Por Enrique Decarli

Tenía el pelo atado y una camisa a cuadros. Mangas cortas transpiradas bajo las axilas. Sobre el pupitre, el cuaderno espiralado. Una lapicera. La botellita de gaseosa. La veía medio de costado y desde atrás. Cada vez que tomaba, levantaba la mirada al pizarrón. Ojos tristes, la llamé para mí. La chica de los ojos tristes. Los ojos. La cara. El pelo atado. Las diferentes camisas cuadriculadas transpiradas bajo las axilas era todo lo que conocía. Ni siquiera la voz. Las piernas. El nombre.

En la segunda semana tuve ganas de hablarle pero yo siempre caía tarde y ella estaba sentada en los primeros bancos. Al final de la clase (una clase multitudinaria), yo era de los primeros en irme. Un colectivo y el último tren a Glew. 00:35. Una noche la esperaría. Le diría algo. Cualquier cosa. Qué lindos ojos, por ejemplo.

En el anteúltimo vagón vi asientos libres. Entré y me senté. Me desplomé, en realidad, sin mirar a la persona contra la ventanilla. Después reconocería el cuaderno espiralado. Las piernas cruzadas que entonces veía por primera vez. Unas piernas más fuertes de lo que hubiera imaginado. La miré de costado. Los ojos bajos. Tristes. Mirando por las ventanillas de Constitución. Y algo más. Ahora que la veía de cerca, un cordoncito negro colgado del cuello sostenía, entre los pechos, una figura plateada que yo había visto en un amigo: era una serpiente alada enroscada en una espada; una calavera en la empuñadura. Un colgante violento que, otra vez (como el grosor de las piernas), no tenía nada que ver con Ojos Tristes. Pero bueno; ya estábamos ahí. Para bien o para mal, sentados uno al lado del otro y yo quise decirle Hola, qué tal… Soy un compañero tuyo de la facultad. ¿Me ubicás? Pero no dije nada. Decir eso me pareció una estupidez. Había que sonar más natural. Hablarle de repente, por ejemplo, como si nos conociéramos: Qué quilombo tal materia… Pero tuve miedo de que a ella la materia le resulte fácil y de entrada me tilde de burro. Pensé en hablarle como si retomara una conversación interrumpida. Mirarla y decirle: Es verdad. Tenés razón. Pensándolo bien no es tanto quilombo… Cuando el tren arrancó (y esto me ocurre ahora más que antes) no había encontrado la versión final de la frase que más convencía. La corregía todo el tiempo. Cambiaba alguna palabra por otra. La puntuación. El énfasis. Al fin opté por abrir el cuaderno y simular que leía los apuntes. Lo incliné de manera que también ella pudiera leer. Quizás reconociera el tema y sacara conversación. Entonces la escuché respirar. Profundo. La cabeza golpeaba contra la ventanilla según el vaivén del tren.

Mi amigo, sin dudas, era el dueño del as en la manga: el significado secreto de la serpiente enroscada en la espada. Lo llamé.

―Tenés que ayudarme con algo importante.

Quedamos en vernos en Riviera. Diego, como siempre, fue impuntual pero un día llegó. Antes de que se siente le pregunté por la figura.

―¿Para eso me hiciste venir?

―Más o menos ―le dije.

―Dóctor Filgud ―dijo―. Motlei Cru. ―Y se sentó.

Enseguida imaginé por dónde venía la mano. Diego era fanático de un montón de bandas que yo no conocía ni de nombre. Esta vez, sin embargo, ni siquiera podía decidir cuál sería el nombre del símbolo y cuál el de la banda. Tranquilamente la banda podía llamarse Dr. Feelgood. De hecho, después supe que hay una banda con ese nombre. Le tuve que contar. Yo estaba enamorado de una chica de la que no sabía nada; sólo que volvía en tren a la zona sur y tenía eso colgado del cuello.

Terminamos la cerveza y Diego me dijo que lo acompañe a la casa. Ahí me dio cinco cassettes. Los cinco, así; de una: sin anestesia.

―Esto lo amás o lo odiás ―me dijo.

En orden de edición: Too fast for love, Grítale al Diablo, Teatro del dolor, Chicas Chicas Chicas y el famoso Dr. Feelgood. Siete años de Mötley Crüe, del `82 al `89. De un cajón del placar sacó una remera azul atravesada por la espada. Las alas desplegadas a la altura del pecho y la serpiente enroscada en el medio. Todo un tótem, lavado y planchado para la guerra.

―Andá ―me dijo―. Ahora ganatelá.

Esa tarde escuché Grítale al Diablo. Es un disco duro. Difícil de entrarle y yo insistía en que me guste porque a ella, evidentemente, le gustaría. Mötley Crüe, como el colgante y las piernas, no tenía nada que ver con su estampa. Eso profundizaba el misterio y a la noche entraron sólo tres temas. “Red hot”. “Too young to fall in love” y el premonitorio anteúltimo tema del lado B: “Ten seconds to love”. ¡Qué temazo! Ahora mismo lo vuelvo a escuchar. Entonces, pasadas las tres de la mañana, yo cantaba ―y hacía pogo en la habitación― el estribillo del que, sin saber, era mi epitafio. Me sería negada la llave. No habría, para mí, mucho más que diez segundos, y los diez segundos habían pasado. Arriba del Roca.

Al día siguiente fui a la facultad con la remera de Diego. Un TDK de 90 en el walkman amarillo a puro Mötley Crüe. Ojos Tristes no fue. Habría faltado y al día siguiente iría pero al día siguiente (yo volví con la misma remera chivada), Ojos tristes tampoco fue. Esto ocurrió durante varios días. Pero la voy a hacer corta. Ojos tristes no fue ninguno de los días que siguieron. Los días que siguieron abarcaron meses y años. Seis años para ser preciso. En 1997 me recibía. Moría mi viejo y Mötley Crüe sacaba, después de tres años de silencio y el regreso de Vince Neil, el maravilloso Generation Swine.//z

Rafael Calzada,

14 de enero de 2014.

Enrique Decarli (Buenos Aires, 1973) es abogado y músico. Publicó Desde la habitación del sur (cuentos), Libresa 2009, finalista del Concurso Internacional de Literatura Juvenil en Quito, Ecuador, y lectura recomendada para la Escuela Media por el Ministerio de Educación y Cultura de la Nación en el marco del Plan de Lectura Nacional 2010. También publicó Big Bang (cuentos), Textos Intrusos, 2013. Su libro de relatos aún inédito, Vía Láctea, fue finalista de la tercera edición del Concurso de Narrativa Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional y el Museo de la Lengua. Su libro de relatos Jauría, de inminente aparición, fue seleccionado como uno de los nuevos “Sudaca Border” por la editorial Eloísa Cartonera. Varios relatos suyos fueron publicados en Escrituras Indie, Revista Axxón, La Balandra (otra narrativa) y Paisanita Editora; Literatosis (en Uruguay) y El coloquio de los perros y Babab.com en España. Desde el año 2008 dicta talleres de lectura y narrativa en la Casa de la Cultura Municipal de Almirante Brown y en otras instituciones privadas. Vive en Rafael Calzada.

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