Hablamos con el músico que desde hace más de tres décadas viene siendo, desde distintas facetas, un actor clave en la escena. La charla, que se extendió por casi dos horas, atraviesa las distintas etapas de su vida y cruza a sus influencias, su visión del arte y el presente de un hombre que, a sus más de cincuenta años, dice seguir tomando riesgos.
Por Pablo Díaz Marenghi y Matías Roveta
Fotos de Germán Saez
“Cuando murió Bowie estuve todo el día de luto”, dice Richard Coleman, sentado en la mesa de un bar de Villa Urquiza. “Fue el único artista que me acompañó a lo largo de todo el viaje”. Como parte de una noble devolución de gentilezas, decidió dedicarle a Bowie su último disco de estudio, F-A-C-I-L (2017). Pero la influencia del Duque blanco respira a lo largo de esta obra en otro sentido fundamental: se trata de un álbum más bailable, que cita el período funk y de plastic soul del artista inglés, coronado por clásicos como Young Americans (1975) o Let’s Dance (1983). Coleman cuenta que buscó hacer un disco que fuera más accesible, más amable, y que cualquiera pudiera entender en una primera escucha. Pero al mismo tiempo que ofreciera la posibilidad de meterse a fondo en el trabajo de capas en las sucesivas aproximaciones. Allí hay todo un mundo por descubrir: desde reminiscencias al costado cursi del avant garde de Roxy Music y al gran trabajo de guitarras de Phil Manzanera, hasta referencias a la ciencia ficción, la psicodelia y el pulso rítmico de los Talking Heads. F-A-C-I-L es un disco que mantiene la vara alta que había dejado Incandescente (2013) y que lo posiciona a Coleman en el contexto de un sólido presente como solista.
En su charla con ArteZeta también recorrió otros caminos: sus recuerdos sobre la escena de los ’80 en el rock argentino al frente de Fricción y como miembro colaborador estable de Soda Stereo; Los 7 Delfines y sus intentos por despegarse de la etiqueta dark; su reciente colaboración con Andrés Calamaro (con quien no hacía algo desde la época de Vida Cruel, de 1985); su rol como guitarrista, su faceta como lector y sus años de amistad y de colaboración artística con Gustavo Cerati.
AZ: Incandescente no es una obra conceptual pero sí tiene algunas ideas comunes a lo largo de las canciones: revalorizar el contacto real de las relaciones humanas ante el avance de lo virtual o priorizar el formato físico (discos, libros) en lugar de la compresión digital. ¿Coincidís con esta mirada?
Richard Coleman: Sí, se trata un poco de eso. Por ahí también era como refuncionalizar cosas que, por algún designio, son obsoletas cuando en realidad podrían no serlo. O usar las cosas que hay y sacarles un provecho distinto. Fue una idea que fue creciendo mientras estaba trabajando en la composición y se fue fortaleciendo. Incandescente no es una obra conceptual, pero sin embargo la misma idea está desarrollada y comentada de alguna manera en casi todas las canciones. Eso está bueno también que se note, porque no recuerdo haber tenido otro disco así, en donde la idea fuera tan fuerte. Lo que sucede es que estamos en un momento que es como una zona bisagra, estamos en el medio de algo que no sabemos cómo va a ser. Nuestro pasado, nuestra manera de aprender las cosas o el mundo no terminó de definirse. El pasado no se ha definido: es decir, cuándo empieza el pasado y dónde está lo viejo o lo vintage, qué es lo valorable. Y el futuro siempre es una fantasía. En Incandescente estuvo bien que encontré la idea del foquito (que ilustra la portada del disco) y eso cerró un poco todo el álbum. Y sin ser pretencioso, porque tampoco es una ópera rock (risas).
AZ: Esa idea de “gente no mira a otra gente” o “chicos en la zona virtual” es algo que vos observaste ya en 2013. ¿Cómo ves hoy esa realidad que pareciera tender a empeorar cada vez más?
RC: No puedo emitir un juicio ni una visión, solo puedo contar cómo me siento al respecto. Y la verdad es que es una realidad que a mí no me gusta: el peligro y esa cosa adictiva que tiene el dispositivo, esa manera que tiene de llenarte el tiempo de nada, esa alienación que implica. Creo también que se trata de una transición y supongo que de a poco se va a ir decantan. Lo más negativo en algún momento se va a determinar y se va a saber en el sentido de “bueno, esto hasta acá es jodido, fijate”. Sería como prestarle atención a lo verdaderamente tóxico que puede tener el asunto. No considero que esté viviendo en un mundo mejor a razón de la velocidad de las comunicaciones, me parece que es en realidad un obstáculo, una intromisión. No tengo por qué saber simultáneamente todo lo que pasa del otro lado del planeta, no me ayuda a crecer. Hay una evolución propia del ser humano y un ritmo de aprendizaje que tiene que ver con la nobleza de la creación y del hacer, y que tiene menos que ver con la obsolescencia: está bueno que haya cosas perdurables, cosas que haya que hacerlas una vez, dedicarles el tiempo que merecen y que eso perdure. Eso no creo que sea un valor posible ahora. Confío en que esto va a evolucionar. Como está todo, la verdad no me gusta. Tampoco digo que no sirva para una mierda, pero siento que hace daño y siento herida la comunicación primitiva del ser humano, el cara a cara.
