El viernes comienza la Feria de Editores 2020 edición online para que nos cuidemos entre todos y todas. En esta lista, entre novedades y no tanto, recomendados 12 libros que se pueden encontrar en la novena edición de la feria que nuclea a las editoriales independientes más importantes de Argentina y otros países latinoamericanos.
El uso raro de nuestro lenguaje, de Ale Díaz B. (Alto Pogo, 2017)
El uso raro de nuestro lenguaje relata un viaje a la costa desde la mirada de un muchacho. El perfil del personaje lo moldean sus historias en la ruta: su viaje en pareja que se transforma en experiencia swinger, que transmuta en otro viaje aún más lejos en la sierra, que deriva en un final sin cierre, en un lugar de paso, un albergue transitorio al costado del camino hacia un destino más bien incierto.
El uso raro de nuestro lenguaje es también el uso raro de los cuerpos y de las convenciones. Desde las fotos/collage que ilustran la edición de Alto Pogo, todo puede ir en ambas direcciones: los cuerpos juntarse con los habituales o con otros; el valle que se ve de día, se ignora de noche; el propio lenguaje se extraña en boca de los habitantes de otro pueblo: “Los locutores dan nombres de lugares de la zona y nos quedamos quietos, escuchando la cadencia, la tonada somnífera, el argot local, el uso raro de nuestro lenguaje”, dice el protagonista luego de escuchar la radio encendida de un auto estacionado en la estación de servicio de San Cayetano, un pueblo perdido al costado de la que, dice él también, posiblemente sea la ruta 30 hacia Achiras.
Con una prosa poética, por momentos abarrotada de descripciones que ocasionalmente enrarecen también la narración, Ale Díaz invita, de manera simple y sin objetivos claros, a acompañar el recorrido, a transitar junto a sus personajes cada prueba que aparezca en el camino. En esta sucesión de eventos y encuentros inesperados, fluye, a modo de monólogo interior, la conciencia del protagonista, que lejos de cuestionarse los “por qué”, reacciona como el viento: va, viene y hace por donde lo lleve la corriente. Los hallazgos de la prosa de Ale Díaz, por momentos, también lo iluminan y acompañan: los adolescentes eléctricos, el rayo refulgente del sol. El entorno, que es la fascinación de una pesadilla o la luz de los focos de un auto que en medio de la oscura soledad del monte, “nos da un amparo anímico, una seguridad que no podemos obtener en nosotros”.
La única condición para embarcarse en este viaje será la renuncia a toda objeción, el contemporáneo y famoso “soltar”. La apuesta en ese intento: llegar a una experiencia verdadera, única. A la muerte de la ambigüedad, como se infiere de las palabras del protagonista en la escena final, quien rasqueteando la pintura seca de la pared del albergue transitorio, cuenta: “Hay más mensajes escritos, uno sobre otro en el mismo lugar, que salen a la superficie cada vez que raspo un pedazo de pintura. Lo que busco es que alguien haya escrito una referencia directa y que sea una señal de que algo verdadero está por ocurrir. Algo que no admita una doble lectura.”
Paradójicamente, no hay causas ni consecuencias claras en esta primera novela, pero eso no es lo importante. Lo que importa es lo que transcurre en el camino. Los vínculos y personas que pueden construirse desde los lugares que no nos pertenecen. El uso raro de los tiempos, los espacios y los lazos son el verdadero motor de este viaje. Agustina del Vigo
Concierto, de Ángeles Durini (Conejos, 2017)
Los cuentos de Concierto también exploran confines similares. Mientras en la novela de Díaz los vínculos y las situaciones fluyen en el elixir de la indefinición, en Concierto la ambigüedad será el preámbulo de lo siniestro.
Tres cuentos protagonizados por mujeres, solas o acompañadas, que están de viaje. Entre el policial, y el thriller psicológico, Ángeles Durini crea tres mundos, tres vidas, en las que se oculta un secreto.
“Concierto” también es el nombre del primer cuento que abre el telón. En este texto, el concierto al que refiere el título es el del conjunto de voces, personajes y lugares que se ejecutan al mismo tiempo a fin de encontrar una respuesta a cada drama personal.
