Los ocho más odiados, el film más autorreferencial del director hasta la fecha, viene despertando odios y amores por igual.

Por Martín Escribano

Que es su mejor película, que es entretenimiento barato, que a Quentin se le acabaron las ideas, que nadie dirige como él, que lo único que le interesa es la violencia, que es un perverso, que es el mejor cineasta de su generación, que es un misógino y así… El octavo film de Quentin Tarantino (que cuenta los dos volúmenes de Kill Bill como uno solo) se abre paso entre defensores y detractores. Hay algo, sin embargo, en lo que todos coinciden: Tarantino ha decidido, esta vez, homenajearse a sí mismo.

Como el Cristo que se muestra al comienzo de la película, Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh, recientemente nominada al Oscar como mejor actriz de reparto) está muerta. Le quedan días hasta que John Ruth (Kurt Russell) llegue a Red Rock, cobre su recompensa y la entregue para ser colgada ante los ojos de la plebe. En el camino hay algunos obstáculos: el primero es el Mayor Warren (Samuel L. Jackson), caza recompensas como Ruth, quien logra sumarse a la diligencia por ser el único negro con una carta escrita por el mismísimo Abraham Lincoln; el segundo, que no parece tener muchas luces, es Chris Mannix (Walton Goggins) que dice ser el sheriff del pueblo donde Daisy pasará a mejor vida. Si no se une a la comitiva, pues, no habrá recompensa. El tercero: una tormenta de nieve que se acerca a paso lento pero firme.

Luego de un prólogo que se extiende por más de 40 minutos, en el que se habla casi excluyentemente de la guerra de Secesión (es decir: de política) la acción se detiene en una cabaña donde los cuatro viajeros se hospedarán hasta que pase la tempestad. Allí los reciben un general de la Confederación (Bruce Dern), un verdugo inglés (Tim Roth), un vaquero (Michael Madsen) y un mexicano que ha quedado a cargo del lugar (Demian Bichir). Ocurre, entonces, lo que la inmejorable banda sonora de Ennio Morricone, que a los 87 años acaba de llevarse el tercer Globo de Oro de su carrera como compositor, venía anticipando: la tensión de la convivencia derivará en estallido.

Con un general conservador y un negro bajo el mismo techo, las tensiones políticas y raciales irán in crescendo a tal punto que el verdugo sugerirá que, para que reine la paz, la cabaña se divida en Norte y Sur, al igual que el país, de modo tal que cada uno pueda disfrutar del territorio que le corresponde. Lo único que une a los ocho más odiados es su aversión a la tormenta de nieve. Afuera, la muerte está asegurada. ¿Y adentro?

Cerca del minuto 100 y whodunit mediante, la película mutará del western al splasher y como ocurría en Asesinato en el Orient Express, los integrantes de la cabaña serán investigados por una versión negra de Hércules Poirot que encarnará en Samuel L. Jackson.

Con elementos de Django Unchained, Bastardos sin gloria y, sobre todo, Perros de la calle (el Mr. Blonde de Michael Madsen y el Mr. Orange de Tim Roth vuelven a compartir un espacio cerrado en el que circulan la sangre y la sospecha), Los ocho más odiados es la película más ambiciosa, más extensa y, en cierto sentido, la más tarantinesca de todas las que ha filmado Tarantino. Por suerte, Quentin no es Nolan y sus regodeos a la hora de contar historias quedan respaldados por un guión sólido y personajes memorables. Curiosamente, esta vez el mejor de todos es la única mujer. La Daisy Domergue que compone Jennifer Jason Leigh responde a las agresiones que recibe reforzando su carácter desafiante… es quien la pasa peor pero es la que mejor actúa. Su nivel actoral quizás sea la mejor respuesta que el director puede ofrecer a quienes lo tildan de misógino (¿quienes lo hacen habrán visto Kill Bill, Jackie Brown o Death Proof, en la que cuatro mujeres terminan moliendo a golpes a un femicida?)

Aun con sus soliloquios excesivos y sus errores de casting (no le podían salir todas bien a Channing Tatum), Los ocho más odiados es una reflexión y una revisión válida de la historia norteamericana. No por nada, sobre el final, hace su aparición la ridícula misiva escrita por Lincoln en la que se describe esa eterna utopía llamada Estados Unidos. Para Warren, esa carta es un arma hecha de imágenes y palabras, la llave para que el mundo se vuelva un lugar habitable. Del cine de Tarantino, como de todo buen cine, puede decirse lo mismo. Como diría el Jep Gambardella de La grande bellezza: es solo un truco.//∆z