AZ: Siguiendo con esta línea de análisis, ¿creés que en F–A-C-I-L también hay algunas ideas que engloben a la mayoría de las canciones del disco?
RC: Sí, hay una idea. Siempre hay una idea. No es tan consistente ni tan global, es una idea mucho menos pretenciosa que la de Incandescente. F–A-C-I-L está deletreado, es como decir “a ver si lo entendés”. ¿Por qué está deletreado? Bueno, te complica la lectura, pero está dicho letra por letra para que se entienda. Lo que trato de alguna manera es que mis discos sean cada vez más accesibles: eso es una adecuación, también, a la velocidad de la percepción, el límite de atención que cada vez es más corto y tiene que ver con todo lo que hablamos en relación a Incandescente. Todo siempre tiene que cerrar, es como una rama que viene de ahí. Y por una necesidad personal, me propuse hacer un disco que fuera más rítmico, con más pulso y más bailable. También que fuera más amable, que con una sola escucha ya alcanzara para entender y percibir la parte estética de las canciones, que no fueran muy largas tampoco. Lo que agarrás así al vuelo está bien, el que escuche el disco, y perciba algo agradable, que lo agarre al vuelo. Después, si tiene ganas de meterse y navegar el disco, obviamente en una tercera escucha ya hay capas. Hay densidad en las letras, en los sonidos y en los arreglos musicales que, alguien que tenga esa sensibilidad disponible, los puede apreciar. Y, si no, no importa, porque se trata de tirar el disco al mundo y apartarse un poco del ceremonial de decir “bueno, vamos a escuchar el disco de Coleman a ver de qué se trata”. No importa de quién es el disco, lo importante en este caso es la música y hacer hincapié en la canción, que es algo con lo que vengo desde Incandescente: que la canción sea más importante que el artista.
AZ: ¿Creés que hay algún dejo de ironía en el disco? La letra de “F-A-C-I-L” pareciera sugerir que las cosas en la vida parecen fáciles solo en apariencia.
RC: Alguna vez me afirmaron con certeza: “F-A-C-I-L es irónico, ¿no?” Al principio dije “bueno, sí”. Pero en realidad no, no es nada irónico. Es así, es fácil: “F-A-C-I-L” es una letra que dice las cosas que son fáciles y también cuenta las que no lo son tanto. Y son obviedades. Si te detenés a ver, la profundidad de esas líneas es relativa, porque no intenté hacer nada profundo. Hice una enumeración sonora. Por ahí lo irónico es el tono de máxima, de profundidad que tiene. Pero no es irónico, es lo que es: “fácil es amar, lo difícil es durar”. No hay nada de irónico ahí, es obvio para alguien que entiende de la vida (risas).
AZ: La letra de “¡Simpático!” dice “todo el mundo es tan simpático”. ¿No tiene algo de sarcasmo esa línea?
RC: Claro, sí. Hay un sarcasmo, en todo caso. El tema es que, para ser un artista irónico, tenés que tener mucha altura, tenés que tener mucho resto para bajar línea irónicamente.
AZ: ¿Una especie de Bob Dylan?
RC: Claro. O Frank Zappa, un tipo muy groso que realmente pudo manejar la ironía con esa profundidad. No puedo atreverme a eso y tampoco me interesa. Pero sí hay todo un juego que envuelve alrededor: decir que todo es fácil o que la música sea bailable, cosas que te remiten a otras músicas. Pero irónico, no. Esa es una camisa grande, difícil de ponerte.
AZ: Desde lo sonoro se nota claramente esa búsqueda apuntada a lo rítmico y lo bailable que mencionás, además de influencias que remiten a Bowie y los Talking Heads. ¿Cómo trabajaste en la composición de las canciones?
RC: Y, por suerte, no quedó reggaeton (risas). Porque era un cóctel, había ahí una síncopa que había que manejar. Con respecto a las influencias, estoy convencido de que la información más sólida a nivel estético y artístico se adquiere entre los trece y los veinticinco años. En esa franja es cuando absorbés de una manera más o menos inteligente lo que te gusta, empezás a entender por qué te gusta algo y tenés el tiempo para empezar a comprender la razón por la que ciertas cosas te conmueven. Eso es como fundacional, y a partir de algún momento de tu vida empezás a reconocer esas influencias en todo lo nuevo que va viniendo. Ese abanico de diez o doce años es un ciclo bastante amplio como para que hayan pasado un montón de tendencias y de movidas, y en algún momento empiezan a repetirse: no hay tanto para inventar, hay una serie de influencias que suceden y se vuelven a regenerar o mezclar de otra manera. Por eso es que, en algún momento, comenzás a escuchar lo que a vos te influyó pero en un producto o banda más nueva. Artistas más jóvenes que tienen lo mismo pero mezclado de otra manera. Terminás escuchando la música de otro pero a través de las influencias.
AZ: ¿Y cómo convivís vos con tus propias influencias?