Una mujer viaja sola a un pueblo perdido de la Costa Atlántica y al llegar recibe una llamada de un número extraño. Un diálogo ejecutado por las cuerdas de una voz desconocida que le pregunta a la protagonista qué debe hacer:
— No sé quién sos, ¿necesitas ayuda?
— Claro, decime dónde lo meto, no te hagas la imbécil.
— ¿Qué cosa?
— El cuerpo, boluda, el cuerpo.
No son unas vacaciones, es un viaje para olvidar. Para la soledad, para procesar una idea, un vínculo con una madre que ya no está. Ante la huida frente a ese dolor, la venganza de la muerte será por partida doble, y una chica del pueblo también desaparecerá.
Dice la protagonista sobre su rutina en la casa alquilada: “Me preparo un café, otro café, preparo cafés en automático todo el tiempo, me pongo los auriculares. El piano en mi cabeza, en mi vida y en mi cabeza. Mis primeros recuerdos. Mi madre tocando. (…) Una voz se asoma en medio de la jungla de pinos. Me dice, estás sola en una playa, te alquilaste una casucha para apartarte del mundo. El piano igual te sigue. Es el único que sabe dónde estás. (…) En el lugar donde te viniste a esconder, una chica desaparece.”
La narración se acelera al ritmo de los pensamientos en desorden y al de la búsqueda de este nuevo cuerpo en fuga. ¿Cómo darle forma al lenguaje de las ideas? La autora construye un mosaico de imágenes y frases cortas capaces de delinear todo lo que pasa en un instante por la mente de una persona:
“Cierro mi casucha conmigo adentro como una panza. A la luz de vela y el sonido del mar. El vidrio de la ventana medio empañado. Me gustaría estar en la galería pero mejor no, me encierro. Me compré un vino tinto que no sé, pero lo abro y miro hacia afuera con mi copa. Se ven estrellas aunque no muchas, sigue haciendo bastante frío. Pasa gente por la playa, de a uno, con linterna, van, vienen. De una casucha a la otra. Seguirán buscando”.
No hay escapatoria del recuerdo de los que ya no están. Deambulando por ese pueblo extraño la protagonista se dará cuenta justo en la escena final, donde hay un coletazo propio del género fantástico, de que tampoco la hay de las decisiones tomadas. Y que uno también puede transformarse en sus propios errores.
En “Formby”, el segundo cuento del conjunto, una mujer viaja con su marido a Inglaterra y descubre un costado siniestro de su locador. Están de vacaciones, en un pueblo costero, donde el sol rara vez sale y todo tiene “un aire de novela”, como dice la protagonista. A medida que la pareja explora el lugar y sus costumbres, el lector recibe algunos guiños que aluden al policial clásico —surgen los nombres de Agatha Christie y Sherlock Holmes, algunos tips de cómo ocultar un crimen, etc.— y la autora se luce al final de la historia con una descripción tan horrorosa como efectiva. Otra vez un cuerpo, una presencia que todos buscan y nadie encuentra. Otra vez el mar, un paraje idílico, donde en vez del descanso aguardan los problemas.
Lo mismo sucederá en “Mirada de caballo”, el último cuento de Concierto, donde una amenaza velada enturbia el viaje de otra mujer solitaria que va a pasar unos días a una casa prestada en el medio del campo, pero cerca de una playa. Esta vez la costa será de agua dulce: la tierra le pertenecerá al río.
En este cuento, la protagonista, mujer joven y aventurera, hace dedo y llega al pueblo en la camioneta del quesero, quien después de contarle su fascinación por los caballos de carrera, se le insinúa y le pide el teléfono. El dialogo pasa del intercambio de datos inofensivos a la necesidad sexual casi del mismo modo en que las olas llegan y vuelven al mar: natural e inevitablemente. La primera preocupación de la protagonista, que será en realidad la única de este relato, es sobre las miradas:
“Me bajé en la playa que me dijo que tenía olas. Caminé entre la gente, sentí miradas, un poco más allá estaba despejado. Me habrían visto bajar de la camionetita del quesero, esperaba que no, pero cómo podría saber yo si el quesero tenía mujer y le llegaban los chismes”.
