En esta primera parte de una nueva columna, el escritor uruguayo entrecruza obras como Alien, Drácula o King Kong para pensar una narrativa en torno a la figura del monstruo.
Por Ramiro Sanchiz
[01] Entre los textos recientes de Nick Land, los dedicados al horror son acaso los más interesantes. En particular, la serie “Abstract horror” (publicada en su blog Xenosystems hace ya unos años) puede pensarse como un punto de partida de gran valor a la hora de leer el cine y la literatura de horror desde una perspectiva no tan consabida. En tanto herramienta de lectura, es decir, la idea landiana del “horror abstracto” parece provechosa: habilita nuevas exploraciones al territorio del horror. En este ensayo me propongo precisamente eso: desarrollar/expandir algunos de los ejemplos dados por Land y extrapolar la noción más allá de lo expuesto por su autor, incorporando de paso ejemplos nuevos a modo de estrategias de lectura de textos a los que la crítica ha abordado, en general, desde otros puntos de vista.
[02] El programa, en su formulación más sencilla, sería algo así: reordenar el corpus del horror a lo largo de un eje que tiende a la abstracción, con el horror más concreto dispuesto a modo de punto de inicio. ¿Cuál sería esta instancia más concreta del horror? La respuesta es simple: el monstruo.
[03[01]] O, mejor dicho, ciertos monstruos. Porque justamente al momento en que se busca la concretización del monstruo es que aparece el potencial de abstracción. Pensemos, a modo de ejemplo, en el monstruo de Frankenstein: por más que mantenga cierto residuo de pluralidad, en tanto está ensamblado con partes de cuerpos distintos, es una entidad individual en términos de agencia y en términos físicos; a la vez, es único (buena parte de la intriga de la novela, y otras tantas partes de su efecto en tanto horror y terror, pasa por la posibilidad de replicarlo o de ofrecerle, bajo la forma de una hembra, la posibilidad de una reproducción ulterior) y se produce a sí mismo en tanto individuo en términos de destino, sufrimiento y una relación peculiar con su creador. El monstruo es un personaje individual, al igual que su creador; tiene un aspecto más o menos definido, una serie de características, habilidades o potencialidades físicas, y además también una “personalidad”. La novela acompaña el desarrollo de estas características convirtiéndolo en un proceso de caracterización literaria que se nutre de la empatía del lector.
[03[02]] Del mismo modo, Drácula es un monstruo. Vampiros (a diferencia de monstruos de Frankenstein) podrá haber muchos, pero Drácula es singular, el übervampiro, por decirlo así. En ficciones como la adaptación cinematográfica de Coppola, incluso, el componente de caracterización/empatía lo singulariza todavía más. Y sigamos: la Cosa del Pantano (en sus versiones más pulp, no tanto en la de Alan Moore, donde el componente monstruoso es disuelto, aunque no así la singularidad de la entidad, que es incluso modulada a la de un “elemental”), Freddy Krueger (que no es otra cosa que su historia, el destino que los padres de los estudiantes le infligieron), Jason, etc.
[04] ¿Cuál sería el siguiente paso en el camino de la abstracción? Sigamos pensando desde el monstruo y busquemos monstruos que ya no sean individuos, personajes que habiliten la empatía a través de la caracterización, agencias específicas, destinos, sujetos, sino más bien manadas, enjambres. Land acierta especialmente en considerar aquí al xenomorfo de Alien (1979) y al T800 de Terminator (1984), pero nosotros vamos a esquivar ese camino por un momento.
[05] Se puede entender el sentido contrario en este movimiento, la concretización, es decir, como un espesamiento del sujeto en el que el monstruo cede algo de su monstruosidad a un circuito productor de humanismo: King Kong (1933, 1976, 2005, 2017) como instanciación del mito gnóstico del alma como extranjera en el mundo, por ejemplo, o el minotauro en “La casa de Asterión” (1947), de Borges: fáciles o facilonas metáforas de lo humano. El sentido contrario, hacia la abstracción, es simétricamente antihumanista: se mueve hacia la evaporación del sujeto, hacia la cibernética.
[06] Hay monstruos que se mueven en manadas, que dan comienzo a la dispersión del monstruo concreto, individual. Con ellos, en última instancia, es que remontamos el río hacia el horror más abstracto. Un buen ejemplo sería el de los raptores de Jurassic Park (1993): incluso si pensáramos que uno de ellos podría ser el líder, el raptor alfa pongamos, es la manada completa la que representa el peligro: el concepto de raptor, si se prefiere, no tal o cual raptor individual (por más que, evidentemente, el peligro puede volverse concreto, en una escena específica, en torno a un raptor en particular). La película, de hecho, hace interactuar y enfrentarse a dos monstruos, uno muy concreto e individual, el T-rex, y otro grupal, la manada de raptores. Los espectadores, me atrevería a presumir, siempre van a desear que gane el T-rex.
