Cuatro décadas se cumplen desde que tres pibes que apenas llegaban a los veinte años —Robert Smith, Michael Dempsey y Laurence “Lol” Tolhurst— lanzaran Three Imaginary Boys, su primer disco, creado a partir del atrevimiento y la disrupción característica de la época. Piedra angular en su discografía, la obra se transformó en una mirada al desencanto y el existencialismo.
Por Juan Agustín Maraggi
Hace rato que The Cure trascendió los géneros musicales, dejando de ser un conjunto musical para convertirse en una institución. Sus primeros pasos fueron una síntesis entre el postpunk, el synthpop y el new wave y fueron construyendo un estilo único e identificable apenas con los primeros acordes.
“Lol” Tolhurst y Robert Smith se conocieron a los cinco años, crecieron juntos y en ese recorrido fueron formando diferentes bandas —The Obelisk de adolescentes; Malice, cuando el punk llegó a sus oídos— hasta fundar, junto a Michael Dempsey, Easy Cure, el prototipo de The Cure.
Pero los ojos delineados y la ropa negra no deben tapar el bosque. Las letras de Smith son escritas desde las tripas mismas de las lloviznas londinenses y la explotación neoliberal pero excediendo ampliamente la depresión que se le adjudica. The Cure va mucho más allá de la oscuridad: su médula está en cómo sobrevivir a la cotidianidad, la soledad, el encuentro y sus consecuencias; ayer, hoy y mañana. Justamente es esa semilla el punto de partida de Three Imaginary Boys.
Para el año 1979, y después de lanzar su primer single, entraron en estudio bajo la producción de Chris Parry para grabar su primer disco de larga duración. En ese momento, como la mayoría de las bandas de la época, la inestabilidad reinaba: los roles en los instrumentos no estaban bien definidos y los cambios en la formación eran constantes —manteniéndose la triada Smith, Dempsey y Tolhurst—. Smith, por su parte, también empezaba a participar activamente en Siouxsie and The Banshees. La relación con esa banda fue cercana a un lazo de sangre: Smith reemplazó a John Mckay en la guitarra y The Cure salió a telonearlos en la gira en la que presentaron Join Hands (1979). Siouxsie, por su parte, participó en el coro de “I’m cold” en el single Jumping someone else’s train (1979).
La disquera Fiction contactó a la banda para firmar su primer contrato. La convocatoria e inexperiencia hizo que grabaran el disco sin un concepto continuo, algo que criticarían y que los acompañaría durante toda su historia. Three Imaginary Boys es más un collage de las ideas que venían trabajando que un disco conceptual, y de esa espontaneidad surge su irreverencia y encanto.
El contrato le concedió a la compañía el poder de decidir la tapa, las canciones y su orden. Fue la primera y última vez que sucedió: a partir de esa experiencia Robert Smith se transformó en el amo y señor de todo lo que saliera con el sello The Cure en los estudios. Tanta fue la ligadura con el sello que la grabación de “Foxy Lady” (de Jimi Hendrix) durante un ensayo se terminó transformando en el séptimo tema del disco. El cover tiene la particularidad, a su vez, de tener la voz de Michael Dempsey. Así como se lee: la única canción de la vasta discografía de la banda que no fue vocalizada por Smith surge por una decisión tomada por alguien de traje y corbata.
El enojo de Smith fue tal que, menos de un año después, The Cure relanzó el disco en Estados Unidos y Australia con un nuevo nombre, Boys don’t cry (1980), con una nueva tapa y la inclusión de las canciones “Jumping someone else’s train” y la que tituló el disco —de la que claramente ya no es necesario hablar, por su mote de clásico—.
En Three Imaginary Boys las canciones “World war” y “Object” fueron incluidas por decisión del productor Chris Parry. Sorpresivamente, el tema que quedó fuera de la placa es el que les abrió el espacio para grabar, el sencillo lanzado unos meses antes “Killing an arab”. La canción cosechó rápidamente las polémicas que su nombre, a simple vista, podía atraer. Los oriundos de Crawley fueron tildados de racistas e incitadores al odio. Sin embargo, nada era más lejano: el tema se titula así en honor a una magnífica novela del argelino Albert Camus. “Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé”, son las primeras y conocidas líneas de El Extranjero (1942). El maestro del absurdo llenó el vacío existencial de los chicos imaginarios, y su influencia los seguiría hasta la actualidad. Ya sea en los ámbitos de socialización, en Inglaterra, Argelia o en los bares, la sensación es siempre la misma.
Three Imaginary Boys es un disco con bases simples que encuentra su prolijidad en el hecho de ser desprolijo. Una grabación casi de garage que no se aleja de la influencia de la época. “10:15 Saturday Night” es el inicio de la travesía, un tema escrito por Smith a los dieciséis años en un intento por escupir sobre una noche de sábado, al encontrarse solo y robándole las cervezas a su padre. Una base simple pero más que efectiva, un bajo rítmico y repetitivo que marca la esencia con riffs de guitarra unidos a un hi hat clásico de batería. Los vacíos de sonido son acompañados por platillos que provocan una suerte de tensión constante.
“No light / no people / no speak / no people”, canta Smith en “Grinding Halt”, una base poco convencional para las y los amantes de la banda, y un final que no le escapa al nombre.
El sonido no es el mejor, las melodías tampoco, ¿las letras? muestran destellos pero no son las que después conoceremos. Entonces, ¿qué hace tan bueno al disco? Es una suma de partes, la unión de cada aviso de lo que vendrá pero sin promesas de futuro, una grabación en determinado momento, con una rebeldía intrínseca y sincera.
“So what?”, por ejemplo, es una canción excelsa pero creada por casualidad. A la hora de grabar tenían una base pensada pero no tenían una letra, “Lol” prestó sus borradores y la repetida lectura de las ofertas de un paquete de azúcar se le unió para presentar un tema dinámico y con tintes de la experimentación inicial del postpunk.
Al cumplir cuarenta años, es hora de revalorizar un disco que suele ser subestimado en el recorrido de la banda. Incluso con sus faltas y errores, el minimalismo y la rebeldía son su esencia. La frescura ingenua lo hace una pieza esencial en su historia.
Si The Cure se hubiese separado luego de lanzarlo —algo que estuvo cerca de suceder en reiteradas ocasiones— estaríamos hablando de un diamante en bruto (pero mal grabado) del post punk, una placa que podríamos escuchar automáticamente después —o antes— de Entertainment! de Gang Of Four (1979) y Pink Flag (1977), de Wire, en una sintonía casi perfecta. Pero la banda continuó, machete en mano, construyendo un sendero propio hasta convertirse en un estilo musical en sí mismo, una historia viviente que avizora su decimocuarto disco luego de once años de larga espera. //∆z