Por Luciano Sáliche

I

Negra. Por supuesto. Toda remera rockera es negra. Y cuando es de una banda de punk, el rock se ensancha hacia otras partes del cuerpo, más allá del torso y los hombros: aparecen las tachas, las cadenas, las ideas, la identidad, entonces lo que te gusta es una mancha de humedad que se extiende hacia el techo, hacia la pared contigua y de repente toda la habitación está poseída por algo extraño. Eso es un pibe punky que camina por la calle: algo extraño.

¿Acaso ustedes vivieron una adolescencia normal? ¿Existe tal cosa? ¿Qué tipo de pensamientos impuros y perturbadores giraban en sus cabezas que hoy les sería imposible revelar? En algún punto, la adolescencia es lidiar de forma cotidiana con la extrañeza de vivir en un mundo que muta de hermoso a horrible en cuestión de segundos. Es un caos, y si bien todo caos es un poco divertido, se trata de sobrevivir. Los valores que se enseñan en la infancia se ponen en duda, hay miedo y bronca, tiemblan los pilares de la verdad y el castillo moral se cae a pedazos. Y aparece, como una llama incontrolable, el deseo. ¿Lo sienten todavía ardiendo en sus corazones?

Negra. La primera remera rockera que recuerdo haberme puesta era negra. Tenía una estrella blanca y, en el medio, un número como símbolo: setenta y siete. La usé hasta que se puso gris —¿existen las remeras rockeras grises?—: para salir, para ir a la escuela, para jugar a la pelota, para sentarme a mirar con detenimiento qué carajo era vivir.

II

Cada vez que voy al chino me cuelgo hablando con el verdulero. Es un pibe de diecinueve, veinte años, hijo de bolivianos —sus padres trabajan también ahí, con él— pero nacido en Argentina, de piel trigueña, pelo negro y duro, rapado en los laterales. A eso de las ocho, cuando el mundo laboral deja de hostigarme, bajo el ascensor en ojotas y una bolsa de tela con dos envases vacíos adentro, y siempre lo veo. Está ahí, con una remera que puede ser de Green Day, los Ramones o Cadena Perpetua, aburriéndose, con ganas de estar en otro lado. Bueno, es algo que nos pasa a todos.

La primera vez que charlamos fue con un pucho de por medio en la puerta del supermercado. Eran casi las diez de la noche y su turno estaba cumplido. Me preguntó por la calavera que tengo tatuada en el brazo derecho, me dijo que le hacía acordar a no sé qué cosa. Le respondí alguna boludez y seguí con la mía —por precaución, siempre esquivo a los charlatanes— pero insistió, bajé la guardia y hablamos unos minutos de punk. Me acuerdo que le daba pitadas largas a su cigarrillo Viceroy y decía, después de largar el humo por la nariz, que lo mejor del punk es que no quiere salvar el mundo, lo que quiere es hacerlo mierda.

III

Si alguna encuesta boluda me pregunta por un disco emocional, hurgaré un poco en los pasillos de mi mente y terminaré diciendo, seguro terminaré diciendo: Trapos.

Cuando Attaque 77 sacó Trapos yo tenía trece años. Fue en el 2001 y el país se derretía. En Chivilcoy, algunos saqueos aislados. Después los supermercados tapiaron de cemento sus paredes de vidrio. Recuerdo el color del fuego sobre gomas quemadas en la pantalla cuadrada de poquitas pulgadas del comedor de mi casa. Recuerdo a mis viejos mirando esas imágenes con más bronca que desesperación. Recuerdo a mi abuelo saliendo a vender artículos de limpieza por el barrio. Recuerdo algunas noches yendo con mi familia en el Citroën 3cv a tirar unos volantes debajo de las casas de los mejores barrios de la ciudad, volantes que decían “peluquería a domicilio, depilación, manicuría, pedicuría”. Lo recuerdo como si fuera un ring-raje, pero laboral.

Ese año, meses antes de las llamas, un amigo llegó a la escuela con el CD original de Trapos. Un regalo de su tío o algo así. Yo ya lo tenía, pero grabado: se lo había comprado a un friki que también ofrecía drogas computacionales como el FIFA 2000, el Encarta 2001 o el NBA Live. Me lo prestó y le saqué fotocopias al librito que venía adentro: un papel a color doblado varias veces con fotos del recital —porque Trapos es un disco en vivo— y la letra del tema nuevo, “Consejos del abuelo”. A esas hojas todavía calientes las recorté, las pegué con boligoma y me armé mi versión cartonera de Trapos en blanco y negro. Lo escuché hasta el hartazgo. Esas cosas no se olvidan, así como tampoco se olvidan las rayaduras: los momentos en que el grabador saltaba en algunas canciones.

En algún rincón mugriento de la casa de mis viejos debe estar todavía ese CD, con la cajita hecha pelota. Mejor dejarlo ahí. Mejor dejar todo en su lugar.

https://www.youtube.com/watch?v=uVrWL6-s2nc

IV

Quizás suene pretencioso pero Attaque 77 es una puerta de entrada al marxismo. En serio. La opresión y la emancipación de la clase obrera aparecen como temas recurrentes en sus letras que, sumadas a ese ritmo meteórico y centellante del crudo punk argentino, hacen de Attaque 77 una banda muy singular.

Cuando yo era chico, ser careta era un pecado, había una grieta ahí y, en este sentido y sin poses, Attaque 77 denunciaba las injusticias que producía un sistema cruelmente desigual. Se animaba a contar un poco lo que sucedía en los barrios, en las fábricas, en la calle. Era como sumergirse en un pantano oscuro, trágico, triste pero con una propuesta clara: la unidad. Ser careta —incluso hoy— es relativizar el peso de lo real. Ser careta es aferrarse a la rigidez de un sistema moral podrido y no cuestionarlo. Ser careta es estar del lado de la policía.

Y ser careta es hacer del rock una satisfacción pasatista. ¿Cuántas cosas así abundan en este gran supermercado de satisfacciones listas para consumir? El rock es algo un poco más pesado. Y quienes quieren sepultarlo en el cuarto infierno del pasado se olvidan que el fuego sólo es fuego cuando está encendido. Que cuando se apagó, ya no lo es; en todo caso es leña, brasa, ceniza, pero no fuego. ¿Cuándo fue la última vez que vieron un buen fuego arder, en vivo, frente a ustedes, iluminándoles la cara?

V

Alguien dijo que el rock está muerto. Lo dijo sin ironía, sin doble sentido, con el talco de la seriedad: el rock está muerto. Un grupo de gordos tristes atrapados en 1990 abrieron grande los ojos: sí, el rock está muerto, repitieron. Y de esa forma se asentó la nostalgia, por un lado, de que todo tiempo pasado fue mejor; y por otro, la comodidad de quedarse con lo conocido, con lo ya escuchado, de no ir más a recitales, de no meterse en algún antro a ver quién está tocando, de no mancharse la remera con nuevas emociones musicales.

Pero tal vez, sólo tal vez, el rock no está muerto. Quienes están muertos son ustedes, gordos tristes atrapados en 1990. Por suerte, nunca es tarde para resucitar. //∆z