Entre lo que se ve y lo que se intuye, la mirada de los otros amenaza y encierra. Pero los “otros” no son humanos solamente. Serán también un perro que ladra y siempre empieza a rondar la casa cuando la oscuridad despierta, o la mirada inocente de un caballo que se transforma en amenaza cuando se multiplica en una manada salvaje que recorre la playa donde la protagonista intenta descansar.
En los escenarios de Concierto, la libertad y el escape que las protagonistas buscan nunca es del todo posible. El fluir de los acontecimientos no libera como en El uso raro de nuestro lenguaje, sino que se encierra en alguna realidad paralela e improbable. Ambos, en definitiva, son relatos de viaje. ¿Qué sucede cuando salimos de las zonas de confort? Ambos autores parecen dar algunas pistas. Agustina del Vigo
De ninguna parte: Londres, 1976, de Juan Carlos Kreimer (The Angel Press + Alcohol & Fotocopias + Tren en Movimiento, 2019)
Juan Carlos Kreimer (1944) vivía en Londres en los setenta y trabajaba de acomodador en un pequeño teatro justo cuando el movimiento punk daba sus primeros pasos. Allí recorrió tugurios, disquerías y pubs. Conoció a muchos jóvenes que lucían crestas, tachas y ropa de cuero. Mientras hacía todo eso nunca paró de escribir. En Buenos Aires había ejercido el periodismo y publicado dos libros sobre música. También probó suerte con la narrativa y desechó algunas novelas. De hecho, lo primero que ofreció a los editores que publicaron su obra más reconocida fue el original de una novela titulada Señor de ninguna parte. No les gustó. Pero les interesó tanto el contexto que rodeaba este relato que le encargaron un libro periodístico sobre el tema. Así nació Punk la muerte joven (Bruguera, 1978, reeditado por Planeta) y la novela quedó dormida en los cajones del olvido hasta 2015. Ese año, Kreimer encontró unos manuscritos llenos de tachaduras y anotaciones. Luego de transcribirla a su notebook, editarla y darle un formato de diario cobró vida esta novela breve, de menos de cien páginas, editada por tres sellos editoriales independientes (con Alex Schmied y Pat Pietrafesa al frente) en 2019.
En De ninguna parte, Londres 1976, Kreimer escribe cosas como: “Del inodoro del único baño de la casa suben vahos imposibles de aspirar. Ni siquiera puedo sostener el culo en el aire y apoyarme sobre las paredes, todas tienen una humedad pringosa” o “¿A quién le importa que yo camine en zigzag? Ni mis pasos me pertenecen. Lo digo en voz alta y en español. Escucharlo me suena entre cursi y patético”. El narrador que construye, una suerte de alter ego, se pasea por una Londres que, según él, “está lleno de respuestas para todo tipo de señales ambulatorias”. Allí hay excesos, under, rock, fútbol, política, fanzines, escritura, beatniks y punks. Los jóvenes rebeldes británicos de los setentas deambulan rabiosos, frenéticos, pintarrajeados y con looks estrambóticos por todas partes. A pesar del paso del tiempo y la edición mediante, este renacer de Señor de ninguna parte posee algo de aquella frescura descarnada de aquella década del setenta londinense vivida, escrita y consumida con intensidad por un argentino con olfato periodístico que se encontraba en el momento y lugar indicado. Pablo Díaz Marenghi
El idioma de los gatos, de Spencer Holst (la tercera editora, 2019)
¿Es acaso Spencer Holst uno de los secretos mejor guardados de la literatura norteamericana? Sí. El idioma de los gatos, editado por la tercera editora, es la gran prueba. Publicado en Estados Unidos en 1971, con la contracultura a flor de piel, Holst construye sus relatos como si fueran fábulas. Son ácidos e irónicos. Un ejemplo: “La cebra cuentista” en tan solo dos páginas dictamina cuál es la función de los hacedores de historias. Al leerlo hay una conexión con uno de los exponentes de la Alt Lit, Tao Lin. Más precisamente con el libro hoy el cielo está azul, con manchas azul brillante y una luna pálida y pequeña y voy a destruir nuestra relación hoy (Dakota editora, 2013). Ambos juegan con el absurdo mediante pequeños pasajes beckettianos. El cuento que más se destaca de El idioma… es “El asesino de Papá Noel”, una suerte de manifiesto feminista que inspiró una canción de Valentín y los Volcanes. Escritor excéntrico, ladrón de cerebros, la influencia subterránea de Holst llega hasta nuestros días. Lo queremos mucho. Joel Vargas
El punto olivina y los cordones de zapatos, de Carlos Martín Eguía (añosluz editora, 2020)