[07] Después de las manadas encontramos los enjambres. Recuerdo el horror que me inspiraba, de niño, el subgénero de horror de insectos, que a fines de los setenta atravesó un periodo de éxito peculiar (unos años más tarde en la televisión uruguaya, verdadero calibre de delay cultural metrópoli-periferia): películas sobre hormigas furiosas, como Phase IV (1974) y Empire of the ants (1977), o sobre abejas asesinas, como The swarm (1978) y The bees (1978), o incluso sobre pirañas (en el límite entre la manada y el enjambre y ya mudándonos de phylum), como Piranha (1978) y Killer fish (1979).
[08] El enjambre definitivo, como queda especialmente a la vista en World War Z (2013), es el de los zombis; aquí el horror no pasa solamente por la abstracción del monstruo, con su enjambre de entidades más o menos autónomas (el monstruo aquí es el colectivo zombie, por llamarlo de alguna manera, no un zombi individual ni, de hecho, cada uno de los zombis individuales), sino por el hecho de que el monstruo en cuestión no exhibe otra agencia que su propagación. El colectivo zombi no hace otra cosa que propagarse, libre de ambición alguna, de voluntad, de consciencia de sí: su propagación es un fin en sí mismo, hasta el punto que cada zombi individual carece de valor o significado en el contexto del colectivo, el enjambre, la plaga zombi. Esta apelación a lo inhumano y lo cibernético (la propagación zombi es un proceso que se retroalimenta positivamente: asimila al enemigo para usarlo como combustible y su único freno o desacelerador está en la intervención humana) está en las antípodas del monstruo humanizado de Frankenstein (1818) o “La casa de Asterión”, y podría encontrar un equivalente “real” en las enfermedades infecciosas que diezmaron al mundo en la historia. La invasión europea de las américas, después de todo, no es sino una colaboración entre el colono europeo y un conjunto de virus, bacterias y parásitos, que dieron cuenta de la población originaria de las américas de manera que los europeos, más inmunizados, pudieron ocupar las ruinas. La lectura política señala, entonces, que los imperios se sirvieron de los microorganismos, pero quizá debamos pensar que fue al revés.
[09] La plaga, los parásitos, las bacterias, los virus son virtualmente incontables, del mismo modo que es difícil (aunque no imposible en principio) dar cuenta del número exacto de zombis en una infestación como la de la recién mencionada World War Z; sin embargo, cualquiera de estas instancias es, por así decirlo, material. Estamos hablando de moléculas organizadas a varios niveles: virus, células procariotas (en el caso de las bacterias), células eucariotas y agregados de células eucariotas (los parásitos y sus vectores, incluyendo los seres humanos). Un grado más extremo de abstracción, por tanto, ha de prescindir de esta materialidad. Un buen ejemplo está en los demonios expulsados por Jesucristo en los evangelios: ¿son uno, son muchos? “Mi nombre es legión”, responden/responde. La entidad no es una (el monstruo específico) ni un enjambre, sino que permanece en una zona indeterminada, como si la oposición uno/muchos no funcionara del todo.
[10[01]] A lo largo de la saga de Alien –Alien, Aliens (1986), Alien3 (1992), Alien Resurrection (1997), Prometheus (2012) y Alien: Covenant (2017)– pasamos de una entidad relativamente concreta (un monstruo) a una abstracción más compleja, una suerte de potencialidad generativa que ya ni siquiera es el conjunto indecidible de demonios que posee a un ser humano (si bien la noción de “posesión” está presente). Es decir: en Alien hay un monstruo muy concreto durante buena parte de la película: se lo persigue, se lo arrincona y, finalmente, se lo expulsa al vacío; a la vez, es tan material, tan físico como su indestructibilidad flagrante, y es sin lugar a dudas uno, por más que pueda resultar difícil de rastrear. Sin embargo, la película establece también que el monstruo, al que hemos aprendido a llamar “xenomorfo”, es una etapa específica de un ciclo más amplio: en el planetoide al que desciende la tripulación de la Nostromo hay una nave estrellada (piloteada en su momento por otro alienígena, del que sólo comprendemos cabalmente su antigüedad) que parece “infectada” por una extraña textura biomecánica; siguiendo sus líneas vertebrales, sus cables y sus arterias, uno de los exploradores encuentra un salón/cripta lleno de cosas que entendemos rápidamente como huevos. Después sabremos que de estos huevos emerge una criatura (“facehugger”) cuya misión es inocular un parásito larvario que se nutrirá de su huésped para desarrollarse. Este parásito emergerá finalmente como una forma inmadura (“chestbuster”) del xenomorfo. En la versión extendida de Alien entendemos también que la misión del xenomorfo adulto es procurar huéspedes (el corte theatrical dejaba en el misterio qué hacía el monstruo con sus víctimas), de modo que el ciclo parecía cerrarse. La pregunta que permanece abierta es, claro está, qué es lo que pone los huevos.
