Reyes al tranco del amor
Por Matías Roveta

Repasamos lo mejor que se ha escrito sobre la historia de Los Redondos. Lo último: Fuimos Reyes, la biografía completa de la banda más famosa del rock argentino. Armamos una playlist para entender el fenómeno ricotero, ¡encontrala por la nota!

Por Matías Roveta

“¿Cuál es el mejor libro sobre…?”. La línea punteada puede completarse con cualquier banda y la pregunta suele surgir en charlas sobre música. Con tanta literatura rockera disponible, a la hora de querer conocer más sobre cualquier artista es necesario dar con el libro indicado. Y la realidad es que hay muy buenos libros sobre Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota: El Hombre Ilustrado (2005) de la periodista Gloria Guerrero narra de forma brillante los orígenes del grupo y además traza un sólido perfil biográfico sobre el Indio Solari, quien publicó hace unos años Recuerdos que mienten un poco (2019), un colosal libro de memorias en donde -en conversación con Marcelo Figueras- cuenta la historia de su vida, su formación e influencias, su etapa solista y, por supuesto, también su tiempo junto a Los Redondos.

Fuimos Reyes: la historia completa de los Redonditos de Ricota (2021) viene a responder ese primer interrogante. Es un tipo de libro que no existía: la primera explicación sería que, gracias a esta reedición, el libro volvió a estar disponible –ahora con prólogo de Mariana Enríquez, actualizaciones y testimonios adicionales- luego de permanecer varios años descatalogado (se había editado originalmente en 2015). Hilando un poco más fino, lo que en realidad hay que entender es que se trata de la mejor biografía sobre la banda: ningún otro libro explica de forma tan detallada el fenómeno y la historia de Patricio Rey, y parte del mérito tiene que ver con que se vale de las mejores armas del periodismo (investigación, entrevista, chequeo de información) y de la crítica musical (excelentes lecturas sobre el sonido y la lírica de cada álbum).

En la introducción, los autores Pablo Perantuono y Mariano del Mazo explican el espíritu de la obra: “Este libro parte de una admiración sedimentada durante décadas. Esa fermentación permitió una distancia que, creemos, era necesaria para la descripción y análisis de un artefacto cultural extraordinario”. Y amplían: “Sabemos lo que el libro no es: no es un libro hecho por fans, no es un libro con intenciones académicas –ni sociológicas, ni musicales-, no es un libro cínico. Pensamos que es un trabajo que viene a ocupar un sitio vacante”.

A lo largo de sus más de 370 páginas, los principales actores de esta historia –Skay, la Negra Poli, Rocambole, Willy Crook, Walter Sidotti y un largo etcétera- brindan su testimonio. Todos menos el Indio Solari, quien solo intercambió con los autores una serie de mails. El cantante se negó a participar; en un correo electrónico de 2013 les manifestó a Perantuono y del Mazo: “Mi colaboración con los Redondos estuvo restringida a bautizar a la banda, componer todas las melodías y las letras de cada una de las canciones de la discografía, con muchos de sus leitmotivs, arpegiados de base y guiones melódicos para muchos de los solos instrumentales”. Allí, el Indio también aclaraba: “En otro momento, más adelante, trataré de brindar una mirada que complete el cuadro”. Ahora y a la luz de los hechos, es posible inferir que ese último textual quizá tuviera que ver con que ya estaba preparando su propia versión de la historia, que se materializaría en Recuerdos

Fuimos Reyes, Perantuono y del Mazo

Lo que en definitiva queda claro luego de leer Fuimos Reyes… es que Patricio Rey se trató, como sostienen los autores, de una “creación colectiva”. Una banda que tuvo “el discurso acerado del Indio Solari como ropaje ideológico”, pero también “la inquietante presencia escénica de Skay que convocaba al misterio a través de sus solos sinuosos y sus silencios oceánicos”. El Indio, un letrista inigualable capaz de resumir en frases breves el signo de los tiempos (“a brillar, mi amor” podía sintetizar, con inteligencia y ambigüedad, los años de primavera alfonsinista del mismo modo en que “el lujo es vulgaridad” captaba la frivolidad del menemismo), trabajó en equipo con Skay, un guitarrista que trazaba fraseos que, ante la ausencia de un estribillo fuerte, a veces funcionaban como la melodía principal de las canciones: “El pibe de los astilleros” y su emblemático riff es apenas uno de varios ejemplos que destacan los autores.

También Skay, junto a Poli, fue un hippie nómade que vivió en comunidades autogestivas antes de la formación de la banda: seguramente esos años de vivir al margen del sistema hayan contribuido con la idea de independencia desarrollada luego por el grupo como bandera ideológica y defendida, con tenacidad, por Poli. De hecho, y haciendo justicia con el rol de la manager, los autores hablan de “triunvirato”: Los Redondos, en definitiva, estaban liderados por tres personas. Otro personaje clave fue Rocambole, decisivo al ilustrar –y reforzar- con su arte el concepto que el Indio y Skay desarrollaban en cada uno de los discos: la muchedumbre de rostros cansados, la catedral de La Plata en llamas y la tipografía soviética iban a tono con el homenaje a las revoluciones en Oktubre (1986); el muñeco con antifaz y chupete era un símbolo de la idiotez que graficaba la feroz crítica a los mass media en Un bajón para el ojo idiota (1988).