Escribió María Zambrano en su célebre ensayo “Por qué se escribe” que la palabra puede tanto liberar como derrotar al ser humano. Es tajante: “Se escribe para reconquistar la derrota sufrida”. Algo de eso sobrevuela en esta novela de Eguía donde el Zeki, su protagonista, atraviesa un devenir muy peculiar. Luego de asesinar a su padrastro, un puntero político inefable, termina refugiándose bajo el ala de una particular dupla de hermanos (uno farmacéutico, otro vulcanólogo) con intereses intelectuales. Es atravesado de lleno por las letras casi del mismo modo que el lector al leer El punto olivina… Porque, una vez más, la división entre forma y contenido para estimular la comprensión de esta obra se vuelve inútil. Imposible. Aquí el autor despliega una serie de mecanismos narrativos que remiten a Borges en la creación de artefactos meta-ficcionales y en un guiño explícito a El Aleph. También, por qué no, a Roberto Arlt en la imaginación casi conspiranoide y pseudo astrológica que podría emparentarse con Los Siete Locos. Eguía, quien viene transitando de manera silenciosa y, a la vez, firme los senderos de la literatura argentina, construye diversos narradores omniscientes que se van moviendo casi del mismo modo que lo hace la angulación de una cámara en el cine. El Zeki se encuentra con dos manuscritos y los lee al unísono con el lector. En uno se cuenta una historia que, también, es meta-literaria: un médico que sueña con publicar y un editor entongado con el establishment que no le da mucha bola. En el otro, aparece la relación con el dinero, el gasto y, claro está, la narración. Eguía, nacido en Castelli en 1964 y radicado en La Plata, fue parte de la poesía de los noventa. Publicó en varios sellos independientes como Zindo & Gafuri, Garrincha, Club HEM y años luz editora que lanzó hace poco Janos, primera novela de Santiago Farrell que también plantea toda una reflexión sobre la literatura. El punto olivina… evidencia pasión, erudición y una curiosidad abrumadora de quien escribe. Es un relato sórdido que tensa los límites de lo conocido pero, sobre todo, de lo escrito. Pablo Díaz Marenghi.
Cuaderno alemán, de María Negroni (Alquimia Ediciones, 2015)
¿Cómo hace una escritora para contar un mundo que no le es propio? ¿Qué herramientas utiliza? Desde sus orígenes el ser humano se ha esforzado por contar su mundo. Ya lo supo inmortalizar León Tolstói con la famosa frase de “pinta tu aldea”. María Negroni (poeta, traductora y crítica literaria argentina radicada en Nueva York) viajó a Alemania en 2010, en el marco de un programa de intercambio, y escribió textos que se publicarían en un blog durante los cinco meses que estuvo allí. En ese momento no sabía que todas esas piezas breves se editarían en un bello formato de libro tamaño bolsillo por el sello independiente chileno Alquimia. Cuaderno Alemán reúne paseos, observaciones y disquisiciones de la autora acerca de todo lo que la rodeó en aquel viaje. Sus textos son un híbrido entre el ensayo, la poesía y la crónica. Es un ejercicio de la mirada y una suerte de bitácora epifánica. La narradora se queda casi sin aliento ante la ominosidad del Muro de Berlín y dialoga con el entorno. Las calles de diversos pueblos germánicos, la cerveza, los trenes, las heridas de la guerra: todo aquello convive en estas páginas que incluyen, también, poemas, fotografías y dibujos. Pero, sobre todo, el verdadero valor de este pequeño gran libro radica en cómo Negroni habla de ella misma. En un momento, escribe: “Un diario de viaje (…) nunca es el registro de un lugar sino, más bien, el registro de un viajero, incluyendo su abanico emocional, su gama de percepciones, su flexibilidad o su intolerancia ante lo extraño. Pablo Díaz Marenghi
La sombra de las ballenas, de Cynthia A. Matayoshi (Marciana, 2020)
La sombra de las ballenas, de Cynthia A. Matayoshi, está escrito como si no existiese un narrador, una conciencia, y la voz llegara desde cualquier parte: del viento, del neón reflejado en un charco, de abajo de las piedras. Su mundo se despliega como un animé de Miyasaki, y su banda de sonido podría ser el vaporwave, género musical que mezcla jazz, soul y disco con texturas digitales, sucias y de baja calidad, en un loop con el pulso aletargado. Un estado de trance, de alucinación, en un clima de futurismo melancólico. La referencia al director japonés no parece casual, sino que está en el centro de esta novela; es un tributo, su inspiración y su puesta. La apuesta sería: ¿cómo recrear esa estética, esa poética, ese extrañamiento ante imágenes que muchas veces tienen significados indecibles, y hacerlo a través de la literatura? Aquí también se trabaja en el vínculo de la humanidad con la tecnología, la naturaleza y principalmente lo fantástico.
