Un viaje hacia el inconsciente de los últimos bandidos románticos, los ladrones de libros.

Por Sebastián Rodríguez Mora

No pasa por ser Robin Hood. No se castiga así a ninguna multinacional. Ningún niño de África comerá hoy por esta acción, ni dejará de comer. Nadie nace ni muere cuando un libro es sustraído de su estante en la librería de Santa Fe y Callao –no, no ésa tan famosa, repleta de turistas; la otra, más discreta y cerca de la esquina-, porque a fin de cuentas a nadie le importa. Es insostenible el manoseo previo, el fetichismo de tener el volumen en las manos, ése que no es posible poseer porque está como dos gambas y media, pero que adentro de él podríamos ser detectives salvajes o saber cuántos polacos murieron en la masacre de Katyn, y todo eso con la tersura perfecta del papel de buena calidad. Entonces empieza algo muy intuitivo y para lo que nadie nos educó: robar un libro, cortar un árbol, abortar un hijo, hacerse mierda los órganos. En resumen, desamar, odiar aficionadamente, dejarse llevar por el aburrimiento de las tres y media de la tarde.

Repito que a nadie le importa un libro que está siendo robado, a ningún individuo dentro o fuera del mundo. A lo sumo pueden hacerse cargo la madre o la novia del sustractor, pero por el solo hecho de tener un delincuente en la familia. Nadie puede aceptar un hijo o un novio ladrón de libros, aunque sea sólo por tener un hobby (palabra caduca y noventosa si las hay). Un ñoqui en el Estado, el dueño de una mesa de dinero, un jugador de fútbol que insiste en no retirarse, o algún ser tan despreciable como para continuar esta enumeración no alcanza el nivel de exotismo de quien roba un libro. Y sin embargo sobrevivimos. Nos reponemos a la culpa y leemos con un hambre enorme la hermosa edición, acariciando el buen gusto de la tapa dura y la terminación cosida del lomo. No como esas baratijas compradas en los remates de Av. Corrientes, donde robar libros es un alivio para los vendedores, porque a nadie le puede interesar la obra poética de Shakespeare a sólo quince pesos. Traducciones horribles, diseños de tapa mersas, autores clásicos caídos en un justificado olvido, Martines Fierros juntando tierra, nada más. Robar en Corrientes, a menos que sea en la Hernández, es como ser necrofílico.

Mi último golpe fue Los misterios de Rosario, de César Aira. Reedición nuevísima, el ejemplar latía de vida en el estante más alto del local. Mi morral empezó a babear, desesperado. Tal como el cine hollywoodense nos ha educado, el robo perfecto se realiza con paciencia, en las narices mismas del propietario, y en lo posible con su cooperación absoluta e involuntaria. En primer lugar, en esta cadena de librerías pagan visiblemente mal a sus empleados. Conocemos esas caras de stress, de realmente no importarles en lo absoluto la mercancía que deberían ofrecer, porque ya está todo al alcance de la mano del cliente promedio: una mesa de autoayuda soft, algo más heavy tirando a delirio místico cerca en la pared, libros de fotografía para las chicas lindas que quieren inspirarse al instagramear; ahí está su función de asistentes de compra, por fuera de hacer stocks imprecisos y contarse la vida que creen tener con sus compañeros. Entonces, la pampa llana de volúmenes es toda tuya, teniendo en cuenta las condiciones mínimas de recato para evitarse el papelón o la huida a la carrera, que además anula ese local como objetivo de próximas sustracciones. Los misterios de Rosario formaba parte de mi masterplan inabarcable, ahora por suerte aplazado: tener todos y cada uno de los libros editados de Aira es algo parecido a considerar el desierto del Sahara como un arenero de plaza. Jamás será posible robarlos todos, tenerlos todos, organizarlos fanáticamente en los estantes de la biblioteca que me queda chica por ser un snob. Entonces, en este período de impasse, me permito recordar unos pocos pero inolvidables episodios.

Empecemos por criticar, que siempre garpa. Rodrigo Fresán se despachó con una contratapa de Página/12 en 2010 sobre sus aventuras de ladrón de libros. Triste, Rodrigo. Triste la nostalgia del anonimato entre anaqueles de los años 80, donde el panóptico tecnológico no comprendía la seguridad de los cuerpos de papel. Ya rechoncho en su semi consagración de cobrar por contar/inventar sus pecados, relata apuestas con amigos a ver quién podía llevarse en un solo golpe los siete tomos de En busca del tiempo perdido de Proust, como si el tamaño inmenso y el peso de ellos no planteara la imposibilidad de lograrlo. Habla de sobretodos con múltiples bolsillos internos y una cotidianidad del delito que no suena muy verosímil. Porque, a fin de cuentas, robar libros es robar, papi y mami nos hicieron devolver ese caramelo que manoteamos desde el carrito de bebés inmemorial. Hay un quiebre en el ladrón de libros, la culpa siempre lo retrae, lo pone a transpirar.