[10[02]] Una estructura narrativa fácilmente pensable en términos de original/secuela o primera parte/segunda parte es la que presenta a un monstruo (el xenomorfo, Grendel) y después a su madre (la reina/la madre sin nombre de Grendel), contrapuesta a la de la n-secuela que introduce al hijo de tal o cual monstruo (Son of Frankenstein [1939], por ejemplo); en Aliens, el ciclo de vida del extraterrestre es ampliado de manera que contiene a la aparentemente necesaria instancia ovopositora, y para esto (de modo algo predecible o consabido) se apela a un modelo análogo al de los insectos sociales. Dado que Aliens también se distancia de su predecesora en la movilización de muchos (xenomorfos) en lugar de uno, esta apelación al enjambre, si bien diluye el horror o, mejor, la extrañeza del monstruo concreto de la primera película, termina por ofrecer un armazón conceptual relativamente sólido para nuestro nuevo entendimiento del ciclo vital de la criatura. ¿O habría que decir de la especie? Hasta ahora nada nos hace sospechar que las cosas no puedan cerrarse de esta manera: hay una criatura extraterrestre que pasa por ciertos estadios, análogos a las etapas y modalidades (larva, adulto infértil, reina) de los insectos sociales. El monstruo es diverso (facehugger, chestbuster, xenomorfo, reina), pero en principio es reducible a un ciclo: es la misma criatura en su variedad ontogénica.
[10[03]] La tercera película de la saga, que gana considerablemente si es visionada en su versión extendida y sufrió de todo tipo de penurias relacionadas con el proceso de escritura y producción (tanto que desde su estreno en adelante detestarla se convirtió en un lugar común para los fans de la saga: al menos hasta el cuarto episodio, aún peor), incorpora una complejidad más. El xenomorfo (diseñado otra vez por Giger, cuya ausencia de Aliens fue notoria en el aspecto más basto de las texturas biomecánicas presentadas y en el aspecto predecible o incluso desilusionante de la reina), que vuelve a ser presentado como el “único” monstruo de la película, es diferente. El huésped, en esta ocasión, no es un hombre sino un animal: un perro en la versión theatrical, un buey en la extendida. El ciclo es idéntico (huevo-facehugger-chestbuster-xenomorfo), pero el resultado es distinto: un xenomorfo cuadrúpedo, más “animalístico” que “antropomórfico”. Y esto socava la noción simple de la criatura en tanto especie: la morfología ya no es fija, sino una suerte de espacio de posibilidades en el que, dado el input del huésped, el output variará: el monstruo tiene la forma de su presa.
[10[04]] Pensemos, entonces, al extraterrestre de la saga como una potencialidad de formas: a lo largo y a lo ancho del universo infecta a diferentes especies alienígenas con diferentes resultados: una serie de variaciones de forma, estructura, habilidades, etc. Este proceso morfogénico funciona por sí mismo, sin necesidad de un “control”. Desconocemos los detalles, pero cabe pensar que si veinte vacas (por decir cualquier número) son infectadas, alguna de ellas desarrollará una reina. Esa reina, necesariamente, será distinta a la que vimos en Aliens (cuyo huésped había sido un humano), y quizá también lo serán sus huevos y, por qué no, los facehuggers que se desprendan de ellos (aunque esto no podemos saberlo con certeza; a los efectos de esta argumentación eso no tiene importancia). Pero esos facehugger, a su vez, podrán infectar otros animales, no necesariamente vacas. ¿La criatura retiene algo de las especies por las que pasa? ¿Hay una suerte de memoria genética almacenada, o este proceso morfogénico se resetea a cada oportunidad?
