En esta nueva columna el escritor uruguayo analiza las últimas producciones de la saga de Star WarsThe MandalorianEl ascenso de Skywalker.

Por Ramiro Sanchiz

¿No fue Baby Yoda la entidad ficcional más exitosa de 2019 en términos meméticos? Quizá haya cientos de personas tomándose fotos en las escaleras que conectan las avenidas Shakespeare y Anderson en el Bronx (de hecho ya se las conoce como “escaleras Joker”), pero probablemente hay todavía más enternecidas y fascinadas por el bebé Yoda; se puede sugerir que el Joker lleva bastante tiempo permeando la cultura pop pero que la idea de un Yoda bebé, un miembro de la misma especie digamos, es, más que nueva, el objeto de un deseo geek nunca satisfecho del todo.

Esto último merece una breve (o no tan breve) discusión. ¿Es “Yoda” un nombre propio o el de una especie? ¿Es único en ese sentido el maestro de los jedi? Star Wars propone “tipos” de alien diferentes e incluso de aquellos que no volvemos a saber gran cosa entendemos la diferencia entre nombre propio y nombre genérico: así, Watto es un toydarian, Sebulba es un dug, Chewie es un wookie, Jabba es un hut, y así sucesivamente. Pero de Yoda sólo sabemos su nombre, y si bien no hemos visto muchos dugs o toydarian (sí unos cuantos wookies), esas especies están establecida como tales, a diferencia de sea cual sea la de Yoda, que bien podría ser un individuo único. Esta condición puede provenir de ser el último vivo o de simplemente no tener par, haber sido producido como entidad singular. El niño (“the child”) de The Mandalorian parecería refutar esa idea, en tanto vemos otro Yoda, deliberadamente distinto al que conocemos.

Es cierto que a un nivel más profundo en la escala geek es conocida la existencia de “Yaddle” (en la novela The Shadow Trap, de la serie Jedi Quest, y también fugazmente en una escena de La amenaza fantasma), pero está claro que su presencia en la cultura pop entendida de manera más general es nula, y en última instancia las novelas no necesariamente integran el “canon” narrativo de Star Wars, del mismo modo que los “midiclorians” propuestos por La amenaza fantasma no fueron mencionados de nuevo en las películas posteriores y, por tanto, podemos pensarlos como “borrados” de la continuidad.

Siguiendo con esta línea podemos hacer números. La acción en The Mandalorian transcurre cinco años después de los eventos de El regreso del Jedi, y por tanto cinco años después de la muerte de Yoda en Dagobah, pero el niño, se nos dice, tiene unos cincuenta años de vida, por lo que debió nacer cuatro décadas y media antes de la muerte del otro miembro conocido de su especie. De manera más o menos explícita, entonces, son dos entidades diferentes, que coexistieron durante cuarenta y cinco años.  La “especie” a la que pertenecen (de la que ahora sabemos su larguísima infancia, compatible con su longevidad extrema) cuenta con dos miembros, y en ambos se dan características similares en relación a la “fuerza”.

En cualquier caso, la serie The Mandalorian llega a nosotros notoriamente después de que Yoda sea para nosotros un espectro más, tal y como aparece en el final de El regreso del Jedi y en la trilogía de secuelas; la “revelación” de que hay al menos otro miembro de la especie de Yoda queda realizada, es decir, después de décadas en las que dábamos por finalmente muerto al personaje, por más que habíamos vuelto a verlo en eventos anteriores a la trilogía original; si dejamos de lado la lógica narrativa lineal y sus cuarenta y cinco años de coexistencia, el bebé Yoda viene a aparecer después de la muerte del otro miembro de su especie, y en ese sentido opera, a menos a nivel del imaginario pop (ya que no al nivel estrictamente narrativo del universo Star Wars) como un regreso, casi, diríase, como una resurrección (y para esto tampoco importa gran cosa la posible existencia de Yaddle).

Esta noción habilita o apuntala un pensamiento de tipo cíclico, una historia que recomienza una y otra vez y que cuenta esencialmente lo mismo, por más que sean introducidas variaciones. Ahora bien, esta idea ha sido explorada por la saga Star Wars de varias maneras. Por ejemplo, es fácil encontrar el parecido esencial entre El despertar de la fuerza y Una nueva esperanza, y aunque también sea fácilmente explicable en términos de dinámicas entre productores y fans, de deseo y realización, el hecho es que eventos similares vuelven a pasar. Anulada la amenaza del imperio, otra fuerza oscura toma su lugar. En El ascenso de Skywalker entendemos que un mismo personaje (el emperador) fue el agente de ambas instancias del mal, pero su final puede resultar tan definitivo como el que nos ofrece el desenlace de El regreso del Jedi. De hecho, la muerte del emperador era definitiva en aquel episodio seis, y si algo hace su retorno (y su muerte) en el noveno es socavar esa condición. El emperador, en tanto realización definitiva de la condición Sith (o incluso de todos los Sith) podrá volver en tanto haya un “lado oscuro” de la fuerza. Y nada indica que ese lado oscuro pueda ser “destruido”: la profecía del “equilibrio”, después de todo, nunca quedó del todo clara: en tanto posibilidad abierta de interpretación o de resignificación, siempre será posible darle una vuelta de tuerca más.