RC: Lo de Bowie, los Talking Heads, Roxy Music, The Police, King Crimson o inclusive cosas de jazz rock, son un montón de factores que los tengo siempre girando y en algún momento alguno queda en la punta del iceberg. Me agarran ganas de escuchar algo, encuentro un disco o reconozco algo. Por ejemplo, en el último disco de Bowie hay una serie de temas que son jazz rock de los ’70. Cómo está armada la versión de “Sue (Or In Season of Crime)”, que es un riff de jazz rock, o los músicos que él usa, que son músicos de fusión, de jazz rock y avant garde, pibes de treinta años que entienden el jazz de esa manera. Yo escucho eso y reconozco a Allan Holdsworth o Soft Machine, cosas que yo escuchaba a los catorce años y que ahora las encuentro en el último disco de Bowie. ¿Y por qué las encuentro? Porque yo estoy escuchando eso de nuevo, discos míos viejos de jazz rock que los escucho de vez en cuando en el I-Pod. Y los escucho no como los escuchaba a los quince años, sino de otra manera, con otra percepción y otro saber. Me puse a escuchar esa música de nuevo y pensé que de alguna manera tenía que meter algo de ese mundo en lo que yo estaba haciendo. Tengo los músicos con resto como para hacerlo: Dani Castro o Gonzalo Córdoba, tipos que tocan y pueden entender eso. Y de golpe, sale Blackstar (2016). Puse el disco y dije “está escuchando jazz rock este tipo” (risas). Y no es que diga que me ganó de mano o que me cagó, sino “¡la puta madre, qué sincronía con el Universo!”. Está muy bueno que yo me pueda dejar llevar por mi instinto y por mi sensibilidad. Y que lo haya hecho Bowie, a mí, no es que me autoriza pero sí me da permiso para poder hacerlo. Es muy interesante todo lo que pasa con las influencias cuando uno ya está grande.
AZ: ¿Qué lugar ocupa Bowie en tu vida como músico?
RC: En realidad, nunca dejó de ser una influencia. Desde el primer momento en que lo escuché, cuando tenía quince años, quise que fuera una influencia porque quise aprender y entender por qué me gustaba. Yo no podía entender que me gustara tanto, siendo que no debía gustarme. Porque, cuando yo lo escuché por primera vez, lo que yo entendí en ese momento era que se trataba de música disco. Y la música disco era satán (risas).
AZ: ¿Cuál fue el primer disco suyo que escuchaste?
RC: El primero fue Heroes (1977). Ya había escuchado algunas cosas o visto algo de él en la televisión, pero ése fue el primer álbum entero al que le presté atención. Recuerdo cuando escuché “Beauty and the Beast”, que es el primer tema de Heroes: estaba en el living de la casa de mis viejos y me quedé duro. Dije, “¿qué es esto?”. Es música disco.
AZ: ¿Te sorprendió la guitarra de Robert Fripp?
RC: No, ¡el piano! El piano, el ritmo disco y la voz de Bowie adelante, que parece que es una cabeza gigante, sin reverb, sin nada. Una voz grave, bien adelante, la guitarra de Fripp con ese flanger y el coro negro. Yo me quedé impactado, me decía a mí mismo: “Qué raro, esto es música disco, pero está buena”. Claro, ¿qué tenía yo en contraposición? Travolta o los Bee Gees, la música comercial, que era lo anti. A partir de ahí empecé a escuchar el disco una y otra vez, y me di cuenta de que quería que fuera una influencia porque quería disfrutar de eso y compartir lo que me gustaba.
AZ: F-A-C-I-L se lo dedicaste a él.
RC: Termino dedicándoselo a Bowie al final, cuando ya estaba haciendo la lista de agradecimientos. Es el momento en el que no te querés olvidar de nadie: la gente que me facilita cuerdas o me acerca instrumentos, todos los que me ayudan. En los agradecimientos de los discos siempre trato, incluso desde el principio de mi carrera, de agradecerle a algún intelectual, algún escritor, alguna influencia. En el primer disco de Fricción, por ejemplo, le agradecí a William Burroughs, para hacerme el rarito (risas): “Le agradezco a mamá, a papá y a William Burroughs”. En Incandescente le agradecí a Steve Jobs y a Tesla. Y en este último lo iba a poner a Bowie en los agradecimientos, pero luego pensé que era mejor dedicárselo. Hacía un año que había fallecido y fue una muerte que lloré mucho. Me acordé de todo eso y pensé que Bowie era el único artista que me había acompañado todo el viaje. Y justo estaba haciendo “F-A-C-I-L”, que tiene un par de citas de referencia muy fuertes, pero que después cuando escuchás con atención decís, “bueno, no, no es igual”. Vos escuchás “F-A-C-I-L” y pensás que estás escuchando “Let’s Dance” o alguna otra de él.
AZ: ¿Algo de “Young Americans”, de “Fame”?
RC: Claro, “Fame”, todas esas cosas. Inclusive hay una percusión de “Let’s Dance” que está sampleada y puesta en la canción, eso lo hizo Juan Blas, que es el productor del disco. En un momento, durante la grabación, no nos decíamos nada, estábamos los dos metiendo cosas, influencias muy fuertes, pero no lo hablábamos entre nosotros quizá para no deschavarnos (risas). Y, cuando terminamos el disco, hablamos a la semana siguiente y nos preguntamos: “Che, ¿lo pusiste al lado de ‘Let’s Dance’? ¿Viste que no tiene nada que ver? ¡Qué bueno!, ¿no?”. Cuando hacés el ejercicio de ponerlas una al lado de la otra, te das cuenta de que no son iguales. Juan decía que para él era un logro, un gran homenaje a la influencia. Porque pudimos meter una influencia alevosa que todo el mundo pudiera entender, pero que al mismo tiempo supieran que no estaba copiado. Hay cosas que he absorbido a lo largo de mi vida, las he podido procesar y largar desde mi lugar, desde un genuino Coleman.
