El grupo japonés MONO hizo su debut en Buenos Aires el pasado viernes en una noche mágica para el recuerdo donde confirmaron su título de campeones universales del post-rock.
Por Claudio Kobelt
Fotos de Florencia Alborcén
El intenso trío Bhutan abrió la noche con un set a la altura de las circunstancias. El grupo presentó un único y extenso tema instrumental de múltiples climas y texturas, como una especie de relato sonoro, fuerte, despiadado y sin necesidad de palabras. Una sinfonía épica, triste, abrumadora, que recorrió diversos estados y ritmos, como una banda de sonido perfecta para la película de la existencia humana. Primero paz, delicadeza, un eco retumbando en el centro del planeta. Luego el caos, la lucha, y una violenta conmoción. Una explosión demoledora que da paso a unos sonidos frágiles y pequeños, que se abren camino entre tanta desolación, floreciendo lenta pero decididamente, con una luz renovada, plena de esperanza. Los volúmenes disminuyen, los tonos cambian, el ritmo baja y la narración acústica parece volver a empezar, aunque con otra intención, otra carga y otro destino. Lamento, sutileza, violencia, rudeza, ilusión, fe, angustia, crisis, persistencia, caída: todo se percibía en esa inefable transmisión de poder en la que todos los asistentes éramos receptores vibrando en sintonía.
Bhutan rompió las paredes del laberinto del drone pero solo para elevarse y contar el cuento desde arriba, sobrevolando la destrucción, viendo acercarse el futuro aterrador. Con un trabajo impecable en todos los aspectos involucrados de su show, dejó el escenario más que preparado; ell público estuvo entonces listo y receptivo para la conmovedora belleza que estaba a punto de desatarse.
El telón se cerró y la ansiedad aumentaba. Ovaciones, gritos, aullidos, reclamos… e instantes después, el deseo de todos los presentes finalmente se hizo realidad. MONO hacía su arribo a escena para brindar su primer concierto en Argentina. Los dos guitarristas -Takaakira Goto y Yoda- tomaron asiento, uno en cada punta del escenario, y así permanecieron el resto del show. En el espacio entre ambos, la bella Tamaki Kunishi, parada, sosteniendo su bajo, y detrás, el incomparable Yasunori Takada, quien con su batería fue un factor fundamental a la hora de potenciar y elevar el sonido MONO.
Si lo desplegado por Bhutan fue el relato de la existencia humana, en lo exhibido por MONO se contaba la historia sónica de las galaxias. Los mundos explotando, las estrellas despertando, las primeras llamas. Todo era infinito, inabarcable, de una divinidad gigante. El cosmos estallando, nuevos astros naciendo, una onda expansiva de energía sublime e inmortal, y los MONO como jinetes del Apocalipsis galopando hacia el supremo final. Y si esos fulminantes sonidos de guitarras fueron como rayos quemando la oscuridad, la batería de Takada fue la nube negra que los disparaba, que con preciso fervor los hacía llegar con fuerza hasta el blanco ígneo de nuestra sensibilidad.
Takaahira Goto comandó con pulso delicado y firme esa eléctrica orquesta de cámara, sacudiendo su mano en el aire, mirando a sus compañeros, marcando el ritmo, y es entonces cuando vienen a nuestra mente aquellas declaraciones que el guitarrista realizó días atrás en Artezeta: ”La música sinfónica es fuerte, épica y de ensueño, es cierto, pero le falta esa presión y destrucción que el rock tiene” . MONO fue justamente eso, la pureza instrumental ancestral de alta fantasía y el cataclismo conviviendo en armonía. Es la música clásica bailando un vals con el space rock en la brisa envolvente y dulce de una distorsión.
Los celulares en modo filmación copaban el campo visual tratando de registrar lo irregistrable, de capturar lo etéreo, como estas palabras que luchan y se desordenan sin encontrar la manera de contar esa sensación de pureza, perfección y emoción desbordante que los nipones tan bien supieron conseguir. Las canciones de MONO parten de una melancolía lánguida, calmada, dulce y serena, para luego mutar, evolucionar en algo inmenso, brillante y profundamente conmovedor. En cierto momento, en medio de una canción, Takaahira se levantó de su asiento, y puso la guitarra de punta contra el piso haciéndola vibrar, como si de un taladro sónico se tratara, enviando su mensaje al centro de la Tierra, al núcleo del planeta, al centro de la percepción.
Los aplausos del público eran cada vez más largos y ocupaban enteramente los intervalos entre tema y tema. Las ovaciones a los gritos y el entusiasmo desatado contrastaban con la tranquilidad de los músicos, quienes parecían no registrar que allí había más gente, como si todo se tratara de una conexión mágica e irrompible entre ellos y su show, una obra secreta que algunos elegidos pudimos espiar. Flores, praderas, océanos, constelaciones… todo crece y se destruye en esa maravillosa construcción musical, que por momentos es clara, luminosa, positiva, y en otros es negra, misteriosa, siniestra, como un universo policromático peligrosamente encantador.
Y así como empezó, todo termina. Los músicos dejaron sus instrumentos, saludaron y se retiraron del escenario. Solo Takaahira se quedó algunos instantes diciendo unas poco entendibles palabras en inglés, para luego sí despedirse definitivamente. No hubo bis, no hubo “otra”: el telón se cerró, el dj lanzó una canción y todo llegó a su fin. ¿Es que había forma de continuar y de hacer otro tema luego de haber concluido el show, de haber cortado el viaje? Mejor así. La emoción se derramaba en los ojos, en la piel de los asistentes, en las sonrisas brillantes, en ese gesto de sorpresa masivo, de no entender qué camión nos pasó por encima. ¿Puede un grupo venido desde la otra punta del mundo interpelarnos sin necesidad del lenguaje hablado? ¿Puede una canción conmovernos hasta las lágrimas, crisparnos la piel, transportarnos a momentos de la vida, de la imaginación, del futuro, sin decir una sola palabra? La respuesta la tienen todos aquellos que tuvieron la enorme fortuna de vivir esa noche en Niceto, de oír la voz de la galaxia contándonos su historia, de sentir cómo el sonido de las estrellas los abrazaba para no soltarlos nunca más.//∆z