Por Julieta Correa
Ilustración de Sabrina Pintos

El día que me proponen escribir un texto sobre una remera rockera tengo puesta una blanca de tiritas que en mi época postadolescente era garantía de decencia. Es blanca y radiante, a lo largo del día me sentí como en esas tapas de revista donde están todos (hay hijos y son muchos) vestidos con prendas de hilo blanco y el sol tiene ese tono cálido tan lindo que les enmarca el cuerpo y hay pastizales y cosas de madera, y es en Punta del Este. Tenía algunas reuniones y busqué una remera que me hiciera parecer decente, creo que lo logré. Ahora pienso en la historia de una remera que me represente rockera y me veo más complicada. Soy más bien un aparato.

No voy a decir que tengo poco rock. A los 13, 14 años, cuando mis amigos actuales más dignos iban a recitales de Los Piojos y el Indio, yo tenía posters en mi cuarto de los chicos de NSYNC. No es joda. Es una banda. Aunque con el paso del tiempo mejoré mis gustos musicales miento si digo que hayan derivado hacia esa selva.

Pero el editor me dice que cualquier cosa funciona como remera rockera y me dispongo a pensar de forma menos estructurada. Además, en esa misma semana pasan dos cosas significativas. Primera: con dos amigas hacemos una lectura de poesía en la terraza de mi casa. Hacemos un fanzine, vienen amigos, sale todo hermoso. Una de ellas viene un poco antes, se cambia y deja olvidada en mi cuarto una remera cancherísima con la cara de Kurt Cobain. No se la pienso devolver. Tendré entonces por el tiempo que dure la escritura del texto una verdadera remera rockera (qué será eso de verdadera) de una verdadera chica rockera en mi casa y a veces en mi cuerpo. Estoy pensando si funcionará como un incentivo, como un santuario o como un placebo. Por las dudas me la pongo.

Por otro lado, a los pocos días es mi cumpleaños y otra amiga me regala una remera con una inscripción. Yo no tuve nunca remeras con inscripciones, remeras de batalla explícitas. Les adjudiqué un estatus sagrado y no me parecía que ninguno de mis vínculos con la cultura de masas (o la otra) fuera tan íntimo y público como para ameritar remera. Pero ahora, desde mi cumpleaños de 30, tengo en mi poder una remera preciosa, no de rock pero sí rockera, que dice en negro y verde sobre fondo blanco: FEMININJA.

Sirve.

Diré entonces que el rock que tengo me viene del feminismo. Mejor aún: diré que el rock que tengo me viene de las amigas, de las mías digo. Lo diré e incluso será cierto.

Pero últimamente los textos, las ideas se parecen demasiado. Mejor no digo nada de esto y empiezo de nuevo. //∆z

Julieta Correa nació en Buenos Aires en enero de 1989. Lee, edita, escribe y camina.