En última instancia, podemos pensar que, como con la plaga zombi, el único objetivo de estas criaturas es propagarse (como la vida, como el capital). No hay necesidad de almacenar información porque no hay un objetivo de mejora. Por eso la cuarta película introduce una noción a contrapelo, en tanto se presenta un intento de mejorar la criatura, a la que (sin que quede claro en qué sentido esto la mejorará, más bien cabría pensar lo contrario) se la “fuerza” hacia una reproducción vivípara. Es cierto que la criatura (a la que percibimos más como un híbrido que como una instancia del ciclo de vida del alien, vale precisar, pero eso es quizá otro de los tantos defectos de la película) no parece viable, o que, en una especie de parodia brutal de la noción misma de virus, asesina a su húesped/madre apenas ve la luz, extrañamente fascinado por su otra madre, el híbrido Ripley/alien. No sabemos qué podría pasar a continuación: ¿cómo se reproduciría la criatura? ¿Impregnando a Ripley? ¿Por partenogénesis? Si la reproducción ovípara queda cancelada, porque de eso se trataba la extraña “mejora”, ¿cómo se las arreglará la criatura? De ninguna manera, quizá, y así la cuarta película de la serie parece cancelar conceptualmente lo que las tres primeras fueron estableciendo paso a paso. O, leído de otra manera, la intervención política (la agencia humana que modifica, que administra un recurso en este caso biológico con fines de control y uso en tanto arma) queda contrapuesta a la cibernética del ciclo de vida “anterior”, autorregulado en su retroalimentación positiva (de hecho, los aliens parecen carecer del circuito desacelerador o de retroalimentación negativa si agotan la población de un planeta, simplemente hibernan hasta que algo del afuera entra al sistema y haya huéspedes frescos).
[10[05]] Si Alien: Resurrection tensó hasta el quiebre la pauta cibernética básica de la saga, Prometheus la restaura y potencia en un circuito más amplio. Dado que estamos en un tiempo y un espacio distintos a los de las cuatro películas precedentes, la imagen que obtenemos del alien (o, mejor, de su ciclo) es diferente. Pero, del mismo modo que Aliens convocaba a una madre, Prometheus convoca un origen, o intenta convocarlo. La película, con su majestuosa secuencia inicial, ha sido leída desde la tensión entre un humanismo (el origen fundante, la negación de la evolución en tanto cibernética, la búsqueda del significado único) y un antiantropocentrismo o posthumanismo (el descentrado de lo humano en el orden de las cosas), en la que, como señala Brian Johnson en “Prehistories of posthumanism”, al final cabe pensar que gana la pulseada el primero, en gran medida gracias al empoderamiento cósmico del personaje de Noomi Rapace.
Pero, a los efectos de la pauta de abstracción en la saga, Prometheus efectivamente nos devuelve al proceso de erosión de la noción del alien como una “especie”: sabemos ahora que en el origen el monstruo fue creado por los “ingenieros” (quienes también suscitaron la vida sobre la tierra), aunque no específicamente en los términos del ciclo que ya conocíamos sino bajo la forma de una suerte de limo negro capaz de mutar, contaminar e infectar su huésped; de la interacción entre este limo y dos seres humanos (mediante un hackeo de la reproducción sexual de estos últimos) surge una criatura (el “trilobites”) todavía más monstruosa que la reina de Aliens, que a su vez (con un sistema inoculador que, esta vez, prescinde el huevo) parasita a un ingeniero y da nacimiento, eventualmente, a un xenomorfo diferente a los que ya conocíamos (el “diácono”). La apertura a nuevas instancias del ciclo, su desenfreno morfológico que parece indefinidamente expandible, queda equilibrada por la apelación a un nivel basal todavía más abstracto, el del limo negro.
[10[06]] Alien: Covenant, por su parte, no va más allá, salvo para introducir una nueva posibilidad política (en tanto no cibernética, no autorregulada), que muestra a David, el androide de Prometheus, en su rol de diseñador de una nueva instancia del alien, el “neomorfo”, que parece la versión de Zdzisław Beksinski de las criaturas de Giger. David (un androide, recordemos) se propone erradicar a la humanidad mediante la ingeniería sobre las criaturas y el limo negro, y queda claro hacia el final de la película que ni los neomorfos ni los xenomorfos –que aparecen eventualmente en la trama– equivalen al de las películas anteriores, sino que se trata de más formas en la matriz morfológica de la criatura. En cualquier caso, ahora la criatura sirve a un fin distinto a su simple proliferación: son una herramienta para la destrucción de la humanidad planeada por David. Cómo esto articula con Alien y el resto de la saga no lo sabemos, y no vale la pena especular, al menos no aquí y ahora.
[10[07]] El horror de la saga de Alien, entonces, puede pensarse como un progreso en la abstracción, desde la película de 1979 hasta la de 2012 (con dos divergencias: Alien Resurrection y Alien: Covenant). De una criatura más o menos pensable en términos de especie singular (el xenomorfo de Alien y las otras formas de su ciclo) pasamos a una potencialidad morfológica ilimitada (el limo negro de Prometheus). El monstruo ha perdido forma y cantidad: retiene cierta materialidad, de todas formas, ya que aunque no entendemos del todo su química, lo estrictamente “sobrenatural” queda descartado desde el molde evidentemente cienciaficcionístico de la saga. //∆z