Por Laura Camargo

Si la excusa de este texto es contar acerca de mis remeras rockeras, debo aclarar de entrada que me marcaron más las ajenas que las propias, y proceder a confesar que mi primer acercamiento con el rock fue un cassette de Pies Descalzos de Shakira.

No proviniendo de una familia con un historial de melomanía anglosajona, y viviendo en Barranquilla -ciudad de semblante tan alegre y tropical como es posible-, esa joya de la música en español noventera ofrecida por la todavía morocha hija de aquella misma tierra, era entonces mi mejor chance de aproximarme al universo de la rebeldía y los sonidos distorsionados.

Nunca llegué a poseer una remera de la nombrada artista, pero sí varios CDs y un poster en mi habitación con la portada de ¿Dónde Están Los Ladrones?. Hasta los doce años de edad mi otra forma de proximidad con la música fue a través de clases de piano en las que tocaba minuetos y  fugas de J.S. Bach. Aún lejos de los Rolling Stones.

Luego, a mis trece años una remera de Nirvana motivaría un cambio ostensible en mis preferencias.  No se trató de un regalo, ni de una prenda vestida por algún primo mayor, ni por un amigo, sino de una usada por una compañera en una clase de gimnasia debido a que su familia no había tenido dinero suficiente para comprarle el uniforme deportivo exigido por la escuela. Recuerdo haberme acercado curiosa mientras ella le relataba a un grupo de chicas la historia de aquel joven rubio y atormentado que destrozaba guitarras sobre el escenario, increpaba a la industria musical en entrevistas, y  finalmente se había disparado con una escopeta antes de los treinta. Quedé un poco perturbada, pero el interés por escuchar su música me motivó lo suficiente como para conseguir el Nevermind y de ahí en más, pasaría a disfrutar con similares ganas la irreverencia del Dude Ranch de Blink-182 y la potencia del Black Álbum de Metallica.

Sobrevino por entonces el divorcio de mis padres y mi hermana menor  se trasladó a vivir en otra ciudad junto a mi familia materna. Yo permanecí junto a mi padre en Barranquilla, cada vez menos entusiasmada por las nuevas canciones de Shakira. En unas vacaciones navideñas que pasé junto a mi hermana le hice escuchar Nirvana, y ella a su mejor amiga, una pálida chica que llegó a obsesionarse tanto con ellos que se encerró a llorar desconsolada durante un par de días tras enterarse, por cuenta de nosotras, de que su ídolo Kurt había muerto por obra propia en 1994.

Después en los 2000s, gracias a la rotación de videos de MTv y Telehit, mi gusto se había diversificado al punto que podía pasar tranquilamente en mi Reproductor Windows Media de la tragedia gótica de Nightwish al ritmo británico de Blur o las Spice Girls sin problemas. De cualquier forma,  recuerdo que mi banda preferida entonces era Green Day, y que ingresaba cada tanto a su Website oficial a mirar remeras y demás mercadería con precios fijados en dólares, entonces impagables para una adolescente de clase media-baja colombiana que aún ni siquiera iba a la universidad.

Fue en aquel momento cuando pensé que no importaba si la remera era “original”, que bien podía mandarla a estampar en un local vecino, donde principalmente se encargaban por docenas prendas con caras y eslóganes de políticos en épocas electorales. Y así conseguí mi primera camiseta de rock con la que tiempo después me iría de viaje a Bogotá en compañía de mi novio a “Rock Al Parque”. Recuerdo que viajamos dieciocho horas en colectivo subiendo por la cordillera andina y que fue mi primer gran recital, con un line-up de lujo: Abrieron los punks locales de Odio a Botero;  más tarde estuvieron los mexicanos enmascarados de Austin Tv; los imponentes Babasónicos; y Bloc Party. Recuerdo de igual forma la fuerte llovizna, el granizo, el pasto embarrado, el viento helado, miles de personas empujando y mi exaltación cuando se subieron a cerrar el festival los Black Rebel Motorcycle Club, a pesar del clima despiadado.

Al volver a mi ciudad pasé un largo rato en la clínica con una aguda bronquitis consecuencia del resfriado, el lado B de tal experiencia.  Luego, mi percudida remera de Green Day prestaría sus últimos servicios la ocasión en que pinté mi habitación en la nueva casa donde, junto a mi padre, nos mudamos.

[bctt tweet=”Mi hermana regresó a vivir con nosotros, convertida en una amante empedernida del Heavy Metal y sus derivados.”] Habiendo empezado a estudiar derecho, comencé a preocuparme más por la apariencia personal, y la infernal remera de Iron Maiden -al menos dos talles más grande- que orgullosamente vestía mi hermana me resultaba, cuanto menos, un asesinato del buen gusto. Meses después, ella transitaba ya la oscura senda de los discípulos del Death Metal, e intentaba durante largas jornadas en el garaje lograr algunos gritos guturales, práctica que yo reprendía con vehemencia porque alteraba mis horas de estudio del Código Penal en víspera de exámenes.

Quizá ello era muestra de que con los años la intensidad rockera de mis preferencias parecía diluirse, y al cursar mis últimos semestres de carrera me seducían en mayor medida las propuestas experimentales como CocoRosie; y pese a que también me volví muy seguidora de Lou Reed, y constantemente descargaba álbumes de una infinidad de artistas en Taringa y blogs especializados; no volví a comprar remeras de ninguna banda. El estilo que optaba en cuanto a vestimenta se acercaba más al delicado legado estético de películas de la Nouvelle Vague, mucha más nostalgia que sedición.

Cuando me mudé a Buenos Aires a continuar estudios de posgrado, descubrí una escena cultural en la cual, en contraste con la eterna (y ridícula) bronca entre punks y metaleros reinante en mi ciudad durante mi adolescencia, imperaba el eclecticismo.

Al poco tiempo de haberme instalado, y mientras me dedicaba al ejercicio de conocer el barrio -vivía entonces por Villa Crespo-,  adquirí en una modesta tienda en la calle Corrientes una musculosa de los Ramones que usé en contadas ocasiones,  principalmente para dormir en el verano.  Pensándolo ahora, asumo que en parte fue porque me desalentaba el ver por las calles remeras similares a la mía pero con detalles en glitter sobre las letras, vendidas junto a otras con la portada de Unkown Pleasures de Joy Division en tiendas de “marca” a precios un tanto escandalosos, y finalmente compradas por personas que en su mayoría ignoraban la historia detrás de esos estampados, el espíritu de su música, el marfans de Joey Ramone o la epilepsia de Ian Curtis.

Exagerada o no mi postura al respecto, me desmotivé como consumidora. Y aunque permanezco asidua asistente de recitales, cada tanto encuentro un disco que me vuela la cabeza,  y escribo con regularidad acerca de música; las únicas remeras de bandas que he vestido estos años han sido un par de Motörhead y Black Sabbath, ambas propiedad de un chico con quien salía, usadas también como pijamas. Aclaro que no murió mi pasión por el rock, solo las remeras dejaron de importarme.//z

Laura Camargo (1989). Abogada y periodista colombiana. Co-fundadora en 2010 de Colectivo Caribe, sitio online de opinión y difusión cultural, hoy ya extinto. Reside en Buenos Aires desde 2012. Ha colaborado con medios de su país como Revista Metrónomo y SoundTrends, y argentinos como Revista Paco y Acá Pasan Cosas, aunque principalmente escribe en Indie Hoy. Actualmente también participa con una columna radial acerca de rock latinoamericano en el programa Prueba de Sonido de Radiolexia.