En una realidad que parece crearse a cada palabra, donde no existen reglas, pero sí una lógica, conviven dos especies: seres humanos y fantasías. Las fantasías proveen a los humanos de deseo, una droga tan adictiva como mortal si se consume en la dosis equivocada. El paisaje donde ambas especies interactúan socialmente así como tienen sexo es el Barrio Chino de una ciudad no especificada. A cada paso de los protagonistas podemos percibir los efectos de la luz sobre las superficies, las texturas, los olores y hasta la humedad que viene del mar; todo impregnado de cenizas que flotan en el aire. Este mundo nos llega a través de estímulos sensoriales.
La ambientación de los escenarios está trabajada con detalle y profundidad tridimensional. Pero la imagen no es algo estático. Lo que se describe de una manera determinada puede cambiar en un instante, a la segunda vez que se lo observa, o cada vez que la acción nos hace volver a poner foco en eso; puede ser un paisaje, un humano, un animal, una máquina. Esto sucede incluso con el pasado y el presente. También varían los tamaños relativos entre las cosas: así, una montaña puede caber en una mano. Una transmutación permanente, una deriva, un lento movimiento hacia el cambio. Todo sucede ante nuestros ojos y no sabemos muy bien cómo pasó. Este flujo puede transportar al lector de un momento confortable a uno de pesadilla. El engaño decidido es parte de la lógica interna del texto, una vez aceptado el pacto ficcional.
El recurso del animé no es el único con el que Matayoshi cuenta, sino que funciona como un marco, como punto de partida para desarrollar su estilo narrativo, que no parece encontrar obstáculos ni formas definidas (como los cuerpos de los protagonistas). Flota al mismo tiempo que se arrastra, se expande y se contrae como una sustancia viva que por momentos es densa, viscosa y brillante, transpira sensualidad, pero también llega a ser obscena, feroz, repulsiva. Hay órganos sexuales, semen, flujos vaginales, sangre, vísceras y deformidad. Una imaginación excesiva, sin límites, que no es lo mismo que delirio.
La prosa es musical, con un lenguaje preciosista, aunque no barroco. Las palabras están puestas para sostener una cadencia, con una vibración sutil, magnética, en leit motivs que se desenvuelven, van y vienen, como pequeñas olas en un lago calmo. Pero no se queda en un solo ritmo; improvisa, ensaya diferentes maneras de vehiculizar lo narrado. Largos tramos donde el lenguaje pasa al frente y genera su propia trama, incluso por delante de los hechos, y otros donde las frases son cortas y eficientes, descriptivas a la vez que poéticas. Como haikus, siempre con espacio para enigmas del sentido. Incluso elige el verso para narrar un momento de transformación de ser humano en máquina. En esa especie de trance al que por momentos induce la lectura, hay un efecto cinemático, de movimiento real: la extensión de las frases sincroniza perfectamente con el tiempo que le lleva a la acción representarse en la conciencia. Estas variaciones se suceden con gracia, de una manera orgánica, como si no mediara el esfuerzo o el cálculo. De esta forma la escritura despega, y la autora logra desaparecer.
