, al mismo tiempo, uno de los mejores debuts de la historia de la música contemporánea y un muy detallado mapa de toda una generación.
Es cierto que tardó algunos años en asentarse y generar ventas millonarias a nivel global, pero Ian Brown, Gary “Mani” Mounfield, Alan John “Reni” Wren y John Squire demostraron que se podía ir más allá de lo establecido tanto por la industria como por el movimiento que los había impulsado en sus comienzos. A lo largo de sus once canciones, el eclecticismo género-estilístico, la arrogancia en su postura y la experimentación sonora son los tres elementos que establecen el control total sobre cada una de las variables en el disco.
Todo es más fácil de explicar al observarlo en profundidad: de un solo golpe, la épica oscura, sedosa y seductora de “I Wanna Be Adored” encuentra un contraste inmediato en la cruza del rock psicodélico, la EDM y el pop sesentoso de las (mucho más) optimistas “She Bangs The Drums” y “Waterfall”. Los límites de la arrogancia son puestos a prueba –y quebrados por completo– con el laboratorio beatle presente en “Don’t Stop”, canción donde las melodías de las tres piezas ya mencionadas se combinan bajo una línea por completo lisérgica; “Bye Bye Bad Man” y “(Song For My) Sugar Spoon Sister” son lo que unos años más adelante se conocería como la balada brit-pop tradicional, y están marcadas por la calidez en su estructura, la belleza en la voz y la pericia técnica de una banda apenas acelerada. “Made Of Stone” debe ser separada de ese lote, ya que detrás de su apariencia meramente radial se esconde un clasicismo notable –sazonado con la esencia de la rave– y un espíritu por completo elegante. “Shoot You Down” cruza valientemente al jazz con la neo-psicodelia y el jangle-pop, arando la tierra para que el riff vibrante de “This Is The One” despeje todas las nubes en el horizonte y permita que el sol brille en su esplendor.
Se preguntarán por qué falta una canción en la lista. La respuesta es tan esencial como simple: el cierre de esta obra maestra es de la mano de “I Am The Resurrection”, uno de los más grandes himnos de la generación perdida británica y la perfecta conjugación de todo lo que compone sonora y culturalmente a The Stone Roses. Una base con mucho rock de garage, un poco de psicodelia clásica, una buena dosis de sabor latino (la batería endemoniada en el cierre instrumental), el frenetismo y secuenciación de la EDM ravera, las amplias alas del pop juguetón de los ’60 y el grito desesperado de todos aquellos que fueron olvidados en el camino. //∆z