Sokol, el cazador: acariciando el suelo
Por Matías Roveta

A pocos días de su cumpleaños (30 de enero) y a once años de su muerte, la aparición de una biografía de Alejandro Sokol permite adentrarse aún más en su oscuro universo que combinó excesos y sensibilidad, calles de barrio y mística en partes iguales. Algunas impresiones respecto a este libro y a la figura del “Bocha”, emblema del rock argentino reciente

Por Matías Roveta


Luces y sombras. Esa quizá sea la mejor manera de definir a Alejandro Sokol (1960-2009), quien tenía una personalidad que “no toleraba los grises e iba de un extremo al otro”, según Isaac Castro en Alejandro Sokol. El cazador (Sudestada), la excelente biografía que el escritor hizo sobre el legendario cantante. “Brilla (Shine)”, uno de tantos himnos que el Bocha escribió para Las Pelotas junto a Germán Daffunchio, está atravesado por ese mismo juego de opuestos: sobre el rasgueo dulce de una guitarra y a bordo del primer verso, Sokol se sitúa en el suelo y se describe víctima de un derrumbe; pero el estribillo es una explosión luminosa y una salida como catarsis hacia la posibilidad de elevarse y volver a brillar. 

En una sola canción Sokol resume su lucha que, a veces, tenía lugar dentro de un mismo disco: en Máscaras de sal (1994), tal vez el mejor álbum de Las Pelotas, de la fábula lisérgica de “Orugas” (“Quise olvidarme de consumir / Que ni el almuerzo salí a comprar”, reza la letra) pasa sin solución de continuidad a la melancolía gris y urbana de “Solo” (una canción que calzaría a la perfección en la atmósfera desoladora de Closer (1980) de Joy Division), en donde el cantante baja la guardia y, vulnerable, habla sobre la locura y la soledad. A lo largo del libro queda claro que las adicciones fueron un problema constante en la vida de Sokol y, en su lírica, a veces él mismo incluso buscaba poner un freno: la alerta ante el engaño de subir a bordo de sustancias pesadas en el funk rock “Escaleras” o el pedido de abrazos y disculpas en otra gran balada como “Abejas” (“Sabé que siempre he sido amigo de guardar lo del corazón / Que casi siempre armo líos de los que después lloraré”).

Esa batalla interna lo había llevado a Sokol a tener que abandonar Sumo. Había sido miembro fundador de la banda junto a Luca y Daffunchio en las sierras de Córdoba, participó en la primera formación como bajista y baterista e incluso llegó a grabar en el iniciático Corpiños en la madrugada. Pero la dinámica interna llena de excesos del grupo lo obligó a pegar el portazo: “Tal vez consciente de su conducta ante determinados estímulos y situaciones, el Bocha optó por preservarse y aislar su cabeza”, explica el autor sobre esa situación. “Si no me iba, me moría”, declaró en una entrevista el propio Sokol, quien tenía claro que el autocontrol no era una de sus cualidades y por eso decidió concentrarse en su familia y buscar refugio en la iglesia mormona de su Hurlingham natal. Estuvo alejado de la música un tiempo y, fiel a su costumbre, había ido de un extremo al otro. Pero las secuelas de su paso por Sumo estaban ahí a flor de piel: “Fue una escuela que lo nutrió de cuestiones musicales, compositivas, escénicas y de interpretación, pero a su vez le permitió cristalizar un rumbo ideológico contestatario, rebelde y anticonsumo”, argumenta Castro.

Tenía con Luca, además, otra relación directa: ambos eran animales escénicos. El libro de Castro hace justicia con la capacidad de Sokol como cantante y performer, tanto en el estudio como en vivo. Era, en esencia, un frontman con mucho carisma que podía bailar o gritar como una fiera y cantar con los dientes apretados pero, también, conmover con la sensibilidad de su particular timbre hipnótico y quebrado. Como una suerte de Michael Stipe convertido en chaman barrial, Sokol tenía iguales cantidades de misterio y crudeza que logró poner al frente de S.O.K.O.L (su primer proyecto post Sumo) y luego en Las Pelotas, la banda que armó –de nuevo en las sierras cordobesas- junto a Germán Daffunchio a fines de los ’80. Castro describe muy bien esas aptitudes de Sokol y da en la tecla al hablar de “magnetismo”, al tiempo que amplía: “Cada canción, propia o ajena, podía convertirse en un grito desgarrador o un susurro de agonía. Su presencia en el escenario era avasallante”. 

Alejandro Sokol junto con los Sumo. Fue parte de una de las primeras formaciones de la banda como bajista y luego, ante la partida de Stephanie Nuttal, como baterista.

De la mano de Sokol y Daffunchio, Las Pelotas heredaron parte de ese legado que había estado en Sumo. Mientras Divididos optaba por un formato de power trío rockero con influencias de Hendrix, Led Zeppelin y el folklore argentino, Las Pelotas rescató la oscuridad, el post punk y el reggae, algo acentuado en Máscaras de sal y la clásica “Tucán”, en donde Sokol dispara un dardo meta rockero apuntado al gusto por ese género jamaiquino devenido en moda. Pero, lógicamente, no había animosidad. Castro deja en claro que entre ambos grupos la relación siempre fue excelente (Ricardo Mollo y Diego Arnedo, por ejemplo, ya habían editado su primer disco con Divididos y decidieron ayudar a sus ex compañeros en el debut de Las Pelotas Corderos en la noche de 1992) y explica que “no era rivalidad, eran hermanos jugando en equipos distintos”.