Aunque no desaparece del todo, y se permite ironizar, casi al final, poniendo esta pregunta en la voz de uno de sus personajes: ¿Se acabó el lenguaje? Quizás esta novela venga a demostrar que el lenguaje es inacabable, puede ser el impulso mismo de narrar, y contiene tramas infinitas. Y podría agregarse, también, que la ballena del título, ese ser extraño, huidizo e inalcanzable, es en realidad la literatura, y su sombra sólo aparezca sin que se la llame, como en un sueño. C. Castagna
Hienas, de Eduardo Plaza (Conejos, 2018)
“Escribo muy poco para mí. Más para el resto. Pago las cuentas escribiendo para otros” afirma Eduardo Plaza (La Serena, 1982) en una entrevista al portal Loqueleimos. El escritor chileno, seleccionado por el Bogotá 39 como uno de los mejores escritores latinoamericanos de ficción sub 40, también es periodista y el pulido vertiginoso de este oficio se trasluce en su prosa. En los cuentos de Hienas, editado en Argentina por Conejos y en Chile por Librosdementira en 2016, construye un universo cotidiano, heredero del estilo parco y seco del “realismo sucio norteamericano”. Sus personajes narran la desidia, la monotonía y el tedio que puede identificar al ser humano promedio pero lo cuentan con naturalidad; sin necesidad de exacerbar el drama. Allí radica el potencial de sus relatos. En estas ocho piezas, se evidencian lecturas de Raymond Carver y de J. D. Salinger, al delinear climas con una fuerte tensión dramática y, a la vez, con descripciones sencillas, minimalistas y diálogos vertidos a cuentagotas. Por ejemplo en “Con Paula en la cocina, del tiempo junto a Isabel” expone el encuentro fortuito e inesperado de un tipo con su ex. En el medio, destila elementos autobiográficos, la vida universitaria y marcas geográficas de su zona natal: la parte costeña y periférica de Chile. Aparecen animales –hienas que destripan a un búfalo, gatos ahogados, perros envenenados– que funcionan como un hilo conductor implícito que le da unidad a la obra. Allí resuenan el bestialismo onírico de Carlos Busqued, la exploración ominosa de Tomás Downey o el gótico terrenal de Mariana Enríquez. A la vez, en “Mariposa”, narra un derrumbe personal, o en “Hienas” recurre a un comienzo a la Cheever: “Yo era muy amigo de Miguel Rodewald”. En “Animales de compañía” el autor expone su praxis periodística al utilizar como trasfondo narrativo la dictadura de Pinochet sin necesidad de lugares comunes progres, algo que supo hacer muy bien su coterránea Nona Fernández en su novela La dimensión desconocida. Vale la pena acercarse a la obra de este autor novel que le plantea al lector una sensación casi furtiva, sin hipérboles, de posarse por unos instantes sobre vidas ajenas que podrían ser la propia. Pablo Díaz Marenghi
Cartografía Argentina de la edición mundializada, de Daniela Szpilbarg (Tren en movimiento, 2020)
El mundo editorial es un entramado complejo que siempre está cargado de subjetividades. Szpilbarg, con maestría, lo analiza y recopila data bien procesada para explicar cómo creció el fenómeno de la edición independiente argentina en los últimos años. Lo más interesantes es que su recorte de estudio comienza a finales del siglo XX para entender qué pasa en la actualidad. Es un libro que dialoga con Independientes, ¿de qué? de Hernán Lopéz Winne y Víctor Malumian (Fondo de Cultura Económica, 2016), un estudio sobre el mismo escenario a nivel latinoamericano, el funcionamiento, la viabilidad económica y la bibliodiversidad, entre otros tópicos. Volvamos a Cartografía. Además de información cuantitativa, aporta diferentes tipificaciones de editoras y editores. Son perfiles bien construidos y delimitados que exponen ejemplos de trabajo, interés y vocación. Cualquier persona que sea amante de los libritos tiene que leerlo. Joel Vargas
El coso del rock (Diario íntimo del under), de Alejo Auslender (Gourmet Musical Ediciones, 2019)