AZ: ¿De qué otros artistas tomaste influencias de esa misma manera?
RC: Hay cosas de Roxy Music. Las dos épocas más intensas de Roxy Music para mí son, por un lado, la anterior a Avalon (1982), que es Flesh and Blood (1980), y después los dos primeros discos con Brian Eno: Roxy Music (1972) y For Your Pleasure (1973). Son los discos que más fuerte me calaron de esa banda, aunque por supuesto tengo todos y me sé todas las canciones (risas). Y todo eso está metido, porque en “¡Simpático!”, por ejemplo, hay una referencia muy fuerte al primer disco de Roxy Music y a For Your Pleasure. Y en “Tu mejor momento” hay toda una zona que es Flesh and Blood y Avalon. Algo que está deliberado, buscado, y dejándome llevar, sin miedo a que digan que me copié o que soy un chorro. Esto es así y me la banco.
AZ: ¿Qué cosas puntuales en “¡Simpático!”, por ejemplo?
RC: La cadencia armónica de la canción, que es algo que yo ya había probado en “A ciegas”, el último tema de Incandescente. En los dos hay una cadencia armónica similar que tiene que ver con algún tema de Roxy Music que no identifico. Y, después, el breakdown de la canción, en el que hay una parada y una presentación de cada uno de los instrumentos de la banda. Eso es tan cursi como solamente lo podía hacer Roxy Music, que fue una banda capaz de poner una gran cursilería al servicio del avant garde. Eso es algo que a mí me encanta: andar por la cursilería, transitar el borde del filo de la navaja de lo cursi es algo que me fascina, un riesgo que me gusta correr periódicamente en algunas canciones.
AZ: ¿Y en “Tu mejor momento”?
RC: El audio y el trabajo de guitarras de (Phil) Manzanera. No puedo terminar de explicar lo que fue para mí hacer las partes de (Brian) Ferry cuando Manzanera vino a tocar acá al CCK. Es como un ácido que me tomé o que me pegó tarde, fue increíble haber tocado con él. Me acuerdo que una vez terminamos un ensayo y él me contó que la canción “Amazona” era la tercera vez que la tocaba en cuarenta y cinco años, porque a Ferry no le salía y él no la quería hacer por eso. A mí me gusta Manzanera, Ferry es un divino, pero el que quedó con la película sonora después de que se fue Eno fue Manzanera. En “Tu mejor momento” todo el concepto de guitarras, que van independientes, cada una por su lugar e incluso como tocando diferentes canciones, tiene como influencia eso. Yo toqué más de una guitarra, pero la guitarra básica la hice yo y después hay todo un track completo de Roly Ureta, y todo otro track completo de Gonzalo (Córdoba). Los tres tocamos la canción sin interactuar, necesariamente, sin un arreglo, sino interpretando en la guitarra esos acordes y viendo adónde nos llevaba la canción. Esa fue la idea del arreglo fundamental de guitarra.
AZ: Cerrando el tema Bowie, ¿creés que “Desechos cósmicos”, el tema que cierra el disco con algunas referencias espaciales y un modo particular tuyo para cantarlo, tiene algo también que ver con él?
RC: Eso es muy loco, porque fue obviamente en forma completamente involuntaria, lo puedo decir con total sinceridad. Es involuntario, pero al mismo tiempo es inevitable porque, una vez que terminé el tema y lo escuché, obviamente pensé en “Space Oddity”. Pero no tiene nada que ver. Todo lo que es el retrofuturismo es algo que es una influencia que forma parte de mi niñez. Cuando era un niño los astronautas eran héroes y en el año 2000 los autos iban a volar e iba a haber una colonia en la luna. Eso era el futuro en el ’69 y yo tenía seis años. Entonces todo lo que tiene que ver con el cosmos, pero visto desde los ’70, a mi me lleva a mi niñez. Es el futuro que ya es pasado, que nunca existió, que no fue: es el real no future (risas). Y ahora hay otro futuro: la vida eterna es posible porque podemos hacer un back up de nuestra memoria y después cargársela a otro cuerpo, por ejemplo. Pero no deja de ser retrofuturista, no hay manera de que la ciencia ficción actual sea más válida que la misma ciencia ficción que se escribió en los ’60. Es lo mismo: el cosmos, la soledad del hombre en el universo, esa es la clave. Que también tiene un poco que ver con la vida. Cuando te sentís solo en el universo, podés ser un astronauta perdido en el cosmos o podés ser un quía con el celular sin batería en Parque Chas. Ahí te sentís solo en el universo, porque no hay Google Maps que te salve.
AZ: No queda otra que preguntarle a alguien…
RC: No, ¿cómo le vas a preguntar a alguien? (risas). “Desechos cósmicos” es una canción de amor escrita desde lo más profundo de mi corazón, siendo yo el astronauta retro hablando de amor: “Tu rostro es mi atmósfera, tu boca es mi satélite”. Es como la idea de uno siendo pequeño ante la inmensidad del amor. Cuando llegué a esas imágenes que se armaron en mi cabeza, metido por el imaginario de Stanley Kubrick en 2001: Una odisea del espacio (1968) o películas como Solaris (1972), dije “¿qué Bowie?”. Siempre meto astronautas o ciencia ficción en mis canciones, porque creo que el rock es para eso. Empecé con Julio Verne a leer ciencia ficción desde los once años hasta mucho más grande. La ciencia ficción fue parte de mi alimento cultural, es algo que me gustó siempre. El rock te permite meter ese tipo de cosas, probablemente gracias a David Bowie, pero en realidad la psicodelia anterior a él era así: estaba llena de planetas y de naves.
