En la estela de la separación de la banda del guitarrista Omar Rodríguez-López, otra volta de tuerca en las reflexiones de un fan.

Por Santiago Farrell

En un principio, Mars Volta me atrajo porque se publicitaba como la unión de dos extremos: dos tipos con afros gigantes, provenientes de una banda punk medio emo y totalmente ruidosa, que ahora pretendían limarla por el lado psicodélico-progresivo-sinfónico sin dejar de lado esos orígenes. La sola idea me llevó a comprar Frances the Mute allá por 2005, y resultaría limitada: en cinco temas y casi setenta y siete interminables y fascinantes minutos, había no sólo punk y progresivo, si no también metal, salsa, baladas fantasmagóricas, zapadas, funk, free jazz, estallidos percusivos y mucho más. De repente, se me había roto la cabeza.

Fue más o menos por esa época que la banda empezó a llamar la atención: los aullidos ultrasónicos de Cedric Bixler-Zavala, la guitarra indescifrable de Omar Rodríguez-López, los frenéticos shows en vivo, temazos como “The Widow”, “Televators”. Fascinación, y al mismo tiempo, frustración. Era como aquel momento de Apollo 13 en el que los astronautas tratan de corregir el rumbo de la nave apuntando a la Tierra: en un momento la pegaban justo y un segundo después se iban a cualquier lado entre tormentas de ruido, demasiadas violas, minutos y minutos de sonido ambiente como para freírse los nervios. Tenían algo especial, pero eran demasiado indiferentes para ajustarse ese algo de modo bien accesible.

De Amputechture en adelante, se los encorsetó como progresivos y se juzgó lo demás con esa lente: The Bedlam in Goliath es el disco que no tiene momentos tranqui, Octahedron es un brillante regreso o un sellout vergonzoso según el nerd que lo defina y Noctourniquet, salido este año pasado tras destruir al grupo, es una atolondrada y agridulce despedida. Actualmente, cada tanto son noticia por separado: el reclutamiento del batero original Jon Theodore en las huestes de Josh Homme en Queens Of The Stone Age, algún tweet de Cedric sobre la interminable grabación de su primer disco solista o los innumerables proyectos del hiperactivo Omar (discos, películas y su nueva banda, la aún embrionaria Bosnian Rainbows).

Nada que le haga justicia a lo que fue esta banda, claro está, porque la discusión sobre Mars Volta siempre se guió por los caprichos del deseo, por querer que volvieran a hacer De-Loused At The Comatorium (primer y último disco donde Omar se bancó que lo limitara un productor), que bajaran un segundo en Bedlam…, que Noctourniquet no fuera tan impenetrable por momentos. ¿Pero por qué es tan intensa esa sensación con esta banda? La respuesta reside en algo que va más allá de letra y acordes.

Para eso, vuelvo a un momento de vital importancia en Frances The Mute. Es en el mismísimo arranque de “Cassandra Gemini”, el bodoque pantagruélico de treinta y dos minutos que cierra el álbum como un LP aparte. ¿Cómo es esa introducción? No existe: el divague del tema anterior se corta de golpe con unas guitarras que suenan como una plaga de langostas, la voz trémula de Cedric estira una frase siniestra y la sepulta una estampida de viola, bajo y batería. ¿Ah, había que esperar siete minutos para pudrirla progresivamente? ¿Y cuántos para que algo te pase por arriba?

Ese momento es la perfecta definición de lo que es Mars Volta: en clave de cliché, una cuestión de actitud. No se trata de cuántas cosas tiraron a la licuadora en cada minuto, ni siquiera de qué alturas olímpicas podía alcanzar la voz de Cedric o cuántos rulos metían los bateristas que encontraba Omar por ahí en un solo compás de incontable cantidad de tiempos. Sería más bien el trillado concepto de tener una mente abierta, esa forma gentilmente irresponsable de disimular lo que no nos gusta. Mars Volta abrazó este concepto con sinceridad y pasión y lo llevó hasta sus últimas consecuencias. Demoler géneros. Dinamitar definiciones. “Celebrar mutaciones”, como bien dijo Cedric. Y sobre todo, arriesgar. Pongo este solo que suena a tortura china de felinos porque lo siento así. Calmo este metal chillón con un tumbado de son cubano porque me gustan las dos cosas. Y me la juego, pongo todo al palo.

De golpe, las etiquetas se vuelven inútiles. ¿Qué define, si no, a “Agadez”: el arranque gritón, el caramelo de trance latino del medio o el cierre panquecoso? Los tres, claro. Así, inexplicables y obtusos, conectan. Andá a saber de qué carajo hablan “Miranda, That Ghost Just Isn’t Holy Anymore” o “Desperate Graves”, pero si no te para los pelos el fervor con que Cedric los canta, no tenés sangre en el cuerpo. Y ni hablar de la inyección de adrenalina cuando “Son Et Lumière” empieza a convulsionarse y estalla el “noowwww I’mmm looo-oooooost!” sobre el martilleo asesino de “Inertiatic ESP”, firme candidata al imposible rubro de Mejor Introducción de Todos los Tiempos. Son momentos donde no hace falta entender ni analizar nada. Eso será tarea de los musicólogos; al oyente lo incendia la pasión con la que le llegan que esos dos tipos con afros. ¿Letra, acordes, género, disco, estilo? Irrelevantes. ¿O alguna vez pensaron en lo disonante que es el tercer solo de Omar en “Cassandra Gemini” o qué hace la batería en ese corte bizarro en el medio de “Take The Veil Cerpin Taxt”? Lo dudo.

¿Es algo subjetivo? Por supuesto. Está atado a nuestro gusto. Los problemas son harto conocidos; sinceramente, no creo que nadie en su sano juicio se banque cefaleas como “Conjugal Burns” o “El Ciervo Vulnerado” sin problemas, y hasta el fan más aguerrido de la banda reconocerá que en unos cuantos temas hay, como mínimo, un par de vueltas de más, coros demasiado agudos, cuchillazos a los tímpanos. No es precisamente música de ascensor. Además, con cada disco se fueron enroscando un poco más y perdiendo la conexión entre sí, ese fervor profano. Pero en aquellos momentos Mars Volta nos cumplió el sueño eterno de ver la frontera borroneada, la posibilidad de pensar todo de otra manera. Abajo con el progresivo, con el punk, con lo pesado y lo tranqui. Abajo con todo y lo unimos como queramos. Ese potencial es lo que tanto fascina de esta banda, el fuego que atrae y quema al mismo tiempo, la razón por la cual se la ama y se la odia. Es nuestra versión moderna del jazz, algo con algún elemento distintivo (la voz, la guitarra, los toques latinos, esos sacudones de ánimo) pero de esencia mutante, mutable, indefinible y absolutamente palpable. ¿Está todo inventado? Piénsenlo de nuevo. Gracias, muchachos, y hasta la próxima.//z

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