Gourmet Musical se ha convertido, por prepotencia de trabajo, en la principal editorial musical de la Argentina. Que sea un sello independiente llevado a cabo con pasión curatorial por Leandro Donozo lo vuelve un proyecto aún más loable debido a su cantidad y calidad de producciones. Con la música como eje, construyó un catálogo versátil que abarca tanto lo académico como lo testimonial, la musicología, el ensayo, la biografía y el periodismo. En este caso, el libro de Alejo Auslender, lanzado a fines de 2019, se diferencia un poco del resto por su formato y estilo. El músico, licenciado en Letras, guitarra/voz de la banda Deportivo Alemán, recopila crónicas de gran parte de los shows en vivo dados por su grupo. Solía publicarlos en Facebook y aquí se encuentran ordenados cronológicamente con algunas posdatas. ¿Cuál es el principal aporte de este compendio de textos escritos al calor de los hechos? En primer lugar, la autocrítica. Auslender vuelve texto algo que cualquiera que haya ido a un recital emergente conoce. Menciona a cierto “under invisible” y al combustible que mueve engranajes en el interior de quienes lo pueblan. De Palermo a Don Torcuato sin escalas. A la vez, reflexiona con agudeza sobre su propia praxis: “La realidad de la música reside en el vuelo efímero de su ejecución”. Un rato después escribe que le robaron los pedales con los que tocaba o que no los fue a ver ni el loro. No hay épica ni regodeo sobre la tragedia o miserabilismo sino sinceridad. “Algunos juegan a la radio, otros a la música, todos nos hacemos los boludos” sentencia. También menciona al “coso del rock”, que da título al libro, como una suerte de energía generada en la alquimia de músicos, vivo, público e instrumentos bajo una consonancia prácticamente indefinible. Todo cierra con un posfacio de la querida Rosario Bléfari, a quien se extrañará siempre, quien no puede evitar ser poesía en todo lo que toca y da en el clavo, también, al describir este libro: “Todo acto de desenmascaramiento, como el que resultan ser también estas crónicas, deja lugar a un posible imaginario nuevo más vasto, menos constrictor y más sencillo al mismo tiempo. Así de importante se vuelve el relato de la persistencia de un impulso”. Pablo Díaz Marenghi
Hojas que caen sobre otras hojas, de Miguel Sardegna (Conejos, 2017)
Hojas que caen sobre otras hoja, el libro de Miguel Sardegna publicado hace unos años por la editorial Conejos, empieza con dos cuentos sobre antiguas tradiciones japonesas. El autor, además editor del sello También el Caracol, recupera, con simpleza y con una precisa solemnidad sin condescendencias, la cadencia oriental para describir los acontecimientos. Cuentos que parecen escritos con punta de lanza: medidos, bellos y livianos. Como si nos hablara una voz legendaria.
El libro está narrado desde personajes que, con su delicadeza y su mirada etérea de la vida, cuentan historias de vidas pasadas, de seres que convivieron en comunidades previas a la Segunda Guerra Mundial, a las bombas atómicas, a la occidentalización de lo oriental, a la globalización. Los dos primeros cuentos están marcados por sucesos contemplativos. Por ejemplo, un anciano frente a su jardín que rememora los años pasados, su infancia frente al monte Fuji, el paso del tiempo que, en su nostalgia, parece correr más lento que el tiempo occidental.
“¿De qué manera preferirías morir?”, le pregunta Tanako a Kurono-San. El receptor no responde, pero en el fondo esa pregunta es una respuesta no especulativa, un dato trascendental para entender lo que significa la vida y la muerte en la cultura oriental. Y además, a través de la percepción culinaria, pareciera como si la vida de ellos se cerrara sobre la mesa donde comen, como si el esplendor de lo vívido se hubiera terminado en esa pregunta. Un cierre impalpable de lo postergado.
En el principio de “Mar de árboles”, el narrador se pregunta a sí mismo: “¿Por qué nos empeñamos en seguir viviendo?” Estas preguntas, que bien podrían ser globales, son expuestas en el libro de Miguel Sardegna como puntapiés para repensar el paso del tiempo desde su concepción más incorpórea: el cuerpo no solamente es un instrumento material que habita el mundo, sino que hay algo más allá de lo carnal que traspasa a una conciencia.
Luego de estos interrogantes abiertos desde Japón, a medida que el libro avanza, los cuentos se va deconstruyendo a sí mismos, como si las palabras fuesen estrépitos del terremoto (un acontecimiento natural que forma lagos, montes, cerros). Poco a poco, se va sintiendo cómo esa voz rioplatense de Sardegna se apodera de la voz tradicional japonesa y la transforma en un entramado más complejo: la significancia de la muerte desde el pensamiento occidental se mezcla con la percepción etérea oriental. La voz, la acústica y el sonido de las palabras, terminan apoderándose de los haikus y de los conceptos más abstractos.