AZ: Syd Barrett, por ejemplo.
RC: Exacto, es un ejemplo clarísimo. En “F-A-C-I-L” sí había un guiño y una complicidad a Bowie, sabía que estaba jugando con eso. Pero “Desechos cósmicos” salió de un lugar completamente ajeno a él. Aunque, bueno, ahora estoy tocando “Space Oddity” en vivo, como para rematarla, para romper más los huevos (risas).
AZ: En Incandescente hay invitados de renombre: Skay o Alejandro Lerner, por ejemplo. ¿Cómo surgió la idea de convocar a Andrés Calamaro para “Días futuros”?
RC: Con los invitados lo que uno busca es lograr un color, un carácter que por ahí pide la canción. Si tenemos la suerte de encontrar un invitado que pueda aportar eso, se lo llama. No se trata de llamar a una estrella porque sí. Con respecto a “Días futuros”, un día estábamos ya grabando las bases del disco en el estudio El Pie y en un momento en un descanso Juan me sugirió la idea de Andrés. Me dijo que venía escuchando la canción y que algo en el fraseo y la métrica de cómo estaba el tema le sonaba a Andrés. A mí nunca se me hubiera ocurrido llamarlo porque, más allá de que habíamos trabajado juntos hacía muchos años, los caminos que luego tomamos fueron muy distintos. Hemos tenido, eventualmente, algún trato social súper correcto y amable, muy querido, porque nos conocimos cuando éramos pendejos y eso es algo que queda para toda la vida.
AZ: Durante la grabación de Vida Cruel (1985), ¿no?
RC: Claro. Hicimos las giras con Charly García y compartimos un montón de cosas, pero luego los caminos se fueron abriendo. Siempre tuvimos muy buena relación, pero no estaba la idea de una colaboración artística. Yo pensé lo que me había sugerido Juan y creí que tenía que confiar en el productor. Pensé que tenía que decir que sí, porque siempre digo que no. Él por algo me lo estaba diciendo, hay algo que él percibe porque yo no lo puedo percibir. Y, en realidad, es para eso que lo llamé, para que viera las cosas que yo no puedo ver. Al otro día le dije que sí y lo llamé a Andrés: le pregunté y él estaba encantado de la vida, me dijo que iba a ser un honor después de tantos años. Terminó grabando en Madrid, yo le pedí una estrofa de la canción y él hizo ocho voces de punta a punta, así como es él de incontinente y buena onda. Y fue genial porque le dio un color a la canción que la fortalece. Me gustó mucho darle la parte que es en la que brilla, en la que se destaca más su voz y que dice: “Cada momento es una prueba cuando el pasado es la condena” Yo seleccioné esa frase y dije “esto lo tiene que decir Andrés”, porque es un tipo que tiene un pasado súper intenso, súper grueso, y que al mismo tiempo lo puede condenar a ser siempre la figura pública que todos conocemos. Que lo cantara él me parecía que le iba a dar mucho sentido a la frase y que a él lo ponía desde un lugar firme.
AZ: Con Andrés compartiste los ’80 del rock argentino y también en esa época fuiste importante en los inicios de Soda Stereo. Se te suele ubicar como el “cuarto Soda” y también se te reconoce el mérito de haberles sugerido que debían ser un trío, cuando estaban buscando a un cuarto integrante. ¿Qué fue lo que viste en ese momento que te llevó a aconsejarlos de ese modo?
RC: Creo que el mérito fue tener diecinueve años, en realidad. Creo que, si hay un mérito ahí, fue el darle cabida a mi intuición. En ese momento fue un mérito porque mi idealismo y mi intuición eran más fuertes que cualquier especulación o uso de la razón que pudiera tener. A esa edad uno hace lo que quiere, le parece y defiende, está armando sus ideales y los defiende a muerte. Hay algo que tiene que ver con el que ve las cosas de afuera, que tiene que ver con lo que decía en relación al productor Juan Blas. Yo era un ente externo a la banda, porque ellos no se habían dado cuenta de lo fuerte que era su funcionamiento, lo homogéneo y lo ajeno que podía ser cualquier elemento que se agregara de afuera. Era una intrusión, no podían abrir ese bloque de tres y ser un cuarteto. Me di cuenta y les dije que ellos tenían que ser un trío. Yo sentí que, cuando tocábamos las canciones de Gustavo (Cerati), me estaba sumando a esas canciones. Y, cuando tocábamos mis canciones, las estaban tocando ellos tres. Era siempre tres y uno. Y les dije que, si me comprometía a salir con la banda, iba a ser un problema. Tarde o temprano iba a haber una rajadura, una controversia y probablemente el compromiso se iba a romper. ¿Qué podría haber pasado? Que Soda Stereo se disolviera a los dos años porque no nos bancábamos entre nosotros, que fuera un quilombo.
AZ: O que no existiera Fricción…
RC: O que no existiera Fricción, pero eso es otra cosa. Cuando me fui de ese Soda, de ese principios de 1983, al año me llamó Gustavo y me preguntó si tenía ganas de que nos juntáramos a tocar mis temas. Cuando yo tocaba en Soda, al principio, no éramos amigos. Gustavo era grande, tenía veintitrés, veinticuatro años, y yo tenía diecinueve. Había una distancia. Entonces nos fuimos haciendo amigos y después me dijo que nos juntáramos a hacer mis canciones. Ahí se armó algo de Fricción.