Mi primera experiencia, en los tiempos adolescentes mutantes, nos lleva a Galerías Pacífico. Un texto de Sartre sobre el Mayo francés –apenas conocía a Jean-Paul y no sabía exactamente qué había pasado ahí pero ya había visto Los Soñadores, de Bertolucci, esa masturbación cinematográfica-, una edición de Gallimard tan vieja que no tenía ni código de barras. Esperé un patrullero cerrándome el paso al salir, hasta me subí a un taxi para fugarme. No alcancé ni a leerlo, se lo quedó mi ex. Años después, ya con otro entrenamiento encima, salí nervioso y triunfante con Cuentos Completos 2 de Cortázar en las manos. Se me vino a la cabeza la escena de Billy Elliot, en la que el muchachito habla de que bailar es como ser invisible. Y robar libros es algo bastante parecido: anónimamente desvanecer objetos al mismo tiempo que uno se desvanece de la escena.

Mi amigo Facu mide dos metros y es flaquísimo, un Luis Alberto joven  y barbudo que una vez se metió en la boca del lobo porque le habían recomendado Los hermanos Karamazov. Fue ahí, a la librería que alguna vez fue teatro sobre Santa Fe, lo agarró y empezó a revisarlo discretamente para encontrar ese rectangulito aparentemente inofensivo que a veces meten entre las hojas de los libros, llamado alarma. Buscó y buscó, con su pulgar enorme hizo pasar las hojas, pero no apareció. Cuando no viene en dos tomos, Los hermanos Karamazov es un animal prehistórico, un mamut de tapas semiblandas, intransportable. Tomándolo por éstas, lo abrió e hizo que las hojas colgaran hacia abajo, porque tenía que estar ahí. Convencido del descuido, vigilando por encima de los anaqueles en su calidad de mangrullo andante, Facu metió a Dostoievski en la mochila y encaró la calle, esquivando las mesas de novedades donde Auster, Coelho o Maravilla Martínez engrosan la biblioteca de Babel. El drama se desató apenas cruzada la puerta, porque la alarma estaba dentro del libro y, como en las películas de acción, Facu no volteó para ver el desastre que dejaba atrás, salió como si nada hubiese sucedido. Sobre su hombro, vio cómo dos empleados salían a tratar de identificarlo entre la gente que caminaba por la vereda. La ocasión hace al ladrón –y  al héroe, me permito agregar. En segundos valiosos abrió la mochila y se descartó arrojando el cuerpo del delito a un palier de edificio y siguió caminando. Los empleados lo alcanzaron, lo obligaron a volver, lo llenaron de acusaciones y amenazas durante quince minutos mientras revisaban su mochila con sed de venganza. Facu se transformó en mármol y hielo para responder al interrogatorio y salir indemne. Levantó a Dostoievski, que seguía en ese palier esperándolo y se fue, todo hazaña y enseñanza para el porvenir.

Se preguntarán por la moral de Facu, por su chiquilinada, que no hacía falta, que es muy alto para robar libros. Él sobrevivió para contarlo y nosotros, los ladrones tímidos, que andamos más soñando que haciendo, pensamos tal vez lo mismo. El ladrón de libros siempre quiere caer parado, no ensuciarse, no ver. Quiere que robar un libro sea el prólogo enriquecedor de su posterior lectura, no un episodio policíaco.

También sabemos que no siempre será así. Allá al fondo espera la fatal ocasión,  un simple y chato delito del que tendremos que huir despavoridos, en lugar de esa ingenua justicia poética que creemos imponer al mercado. Habrá en esa traumática oportunidad muy poco de performance y mucho más de espaldas transpiradas, de paranoia inmanejable. Entonces el espíritu burgués se colará por nuestros bolsillos y nos sentiremos tremendos boludos robando libros a nuestra edad, si tenemos la tarjeta de membresía que suma puntos para tener un descuento en la próxima compra. El plástico se hará cargo en dos o tres cuotas y la intensidad de la juventud la guardaremos para alguna otra banalidad, como jugar al paddle. Entonces en algún asado confesional contaremos, como Fresán, cuán complejos fuimos hace unos años, cuando suspirábamos ante los estantes suponiendo –con razón- que ahí adentro, entre esas hojas había un lugar llano, un claro en el bosque del mundo donde sentirnos un poco más personajes que personas. O en otras palabras, más literarios que literales.