Los episodios uno al seis, es decir la trilogía de las precuelas y la trilogía original, pueden pensarse como la historia del padre (Anakin), mientras que los episodios cuatro al nueve, la trilogía original más la trilogía de las secuelas, se ofrecen como la historia de los hijos, Luke y Leia, y su progenie, tanto en términos reproductivos (Kylo Ren) como simbólicos (Rey). Una proyección lineal de estas nueve instancias equivale a continuar la historia más allá de lo ofrecido en el último episodio; sobre esta línea, por otro lado, parece quedar sugerido un retorno o lógica cíclica, que hace de la trilogía de secuelas una vuelta a los eventos de la trilogía original, una “variación”, por decirlo así. Esto queda especialmente a la vista en los episodios siete y nueve, que por momentos recrean sus predecesores cuatro y seis; curiosamente, el episodio dejado de lado, es decir el octavo, propone (más allá de su narrativa en sí) una lectura que tanto rompe esta línea como la reinstaura. Su final, con los niños que observan el espacio, la fuerza siendo canalizada por uno de ellos y, además, con el final heroico de Luke, parece abrir la posibilidad de una novena película muy diferente a la que se nos ofreció: de hecho, esos niños que miran el cielo podrían apuntar a precisamente ese mismo retorno al comienzo que parece sugerir el bebé Yoda: todo empezará de nuevo, de manera diferente y a la vez igual, porque hay una pauta cíclica en la historia de este lado oscuro y lado luminoso de la fuerza y sus avatares.

Las razones por las que El ascenso de Skywalker se inscribió en una pauta más claramente lineal en relación a sus predecesoras puede ser explicada en los términos aludidos más arriba de la relación entre mercados y producción cinematográfica, y su trama ha sido descrita como un fan service a los detractores más activos de los episodios precedentes, el octavo en particular (que parecía, efectivamente, intentar moverse más allá de la trilogía original de lo que sus fans más conservadores, es decir la mayoría de sus fans, estaban dispuestos a tolerar). Esta mecánica del mercado y la producción funciona en el espacio de las redes sociales, donde toda reacción se abre camino hacia la exposición pública y, por tanto, habilita una alimentación de información que afecta al proceso productor. Lo cierto es que en lugar de seguir una línea se siguió otra: un ciclo de variaciones hilvanadas (por decirlo así) se prefirió a una variación más radical en la que los mismos acontecimientos se repitieran mucho después y/o con otros personajes.

¿Pero esto atenta contra la posible circularidad de la saga Star Wars pensada del modo más general posible? Hay quizá una cualidad cíclica todavía más amplia, que enmarca todas las recién consideradas y, de alguna manera, las permite o alimenta. Desde el comienzo, Star Wars fue una historia ambientada hace mucho tiempo en una galaxia muy lejana. Sin embargo, la imaginería movilizada, con naves espaciales, pistolas de rayos y expansión galáctica, es codificada fácilmente, a través de la ciencia ficción, como señal del futuro. A esto cabe sumar la recreación de escenarios tomados tanto del western (como lo hace especialmente bien The Mandalorian, con situaciones que reproducen westerns típicos o incluso subgéneros del western, por ejemplo el esquema de Los Siete Samurais en el cuarto episodio) como de la fantasía épica (no en vano en su reseña de Una nueva esperanza, por entonces apenas Star Wars, J. G. Ballard habló de “hobbits en el espacio”) y sus resonancias medievales o míticas, para construir una suerte de solución de continuidad futuro-pasado que puede ser resuelta apelando a una circularidad o condición cíclica del tiempo: nuestro futuro es finalmente igual a nuestro pasado, o lo que dábamos por pasado resulta ser el futuro, como si el mito de la Atlántida estuviese por delante nuestro y no (o, mejor, también) por detrás. La aparición en la cultura pop del bebé Yoda, simultánea con el final de la saga (las nueve películas han sido propuestas como la Saga Skywalker), parece sugerir esto una vez más. //∆z