AZ: Tanto Soda como Fricción formaron parte de lo que fue el rock argentino que renovó la escena de los ‘80. En esos primeros años tal vez Soda fue más por el lado del new wave y con alguna veta pop o reggae, y Fricción en cambio tomó más como influencia la escena más dark, gótica. ¿Qué te llamó la atención de ese género?
RC: Claro, el dark en realidad fue como metiéndose. Lo que hacíamos era más bien postpunk, porque nosotros la queríamos funkear pero como hacen los blancos. Era como un negro sin onda (risas). Sabíamos que no éramos negros y que el funk que hacíamos no era funk, pero nos gustaba tocar así la guitarra. El bajista (Christian Basso) en ese momento tenía diecisiete años y era increíble, era John Taylor. Era toda una cosa bailable distinta: no era ska, no era The Police, era otra cosa que estábamos buscando. Había un montón de cosas para experimentar, como delays y efectos de guitarra. Por ejemplo, “Ecos” fue una canción que Gustavo compuso y la probó con Fricción en la sala para ver si se podía sostener todo un tema con la rítmica con la cámara de eco. Obviamente estaba la influencia de U2. Había un guitarrista que también tenía un delay y lo usaba así, era The Edge. Era un espacio descomprometido, de experimentación. No podíamos tener un estudio de grabación y hacer solos, programar, probar música, hacer sonidos y ver cómo se mezclaban. Había que juntarse a tocar para probar las cosas, mirar al otro y preguntarle si algo estaba sonando bien. En un momento se armó algo con lo que podíamos salir a tocar. Ensayábamos a la mañana, tres veces por semana. Yo iba a la facultad (estudiaba Física), Christian y Fernando (Samalea) tocaban en Clap y Gustavo tocaba también en Soda. Ensayábamos todos fisurados, hechos mierda, un horror. Era algo que nos apasionaba y no teníamos otro momento para hacerlo.
AZ: La movida dark era en ese momento una subcultura muy fuerte en Inglaterra.
RC: Todo el aspecto oscuro, el dark y el gótico fueron surgiendo contemporáneamente y se asimilaron de una manera bastante frívola. Más como cáscara que como contenido. Había alguna influencia musical por ahí, me gustaba muchísimo The Cure. El disco The Top (1984) fue el primer disco que escuché desde adentro: súper psicodélico, pesado y oscuro. Sin llegar a ser Pornography (1982) o Seventeen Seconds (1980). Esos discos son fascinantes, pero no era algo que yo estuviera buscando. Estaba bien asociarse a esa estética, era lo que se usaba, lo raro y vanguardista. Pero, si escuchás fríamente, hay poca oscuridad en Fricción. Hay un par de letras, sí, porque en las letras bajaba línea. El segundo disco se llamó Para terminar (1988), lo último. Pero seguía siendo el post punk que tratábamos de pulir. Había mucho de Roxy Music, que en ese momento me parecía que era el sonido que tenía que aplicar. Con el tiempo dejé que me adjudicaran esas categorías, como “dark” u “oscuro”, porque era más difícil explicar que yo no era eso a dejar que me lo dijeran.
AZ: Un poco también jugabas con eso, es algo que mencionaste varias veces. El disco de Los 7 Delfines que se titula Dark (1997), por ejemplo, no es un disco que encaje con el dark.
RC: No encaja para nada.
AZ: ¿Sentías que, tal vez por una cuestión de facilista, te estaban encasillando en una etiqueta?
RC: Claro, era muy facilista. Era alguien que ocupaba ese lugar para ellos. Si no, ¿quién lo iba a ocupar?
AZ: ¿Te divertías con eso?
RC: No, ya no me divertía explicar que no, me aburría tremendamente. Dejaba al otro sin argumento y por ahí me perdía de aparecer en algún medio porque era un tipo complicado, porque siempre fui un tipo complicado. Entonces dije bueno, ponele Dark. ¿Y sabés cómo fue que le puse Dark? Estaba en mi casa y habían salido unas latas de cerveza negra, la Isenbeck Dark. Estaba ahí tirado en el sofá, miré la lata de cerveza que dice dark y pensé: “Le pongo Dark y soluciono el problema. No me preguntan más nada”. Y apostaba a que nadie se iba a dar cuenta que no era un disco dark. Que las canciones y el contenido musical no eran dark.
AZ: Con los años también te reconvertiste en una especie de colaborador frecuente de Soda, como un integrante que sumaba diferentes texturas, ruidos y sonidos con la guitarra. ¿Cómo fue desempeñar ese rol?
RC: Mi participación era como invitado. En aquella primera charla les dije que me llamaran cuando me necesitaran, porque sabía que yo no iba a hacer falta para todo y había muchos temas en los que no era necesaria mi presencia. Y había otros en los que por ahí era importante, o en alguna presentación en vivo en donde era útil tener un instrumento más. A Gustavo lo que le gustaba de mi manera de tocar que era que yo buscaba sonidos, maneras de tocar y acordes que no fueran convencionales. Siempre tenía un punto de vista imprevisible, y él lo entendió y empezó a producir eso. Él no estaba sumando un guitarrista, me agregaba a mí. Él sabía que yo podía lograr un sonido de guitarra, una parte de un tema en el que hacía falta planchar algo, algún ambiente o algo que molestara. Él me comentaba cosas que había pensado y yo le iba tirando. Después lo íbamos amasando y era bastante espontáneo. Él sabía lo que buscaba cuando me llamaba.