Uno de los principales méritos del libro de Castro es que, más allá de lo musical o, mejor dicho, en sintonía con, logra trazar un completo perfil de Sokol. Nutriéndose de una investigación “implacable, donde no faltan músicos famosos ni vecinos, amigos y compañeros de bandas del barrio”, según Marcelo Fernández Bitar en el prólogo, la obra ofrece elementos de sobra para armar una semblanza sobre el músico. Según se lee en varios de los testimonios, Sokol era buen amigo, generoso, humilde y despojado. Se lo solía ver siempre caminando -a veces descalzo- por los barrios de Hurlingham, hablando con la gente como uno más, tomando algo en un bar o ayudando a algún vecino. Por ejemplo, cortándoles el pasto a personas mayores sin pedir nada a cambio. Lo de estar “acariciando el suelo” también podría interpretarse como la sentencia de un tipo que tuvo siempre los pies sobre la tierra y nunca se la creyó: “Tocó para uno o para mil con la misma intensidad”, cita Castro al propio Sokol. Quienes vieron a Las Pelotas teloneando a los Stones en 1995, cuando el cantante recorrió desafiante la pasarela del escenario de River que solo estaba reservada para Mick Jagger, o a Sokol en plan solista en algún bar diminuto (donde solía dar shows acústicos de clásicos de sus amados Bowie, Bob Marley, Pink Floyd o John Lennon pueden dar fe de esto último. 

“Día feliz”, uno de los últimos clásicos que Sokol firmó para Las Pelotas en el gran Esperando el milagro (2003), decía en su letra: “El dinero de hoy no te sirve, no lo verás / Sólo me quedás vos / El consuelo es poderte abrazar”. La frase podría ser tallada de idealista o hasta ingenua, pero puesta en la voz de Sokol era simplemente una auténtica declaración de principios: “Expresa de manera inequívoca la nula importancia que el cantante le daba a lo material pero sí a los afectos”, explica Castro. Una anécdota filtrada en el libro puede servir como ejemplo: “Como viva expresión de sus estados extremos, pasaba de la abundancia a la miseria en cuestión de segundos, y así era capaz de regalarle la recaudación entera a un chico discapacitado que se acercaba a saludarlo luego de un show, o irse del Estadio Obras escondido entre los equipos para escapar de diversos acreedores que se habían dado cita para cobrarle deudas atrasadas”, cuenta el autor.   

Por supuesto, queda claro que Sokol no era una persona fácil. “Era un tipo genuino, auténtico, bravo, y había que seguirlo”, dice en su relato Diego Pollano, líder de Cola de Pato, una banda de Lomas del Mirador con la que el cantante desarrolló una amistad. Podría agregarse que era intenso y, fundamentalmente, que tenía tendencia a la autodestrucción. La imagen de luz y sombra vuelve todo el tiempo a lo largo del libro y queda claro cómo Sokol batalló contra eso intentando encontrar refugio en lugares alejados de Buenos Aires (Córdoba, Chivilcoy), pero los excesos y las malas juntas seguían apareciendo todo el tiempo. Eso lo fue alejando paulatinamente de Las Pelotas, sobre todo cuando su estado de salud era tan precario que empezó a faltar a los ensayos o a aportar en cuenta gotas su talento compositivo. La banda fue encolumnándose cada vez más detrás de Daffunchio, quien dejó de ser voz alternativa para convertirse en cantante principal, sobre todo a partir de Para qué? (1998). 

Pero, así y todo, los aportes cada vez más reducidos de Sokol seguían siendo excelentes: la fragilidad teñida de negro en “Para qué?” (por las cajas de ritmos, las marimbas y la guitarra acústica, podría pensarse en Radiohead), las dinámicas cambiantes y viscerales de “Pasillos”, el rock con texturas electrónicas “Boca de pez” y sus ataques a la hipocresía, el doloroso pedido de ayuda en la épica “La mirada del amo” (“Me agarré de tu mano, me dejaste caer / Yo te hubiera salvado”), las guitarras con e-bow (algo del aura de “Heroes” de Bowie) en “Como un buey” o la despedida agridulce de “Ya no estás”, son algunos de los muchos ejemplos.

Sokol terminó yéndose de Las Pelotas luego de Basta (2007) y armó un nuevo proyecto (El Vuelto S.A., una banda que priorizaba la espontaneidad por sobre el ensayo y que despachaba versiones salvajes de Sumo, Los Beatles, Stevie Wonder, Bowie, Marley y varios más), pero el tiempo no alcanzó: murió de un paro cardiorrespiratorio en Córdoba en enero de 2009, poco antes de cumplir 49 años. Tal vez una de sus canciones más emblemáticas haya sido “El cazador” -que criteriosamente da nombre al libro de Castro-, en la que solo se acompaña por el rasgueo acústico de su guitarra para cerrar Amor Seco (1995) de Las Pelotas con una triste historia de desamor. Pero la letra podía permitir segundas lecturas: “No te engañes como yo / Que quise tomar por presa al cazador”, es quizá una temprana señal de alerta para un final inevitable. 

Castro lo despide de esta manera: “Frágil, bestial y al acecho, Alejandro Sokol fue un cazador que, en la selva de este mundo, tuvo que aprender a sobrevivir valiéndose de sí mismo, a la intemperie y en soledad, y debió ingeniárselas para mitigar el sufrimiento de andar en carne viva. Cantar así, desde el fondo de las entrañas (…), se trató de una aventura cotidiana que supo conmover con la fuerza de un rayo. Porque la música, posiblemente, sea lo más parecido a ese sueño que nos mantiene a salvo. La luz que brilla cuando se acaricia el suelo y todo se acaba de derrumbar”. //∆z