Roger Waters arremete contra la nueva política y los males del nuevo milenio en Is This the Life We Really Want?

Por Matías Roveta

“Imaginate un juzgado sin malditas leyes (…) imaginate un líder sin un maldito cerebro”, dispara Roger Waters con rabia asesina en “Picture That”, un rock duro que va creciendo en intensidad y se centraliza en un bajo procesado muy al estilo de “One of These Days”, el clasico de Pink Floyd de 1971. La canción –entre lo mejor de Is This the Life We Really Want?, su nuevo disco solista en más de dos décadas- apunta contra la presidencia de Donald Trump y la crítica sesuda al presidente de Estados Unidos aparecerá en varios momentos del álbum. Pero, ¿se le puede achacar oportunismo o demagogia a Waters por subirse a la ola de críticas dentro del rock hacia la figura más polémica del escenario político actual? Ya en 1973 con Dark Side of the Moon había descrito con maestría todo aquello que alienaba al hombre en el mundo moderno –noción del paso de tiempo, cercanía de la muerte, la guerra o la obsesión con el dinero-, para luego ahondar en su crítica hacia el capitalismo salvaje y sus líderes inescrupulosos, con recursos en parte tomados de la obra Animal Farm (1945) del escritor George Orwell, en Animals (1977); en 1979 armó su personal camino hacia la redención espiritual y exorcizó los traumas de su pasado tormentoso de la mano de The Wall, que incluía mensajes antibélicos y alertaba sobre los peligros del fascismo, y en 1983 –cuando todavía el impacto de la guerra de Malvinas estaba fresco en la memoria- atacó con bravura a Margaret Thatcher en The Final Cut. En definitiva, la respuesta es no: Waters dedicó toda su obra a señalar con el dedo aquello que estaba mal, a desnudar los pliegues más oscuros y menos virtuosos del Sistema. Lo viene haciendo desde hace tiempo y, así, cada nuevo disco suyo se convierte en una feroz descripción del estado actual de las cosas en el mundo, una carga de mensaje concientizador en forma de canciones de rock inspiradas sobre todo aquello que hay que cambiar.

Is This The Life We Really Want? no sólo no es la excepción, sino que es uno de sus mejores discos solistas a la fecha. De la mano de Nigel Godrich -es interesante pensar en Radiohead (la banda por excelencia que produce Godrich) tal vez como la expresión moderna del viejo espíritu de Pink Floyd ( después de todo, ¿no es Ok Computer sino la versión de Dark Side of the Moon de fin de siglo?)- el ex líder de Pink Floyd se aferró a lo que mejor sabe hacer. Las citas al pasado ya arrancan desde la portada: un fondo blanco que parece simular un muro cargado de bastones negros horizontales de forma irregular que recrean la idea de una pared de ladrillos y remiten, claro, a The Wall. Pero en donde más se concentra ese efecto nostálgico es en la música: Is This The Life We Really Want? está plagado de recursos conocidos que generan un deja vu musical constante que seguramente será celebrado por los fans de Pink Floyd.