AZ: Gustavo te llamaba a vos porque sabía qué podía encontrar. ¿Es eso mismo que una vez dijiste en relación a Skay, la idea de que no hay guitarras sino guitarristas?
RC: Claro, sabía que iba a incluir lo que él necesitara, algo distinto. Además, compartíamos un lenguaje, nos entendíamos. Entonces no tenía que explicar mucho. Eso pasaba con las letras, también. Un día me llamaba y me decía que tenía un tema y quería que yo le hiciera la letra. Primero, me sorprendía, pensaba: “¿Por qué?, ¿no se te ocurre nada a vos y por eso pensás que lo puedo hacer yo?”. O sea, decime de qué querés que hable. Pero él sabía que alguna punta iba a enganchar y que iba a aportar algo que, no sólo que le sirviera, sino que le sumara. Esa fue nuestra relación.
AZ: Intercambiaban también cuadernos con letras, ¿no?
RC: Claro. De pendejos hacíamos intercambio de cuadernos y, ya de grandes, directamente para Fuerza Natural (2009) le preparé un glosario. Fue un poco mirar uno de estos cuadernos de él, que estaba lleno de cositas que él había escrito. Lo fui ojeando y pensé en preparar algo para que agregara. Armé un glosario, un ensayo sobre la psicodelia, prácticamente. Empecé a buscar autores, a traducir letras, a entender cuáles eran las temáticas y los colores de las palabras y conceptos que se movían en la psicodelia: el espacio, Syd Barrett, la psicodelia de (Jimi) Hendrix, básicamente naves espaciales, planetas, colores, hipocampos y flores. Todo eso era psicodelia. Y funcionó. Esa carpeta la tengo guardada porque fue un laburazo. Se la di a Gus y le dije “con todo esto podés hacer un montón de letras, pero yo no las voy a hacer”. O sea: “Acá están las palabras”. Después me dio algunas músicas para que yo le trabajara las letras: quedaron dos o tres, pero terminé haciendo creo que cinco o seis. Quedaron un par, que quedaron muy bien. Era enriquecedor trabajar de esa manera.
AZ: Pareciera que él tenía un tema con las letras, se ve que le preocupaban bastante y que no tenía tampoco problema en pedirle ayuda a sus amigos.
RC: No, porque Gustavo siempre fue muy pragmático. Si veía que había algo que él no podía hacer, buscaba alguien que estuviera capacitado: alguna persona que fuera, no digo mejor que él, pero alguien que supiera hacerlo. Buscaba un especialista, ponele. En mí confiaba porque siempre le gustaron mucho mis canciones y mis letras. Compartíamos el punto de vista desde el principio, de lo importante del fraseo de las letras. Yo tengo ese fraseo anglo para escribir, que para mí siempre fue muy importante para que una canción sonara bien. Si haces rock, tenés que tener un fraseo, una métrica anglo. Si no, no suena bien, suena forzado. Gustavo lo compartía y eso hizo que siguiéramos laburando juntos. Pero él se cagaba en las patas. Le parecía que siempre le iba a faltar, que no iba a llegar con las letras. Y por ahí esa presión en un momento le despertaba algo y las escribía en una noche, como pasó con Signos (1986).
AZ: Siempre mencionaste que te gustaba (Charles) Baudelaire, (Edgard Allan) Poe y Stephen King, entre otros. En cuanto a la escritura de las letras, ¿sentís que te aporta mucho tu costado como lector?
RC: Uno va procesando las influencias con el tiempo y va adquiriendo un oficio. Mi preocupación básica es que, si escribo una canción, no es algo que escribo y dejo ahí puesto. O que lo grabo y queda sonando. Son palabras que voy a decir frente a una multitud o un grupo de gente. Voy a estar parado en un escenario diciendo esas palabras cara a cara muchas veces. Tiene que haber una consistencia, no puedo subirme al escenario a decir pelotudeces. Tienen que tener un sentido para mí, sé que las tengo que decir desde un lugar donde tengan un respaldo, tengo que decirlas de manera genuina. Mi trabajo es ese: escribir algo y saber por qué estoy poniendo esas palabras en esa canción, saber que las palabras son funcionales para la canción, que no es un poema en sí mismo. Es algo que no tiene porqué soportar una lectura sin la música. Me costó pero me di cuenta, es el oficio de hacer canciones, es un todo. Tengo que saber y sentir por qué están puestas esas palabras y lo que significan, lo que pueden provocar en el escucha. Para eso están las palabras, para decirlas y que pase algo del otro lado. Tengo que saber desde dónde las digo, porque las digo desde un lugar un poco más alto que los demás y eso es un privilegio que tengo que respetar y honrar. No puedo tampoco hacer un relato social o una queja social, nunca fue lo mío, no elijo ese lugar del arte. Que esté todo como el orto influye en la producción, porque te hace hacer las cosas de alguna manera, pero, ¿para qué hacer un panfleto con eso? No me sale.
AZ: Con respecto a esto último, puede haber una relación con Adrían Dárgelos, alguien que plantea la idea de no trabajar siempre con lo literal de los mensajes, sino más bien plantear una búsqueda, una exploración sonora y subvertir ciertas estructuras.