Esto se palpa a partir de “Una novela de Go”, una historia que ocurre en Palermo donde varios personajes intentan petrificar un legendario juego japonés. La tradición japonesa desarrollada en un ambiente occidental, porteño, con héroes simples de nuestro territorio: oficinistas, bartenders y empleados, mezclados con un maestro del Go que vive en nuestra ciudad, que emigró hace decenas de año de su país natal y trajo consigo la esencia de su cultura. Incluso, el mismo personaje, en un cuento posterior, viaja a Japón a buscar sus orígenes. De esa manera, Sardegna redobla la apuesta y vuelve a orientalizar las tradiciones perdidas de ese jugador, que en su sangre lleva el peso de su pueblo. Los rasgos físicos se notan a simple vista, pero la fusión de ambas culturas queda implícita con la sutileza de las descripciones. Se huele el aroma de las comidas, incluso el aroma de los cerezos y sus flores, que salen una vez al año y marcan el comienzo de algo trascendental para ellos.
En el cuento “La luna en una gota de agua”, un traductor viaja a Japón a terminar de traducir un texto escrito en el año 1000, durante una celebración llevada a cabo por el Emperador. Acá es donde mejor se interpreta esta fusión: el pasaje de una cultura a otra sin abandonar en el camino la propia naturaleza del narrador omnipresente. La forma en que el personaje se deja sorprender con los detalles ajenos a sus propias vivencias, la contemplación de un lago milenario donde ocurrió gran parte de la historia japonesa.
“Dice el emperador que un terremoto mejora al mundo, tanto como lo mejoran los poetas. Dice que solo el arte perdura y nos redime. Tal vez sea verdad que la poesía vence al tiempo y a la muerte. Me gustaría creerlo.” Esto es bellísimo: el paso del tiempo, la modificación del espacio causada por terremotos, la transformación de una cultura que mantiene ritos ancestrales (perdidos en nuestra cultura occidental a causa de la colonización, de la europeización de nuestras raíces originarias).
En el cuento final, “Declinación y belleza”, la idea de la incorporación de una nueva forma de expresión, más cosmopolita, le da sentido a la vuelta circular que hace el libro: arranca siendo un libro tradicional japonés, luego hurga en universos fusionados con la cultura occidental, y termina con la historia de una joven japonesa que vio cómo su padre moría a manos de samuráis: ella como símbolo de la tradición contada a través de las generaciones futuras.
La belleza de estos cuentos está en imágenes simples: en una hoja seca que cayó de un árbol, en la rememoración de un anciano sobre sus raíces o en el fugaz sonido del movimiento de una katana. Denis Fernández
Los libros y la calle, de Edgardo Cozarinsky (Ampersand, 2019)
La colección Lectores del sello Ampersand viene dando títulos más que interesantes en los últimos tiempos para los amantes de la lectura y la escritura. Allí se invita a plumas de diversos ámbitos a que escriban sus memorias lectoras de la manera que prefieran y con estructuras libres. Así es que, por ejemplo, el escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky decidió estructurar este libro en dos partes que conforman el título. La primera, la más voluminosa, Los libros, evoca su paso por librerías de usados y ciertas lecturas que lo marcaron. También contiene anécdotas, como los encuentros con Pepe Bianco en la vieja redacción de Sur, su lectura ininterrumpida de En busca del tiempo perdido de Proust debido a una hepatitis, su exilio en París en los años setenta y cuestiones que atraviesan toda su obra tanto literaria como cinematográfica: el nazismo, su condición de judío, el viaje y la memoria. En el segundo apartado, más breve, La Calle, se agolpan más recuerdos y reflexiones que ayudan a explorar el universo creado por este autor. “Debo admitir que solo me atrae lo mezclado” sentencia y uno entiende un poco más a un hombre al que el reconocimiento más que merecido le llegó de grande: entre 2004 y 2018 ganó nueve premios incluyendo, entre otros, Premios Cóndor, Konex y García Márquez de cuento. Si uno aún no leyó nada de este autor o no vio su cine, bien vale este ensayo mnémico como puerta de entrada a sus gustos, intereses y obsesiones. Pablo Díaz Marenghi