Así, el arranque con “When Were Young” incluye efectos de latidos, voces recitadas y un tic tac de reloj que traen reminiscencias a “Speak to me” y “Time” en partes iguales: “¿Dónde estás ahora? No respondas eso (…) Yo sigo estando asustado”, anuncia e interpela Waters, como dejando entrever que todo sigue estando igual de mal mientras le habla a sus oyentes de siempre; en “The Last Refugee” se vuelve sobre el recurso de locutores de radio anunciando noticias, al tiempo que una batería movediza (que parece inspirada en “Five Years” de David Bowie) le da marco sonoro a una trágica historia sobre refugiados que escapan de una guerra solo para morir ahogados en un accidente con una de sus embarcaciones; la canción que da nombre a la placa presenta distintos diálogos (algo sobre lo que Waters ahondó en toda su obra) e incluye un fragmento de una entrevista a Donald Trump en la que este se jacta de haber ganado la elección a pesar de las críticas de la prensa: la letra funciona como un corolario de horrores (la guerra como acto irracional, las publicidades violentas que cosifican a la mujer, periodistas que operan detrás de poderes turbios y políticos corruptos) y Waters se mimetiza con su voz en un registro bajo en el contexto de un drama musical cargado de barroquismos oscuros que crean los arreglos de cuerdas; en “Bird in a Gale” hay sonidos futuristas de máquinas junto a alguna reminiscencia a Kraftwerk que traen a la memoria a “Welcome to the Machine”, junto con los identificables audios de contestadores automáticos y operadoras que truncan comunicaciones: es un rock de clima caótico y opresivo dominado por los mini moogs y las guitarras con slide de cierto tinte post punk, que hubiera funcionado muy bien en el seno de ese tramo de The Wall en el que el personaje Pink empieza a dar muestras de inestabilidad psíquica y las canciones se tornan abrasivas; y en “Smell the Roses” hay mucho más del imaginario floydeano: un solo de guitarra como salida triunfal a un pasaje progresivo que incluye ladridos de perros, sintetizadores analógicos y, de nuevo, latidos y el tic tac de un reloj amenazante. El recurso orwelliano (“Hay un perro enojado tirando de su correa / Un indicio de peligro en su mirada”, dice Waters en la letra) llega de la mano de una canción que remite al período de sonido rockero y politizado de Animals, al tiempo que Waters actualiza su mirada antibélica y vuelve a disparar contra Trump y la industria armamentística: envuelto en los riffs de guitarras filosas desata su registro teatral y dramático para hablar de un cuarto en donde se hacen explosivos y ponen “tu nombre en la bomba”.

Pero más allá de esto, el sonido de Is This The Life We Really Want? se define por un grupo de baladas que tienen un tronco común delineado a partir de la guitarra acústica, el piano lleno de opulencia y los arreglos de cuerdas como colchón que remiten a los momentos más suaves y calmos de The Wall y The Final Cut: el momento justo en el que Waters se adueñó definitivamente del control creativo de Pink Floyd, hecho que llevó a la inevitable disolución de la banda. Canciones como “Broken Bones” (una suerte de “Mother” actual que desnuda la hipocresía del sueño americano), “The Most Beautiful Girl” y, sobre todo, la hermosa “Deja Vu”: el título no puede ser mejor, como si Waters fuera consciente del efecto que la canción puede tener en el oyente, un clásico instantáneo y la sensación de haber estado escuchando esta canción toda la vida. Pero el deja vu al que remite el autor es también conceptual: Waters juega (se ríe, de hecho) con la idea de cómo hubiera hecho él un “mejor trabajo” si hubiera sido Dios. Pero la cosa se torna más sombría cuando habla de los conflictos armados modernos y se pregunta qué hubiera hecho si en realidad hubiera sido un drone, para luego explayarse sobre el mundo como un lugar demasiado difícil para habitar: “El templo está en ruinas, los banqueros engordan (…) Vos te inclinás hacia la izquierda pero votás la derecha, y se siente como un deja vu”, canta casi a modo de resignación. El majestuoso final con “I Wait for Her” / “Oceans Apart” / “Part of Me Died”, una trilogía de canciones entrelazadas y con leit motivs recurrentes (único momento del disco en el que Waters usa ese viejo recurso del rock progresivo) que siguen por la misma línea sonora, trae, al menos en apariencia, un poco de optimismo: allí Waters busca despertar consciencia y oponerse a los peligros de la indiferencia (“Sentado en la esquina mirando TV, sordo ante los llantos de los niños sufriendo / Muerte a el mundo, solo mirando el juego (…) Silencio, indiferencia: el último de los crímenes”, sentencia en “Part of Me Died”). Es un cierre que funciona como epílogo perfecto porque Waters empeñó su vida en denunciar lo que había que denunciar, por más que eso doliera. Canciones como bombas pequeñitas que buscan encontrar una respuesta del otro lado.//∆z