RC: Se puede pensar en la música como una evasión o que el arte sea como algo que te conduce a un lugar mejor. Esa es la búsqueda. Un lugar en el interior tuyo, ese espacio mejor, más bello. Busco eso, por eso le doy tanta bola a las letras. Me encuentro en la búsqueda del concepto que va más allá y une todo un paquete de letras. Ese concepto es el que afirma el momento en que estoy escribiendo. Para mí las letras están terminadas cuando las canto y sé que puedo levantar la cara y ya no pienso las palabras, solamente sucede, porque ya salen desde otro lugar. La palabra usada como estímulo, también, que te cause algo. Eso es lo que uno busca en la recepción, pero antes pensando desde dónde digo esas palabras.
AZ: Respecto a tu rol como guitarrista, tenés esa cualidad de poder generar texturas de fondo, efectos y ruidos, pero al mismo tiempo sos capaz de tocar grandes solos. ¿Cuál creés que es tu estilo como violero?
RC: Con la viola hago lo que puedo (risas). Trato de hacer un poco más de lo que puedo, trato de tocar un poquito más de lo que me sale. No soy un gran técnico con la guitarra, pero me defiendo, me cubro. Hay algunos solos y momentos de la guitarra en los que realmente me sorprendo y digo “ah, esto está bueno”. Pero siempre es una lucha, hay una palabra en inglés que lo define bien y es “struggle”. Pero es mi instrumento, es lo que me acompaña. Además, es lo único que puedo tocar, no me sale tocar otro instrumento. Es lo que mejor toco y siento que mi aproximación al instrumento es la de un artista, no la de un sesionista o la de un técnico. No soy versátil. No puedo tocar cualquier cosa ni nunca me lo propuse. Para lo que sí me podía acompañar la guitarra toda la vida era para expresarme, darle sentido a mis canciones, a mi música y, en lo posible, ayudarme a tratar de interactuar con otros instrumentos o con otros músicos.
AZ: ¿Sos de esos guitarristas que están todo el tiempo con el instrumento?
RC: Es una lucha porque, si no ensayo o no practico, no funciono. Tengo que estar encima del instrumento. Por ahí me voy de vacaciones, estoy dos semanas sin tocar y, después cuando vuelvo, me tengo que poner a hacer ejercicios, a tocar, a re aprender las canciones porque me olvido o se me empiezan a trabar los dedos. Después, hay momentos que estoy genial, que son generalmente cuando vengo tocando mucho y estoy bien entrenado. Pero es parte de mi carácter. Por eso me río de cómo trato de defenderme, y quiero que entiendan que no soy un farsante. Bueno, puedo llegar a serlo porque puedo mostrar cómo con un cortaplumas podés liquidar un dinosaurio, porque en todo caso lo que hago es eso. Puedo tocar lindo, puedo encontrar una belleza en lo que toco o una fealdad estética. No sé qué es tocar bien. Técnicamente tengo una deficiencia muy gruesa, pero termino tocando siempre con gente que toca mejor que yo y a los que les gusta mi estilo. Eso me hace bien y me hace tocar mejor.
AZ: ¿Cuáles fueron tus influencias como guitarrista?
RC: Mi generación sufrió la tortura del jazz rock y el tecnicismo: la técnica era lo primero. En un momento eso fue el fin de mi futuro como guitarrista porque, por más que yo estuviera seis horas tocando todos los días, nunca iba a tocar a esa velocidad, no iba a tener una técnica perfecta. Todo cambió cuando escuché a Andy Summers y Adrian Belew, y pensé: “Guitarra rítmica, eso sí puedo”. Ahí aprendí rítmica, empecé a tocar cada vez más y a escuchar las guitarras rítmicas. Descubrí a Andy Summers y escuché lo que eran los acordes enriquecidos; descubrí a Nile Rodgers y lo valioso de los fraseos rítmicos, de mantener el pulso y tener onda con la mano derecha. Y después Adrian Belew, que toca sonidos monstruosos. La primera vez que lo escuché fue en Discipline (1981) de King Crimson, después inmediatamente escuché Lodger (1979) de David Bowie y Remain in light (1980) de los Talking Heads, todo eso en un período de tres meses. Ahí dije: “Claro, el anti guitarrista”, y pensé que quizás eso sí podía intentarlo. Para entonces yo ya sabía tocar con efectos, buscar manipular el instrumento, doblarlo, rasparlo, hacer unas cosas sonoras que no necesitaban velocidad sino criterio. Eso me salvó, el criterio.
AZ: En esa misma línea de reflexión, y para terminar, quizá aparece un vínculo con la influencia de Daniel Melero, que se define a sí mismo como el “anti músico”.
RC: Claro, Daniel era tremendo, él me decía todo el tiempo: “No, Richard, vos no sos un guitarrista, sos un artista”. Él me cebaba y yo le decía: “Pará, pará, Daniel, que no me sale. No es esto lo que yo quiero tocar”. Estaba grabando en su estudio, y a veces el riesgo de hacer cosas impresionistas con el instrumento es que por ahí no te salen. Termina saliendo una cosa horrible que no cumple la función. Estaba buscando un armónico, un sonido modulado, sabía con qué elementos podía provocarlo, pero trataba y no me salía. Yo puteaba, y Daniel me decía que era genial, “un error buenísimo” (risas). //∆z