En Monuments to an Elegy, Billy Corgan pega un volantazo inédito y prueba hacer un disco verdaderamente conciso. Lo logra y no le sale mal, pero con una paradoja: se siente como un desperdicio.

Por Santiago Farrell

Es difícil determinar qué malaria afecta a Billy Corgan. Alrededor de 1999, el líder supremo de Smashing Pumpkins parece haber perdido el rumbo compositivo (la “chispa”, por ponerlo en términos más trillados), y la obra de la banda de Machina/The Machines Of God (2000) en adelante pasó sin pena ni gloria, desabrida, desprovista de ese “no se qué” que hace que clásicos como Siamese Dream (1993) y el monolítico Mellon Collie and the Infinite Sadness (1995) no pierdan vigencia. Es una excepción perversa a la frase atribuida a Einstein: con los mismos elementos y haciendo más o menos lo mismo, los resultados eran distintos, y para mal.

Monuments to an Elegy no pretende develar el enigma, pero al mismo tiempo parece buscarle una vuelta. Es cierto que en el siglo XXI, Smashing Pumpkins es más un nombre que otra cosa, ya que la banda se disolvió poco después de Machina… y Corgan, tras probar suerte con Zwan y como solista, revivió el nombre con un sinfín de reclutas y proyectos de diverso calibre. Con la formación original o sin ella, la malaria siguió ineluctable. Es en este punto que el disco, lanzado en diciembre, altera la fórmula con algo así como un nuevo rumbo, un volantazo.

Grabado por Corgan, su escudero Jeff Schroeder y el mediático batero Tommy Lee (!), propone un cambio inédito: reducir el sonido Pumpkin a la mínima expresión. Están las masas de guitarras, la voz nasal de Corgan, la batería bien fuerte, los teclados ochentosos y el clásico fragmento de un tema donde se comprueba que hay un bajo (el arranque de “Anaïse!”). Y nada, pero nada más. Corgan dijo alguna vez que Adore (1998) era un “esfuerzo modesto”, pero acá parece haber leído bien la definición de ese adjetivo en el diccionario. Y todo se termina en algo más de media hora. Casi un oxímoron para estos embajadores de la hipérbole.

La paleta inusitadamente espartana de Monuments… simplifica las composiciones. Las guitarras hacen más machaques prolijos que los riffs laberínticos de otrora; las letras cuelgan en versos trillados repetidos como mantras (“corré hacia mí”, “somos tan jóvenes”, “nunca tengas miedo”). La idea parece ser llegar a un trance, una especie de krautrock Pumpkin. Y, contra todo pronóstico, lo logran: el riff de teclado que abre “Monuments”, por ejemplo, condimentado con unas violas bien grunge, se torna hipnótico, con un breve y lúgubre intermezzo digno de Adore y todo, y la carga rockera de “One And All” se impone con brío. Además, Corgan nunca perdió el talento para hacer ganchos, y en este esquema estructural más sencillo se destacan más. Es lo que sucede en temas como la inspirada “Being Beige”, que recuerda los puntos altos de Zwan, y el empuje de “Drum + Fife” (“ahora me vas a escuchar”). Son destaques que están entre lo mejor que hizo Smashing Pumpkins en este siglo.

La novedad del planteo trae problemas también inusuales. En los discos cortos cada tema cuenta, por lo que cada bache se hace sentir más. Pasa en “Dorian”, una especie de cover incómodo de Café Tacvba, o en “Run2me”, algo así como un experimento para la pista de baile, con sintetizadores y una línea de teclado salida de Pasión de sábado. En esos temas y momentos de otros se advierte la delgadez del sonido, y la estrechez de miras, que ayuda a concentrarse a Corgan, pasa a jugarle en contra.

El gran defecto de Monuments… —y acá tal vez resida una clave del misterio— es que, por decirlo de alguna manera, exagera en no exagerar. Ser conciso es, paradójicamente, un desperdicio para un compositor tan dado a lo barroco como Corgan: no le sale mal, pero tampoco le sienta del todo bien, no es su fuerte. Entre otras cosas, lo que hacía únicas a las pantagruélicas producciones de los Pumpkins en los noventa es que eran imposibles de imitar por lo ambiciosas; eran bestialidades que nadie ni siquiera intentaría, y fracasaran o triunfaran, lo hacían de forma espectacular. No se puede pedir que siga así ni está mal bajar los decibeles, pero Monuments… expone la postura diametralmente opuesta, y en consecuencia luce tibio, descolorido, factible de ser hecho por cualquiera. Se nota en el sonido, pero sobre todo en las letras, otra víctima del siglo XXI en esta banda. “Le voy a dar a este tambor hasta el día que me muera” (de “Drum + Fife”) es una bonita declaración de testarudez de Corgan, pero es casi la única que queda en la memoria. Al exagerar con lo sucinto, Corgan deja muy poco para generar la conexión emocional que era uno de los grandes fuertes de aquella banda legendaria. El que no arriesga no gana.

De todas formas, aunque Monuments… no aporte una superación, sí pone un parate a la malaria, una cierta depuración. Corgan se revela versátil yendo al hueso, lo que es toda una novedad, y en el proceso sale un disco escuchable con algunos de sus temas más sólidos en años. Así,se marca un impase, y tal vez una alternativa a desarrollar. Borrón y cuenta nueva; habrá que ver cómo sigue la cosa de ahora en adelante.//z

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