Uno de los grandes méritos del libro es demostrar que a través de la discografía de Los Redondos puede leerse la historia social, política y económica de Argentina. La banda surgió como un colectivo multidisciplinario (música, danza, monólogos) y abrazó la idea de happening dionisiaco como espacio de refugio y resistencia semiclandestina durante la Dictadura: la consigna era preservar el estado de ánimo en esos años oscuros. Más tarde, con madurez y distancia crítica, interpretaron los años de destape democrático, durante el gobierno de Alfonsín: la letra de “La bestia pop”, clásico incluido en el festivo y enérgico Gulp!, celebraba y criticaba algo al mismo tiempo, según explicó en alguna oportunidad el Indio.

La relación con el rock de esa época (la renovación post Guerra de Malvinas) siempre fue tirante: junto a referencias a la Guerra Fría (“Canción para naufragios”), críticas a los medios (“Divina TV. Führer”) y alertas sobre los peligros de la cocaína (“Semen-Up”, “Ji ji ji”), el Indio también coló en Oktubre mensajes meta-rockeros y misiles a la pasividad de una cultura rock que, ahora en democracia, ya no lloraba y se encontraba atrapada en esa libertad (“Preso en mi ciudad”).

Pero el fervor de la primavera democrática dio paso a tiempos nuevamente siniestros: alzamientos militares, crisis económica y leyes imposibles de tolerar que ocurrieron a fines de los ‘80. Ante ese panorama, la idea de “Vencedores vencidos” como metáfora de una decepción generacional, o la contundente descarga de “Nuestro amo juega al esclavo” (con sus tropas riendo en la calle), funcionan como frescos de una época pesada en la que parecían volver los fantasmas del pasado: la portada de ¡Bang, Bang! Estás Liquidado (1989), que remplaza en el cuadro original de Goya a los fusileros franceses por miembros de la Cruz Roja, podía interpretarse –según los autores- como un “subrayado de la decadencia de los valores”.

En los ’90, la banda se transformó completamente. A medida que las políticas neoliberales expulsaban hacia los márgenes a las nuevas generaciones, la convocatoria del grupo crecía exponencialmente: esos chicos y chicas “desechados por el sistema, escupidos por el menemismo, que vieron en Los Redondos otra clase de poder. Un poder confiable”, argumentan con precisión los autores. El crecimiento de Los Redondos iba en paralelo al crecimiento de la marginación social y eso quizá explique en parte los índices de violencia que sacudían cada tanto los shows de la banda. En el medio, Los Redondos daban cuenta de ese complejo mapa de situación: la portada de La Mosca y La Sopa (1991) incluía, entre otras cosas, a jubilados (uno de los sectores más golpeados por el menemismo) rascando un fondo de olla popular, y algunas de sus canciones (“Queso Ruso” ponía el foco en el egoísmo y el materialismo) volvían a funcionar como descripciones de una época.

El disco doble Lobo Suelto, Cordero Atado (1993) estaba también anclado en un concepto –la ambigüedad del ser humano, la tensión entre el costado bueno y el malo que anida en el interior- y ofrecía un salto sonoro notable. Los Redondos seguían siendo críticos con el estado de las cosas -“Shopping disco-zen”, por ejemplo, versa sobre el consumismo y la hipocresía, dos rasgos bien noventosos-, pero también fueron una de tantas bandas (Divididos o Andrés Calamaro, otros casos) que supieron aprovechar las ventajas cambiarias para mezclar y masterizar sus discos en los mejores estudios de Miami o Nueva York.

Mismas ventajas tuvo Luzbelito (1996), uno de los discos más logrados de Los Redondos, que manifestaba desde su título (Luzbelito, es decir Luzbel cuando es chico, según el Indio en Recuerdos…) otra idea principal: la metáfora de que nadie nace malo, sino en estado de inocencia. Es el contexto desfavorable el que puede determinar ciertas conductas y el disco –oscuro, por momentos opresivo, lleno de grandes canciones- cierra con un himno redentor y dirigido a esos fans de barrios “desangelados”, según el Indio, que seguían a la banda: “Juguetes Perdidos”, una emotiva marcha conducida por el sonido resplandeciente de la guitarra de Skay y las paternales arengas del Indio.

El cierre fue con el giro tecnológico y experimental de Último bondi a Finisterre (1998) -palpable en la batería de sonidos programados y guitarras procesadas de “Las increíbles andanzas del Capitán Buscapina en Cybersiberia”-, y luego con Momo Sampler (2000), un álbum que envejeció muy bien y que tenía como concepto la impostura, tanto social (el carnaval como metáfora de una realidad argentina grotesca) como musical (los sonidos sampleados como esqueleto de las canciones). “La murga de los renegados”, con la letra desoladora del Indio y un último solo heroico de Skay, parecía capturar el estado de crisis que conduciría a diciembre de 2001.

En algún momento del recorrido, la relación entre Skay y el Indio se quebró. Luego, el fuego cruzado en los medios, y la bendita custodia de los soportes de audio y video de los shows. La despedida inconclusa, y un legado que no perdió ni un gramo de valor. “La leyenda permaneció –permanece- abierta”, dicen los autores al comienzo del libro. Como dato que refuerza esa idea, vale remitirse al presente: hasta una interacción en Instagram y un emoji son motivo de debate y especulaciones.//∆z